Preludios. Fugas. Las definiciones de unos paisajes –unas escalas, un universo de acordes– y luego, la forma de las formas, aquella en que la música, supuestamente, sólo habla de música. Con veinte años de diferencia, en 1722 y en 1742, Johann Sebastian Bach escribió dos libros, cada uno de ellos con 24 preludios y fugas en cada una de las tonalidades mayores y menores. Los tituló Das wohltemperierte Klavier (El clave bien temperado, aunque bien podría traducirse como las claves, en el sentido de las tonalidades, bien temperadas). Ni más ni menos que las dos tablas de la Ley, dictadas por quien la música de tradición académica acabó asumiendo como su Dios indiscutido. Una obra maestra en sentido doble: por su maestría pero, también, por su efecto de potestad sobre los sonidos por venir.
Lejos de la idea actual de lo que es una obra de concierto, estas colecciones en que se presentaba la summa del saber de la época, articulada con toda la creatividad de la que su artífice era capaz, no tenía un fin específico y tampoco estipulaba con exactitud el instrumento en que debía interpretarse. Su escritura indicaba que se trataba de música para teclado pero eso era todo. “Tocar esta música en un piano moderno implica confrontarse con varias preguntas fundamentales; las respuestas nunca son simples”, explica András Schiff, uno de los pianistas más importantes de las últimas décadas. El intérprete que grabó para el sello ECM una integral de referencia de las sonatas de Beethoven y, obviamente, El clave bien temperado y las Variaciones Goldberg, de Bach, actuará hoy en el Teatro Colón, para el ciclo Nuova Harmonia. Y tocará el primer libro de El clave bien temperado. “La primera pregunta –precisa– es cuál es el instrumento ‘correcto’ para esta obra: ¿el clavicordio, el clave, el órgano, el clave con pedalera? ¿Podemos permitirnos tocar Bach en un instrumento que él no pudo haber conocido? Y, de no ser así, ¿a quién deberíamos pedirle permiso?”
El musicólogo Paul Griffiths, en sus notas para la edición discográfica de la obra, escribe: “Todo, en El clave bien temperado, aparece en pares, pero esos pares, a diferencia de las alas de las mariposas, despliegan una asimetría esencial. Una asimetría que suena inevitable, siempre natural.” Para Schiff, “la música de Bach nunca es blanca o negra; está llena de colores.” En todo caso, hay allí una tensión que construye gran parte de su atractivo y en la que la distancia –y los posibles acercamientos– entre lo contextual, lo que solo existe cuando es interpretado por alguien, y la idealización de lo abstracto, establecen los polos. Sonido puro y, también, sonido de lo puro. Y, al mismo tiempo, un tratado acerca de lo posible. Del sonido real de un intérprete recorriendo el mapa –y las fronteras– delimitadas por las distintas escalas posibles.
Schiff ya tocó en el Colón en 2010 y 2012. “Hasta que tenga algo para decir que no haya sido dicho ya hace sesenta años por un genio como Artur Schnabel, no tengo por qué grabarlas”, decía antes de registrar su interpretación de las Sonatas de Beethoven. Después grabó a Schumann y a Bach. Ha registrado la totalidad de las sonatas de Schubert, cuando nadie tocaba, con suerte, más que las tres últimas –que él grabó en un fortepiano de época–. Su interpretación de la casi secreta D 850, en Re Mayor, que el novelista Haruki Murakami convirtió en virtual coprotagonista de Kafka en la orilla, es extraordinaria. También ha registrado la obra pianística del checo Leos Janacek, música de Mozart, Schumann, Bartók y poco más. Asegura que “se puede vivir sin Rachmaninov, pero no sin Bach”, y concluye: “No digo que la música de Liszt o Rachmaninov sea mala; los respeto como compositores y pianistas, pero sus obras no me dicen nada. Prefiero consagrarme a los músicos que adoro, como Mozart, Schubert, Schumann, Bartók o Bach, el más genial de todos los compositores”.
Formado inicialmente en su Budapest natal, donde estudió con el compositor György Kurtág, y luego en Inglaterra, donde se perfeccionó con George Malcolm, entre otros, Schiff lleva adelante una carrera absolutamente atípica para el mundo de las estrellas pianísticas. Los fuegos artificiales que rechaza en el repertorio –aunque sus rechazos son siempre gentiles y están envueltos con los mejores modales– tampoco han formado parte de su ascenso como intérprete. Y es que en realidad no hubo tal ascenso. Schiff empezó exactamente en el punto más alto, con interpretaciones pronto reconocidas como canónicas de obras de Schumann, de Bartók, Schubert e, incluso, como acompañante de lujo de algunos cantantes excepcionales: el tenor Peter Schreier, con quien grabó los ciclos de canciones de Schubert, y la mezzosoprano Cecilia Bartoli, con quien registró canciones en italiano de Mozart, Haydn, Schubert y Beethoven. “Creo que se puede adecuar Bach a los instrumentos actuales y tocarlo con conocimiento profundo de su época”, dice. “Los dogmáticos de la corriente auténtica o históricamente bien informada no pueden ejercer de policías y establecer sus normas para todos. Entiendo que surgiera esta corriente, sobre todo después de la gran influencia que tuvo Herbert von Karajan en el siglo XX con su sonido Hollywood para todo lo que hacía, pero creo que muchos se están excediendo. En todo caso, una de las grandes cuestiones con Bach, pero no sólo con él, es el uso de pedal de resonancia. Este mecanismo ingenioso tiene un efecto casi mágico, pero tampoco era igual en un piano de la época de Beethoven y en uno actual. Y esa posibilidad de redondear las armonías no existía en los instrumentos de teclado de la época de Bach. Finalmente, creo que la información es necesaria para poder elegir. Pero la verdad está en una de las recomendaciones que hacía Carl Philip Emanuel Bach, el segundo de los hijos de Johann Sebastian. ‘Hay que tocar con buen gusto’, decía.”