La barba desaforada se movía rumiante cuando el hombre mordía la porción de pizza recalentada. Mantenía una paciencia bovina mirando el televisor colgado, puesto desde que abrieron la estación de servicio, en el mismo canal de noticias. El gordo comía y contemplaba el aparato como si tuviera una extensión ilimitada, casi imposible de recorrer con sus pequeños ojos marrones.

El otro lo pudo divisar desde afuera, caminando lento cerca de los surtidores. La noche se estiraba fina pegada al horizonte; el viento era más fuerte que en el pueblo que había quedado a su espalda. La ruta simulaba un túnel que extendía el ruido de sus zapatillas en el pedregullo. Antes de llegar a la puerta de entrada le echó un vistazo al camión estacionado, la información que le habían brindado era cierta. El tipo que comía adentro era Ángel.

Podía no entrar al lugar, esperar el dato de otro camión, deshacer el camino y llegar al pueblo. En la casa seguramente encontraría algo de comida tibia sobre la mesa y a la madre en su silla de ruedas frente al televisor. Tensó los músculos del cuerpo, apretó las cintas del pequeño bolso con la mano y como dejando a un extraño de lado en medio de una conversación, se movió limpio de pretextos. Se paró junto a la mesa del hombre que cenaba y le preguntó si era Ángel para quedar luego inmóvil como recluta obediente. El que estaba sentado vertió la gaseosa en un vaso de plástico, bebió un trago, luego otro y terminó de tragar un resto de comida que se había metido detrás de las muelas; todo movimiento era calculado y parsimonioso con el fin de medir la paciencia del hablante y dar a entender quién controlaría la situación.

- ¿Vos quién sos? - dijo por fin y se limpió mal la boca aceitosa.

- Me llamo Uriel. Me mandó Elías, el que tiene el almacén en el pueblo- Y señaló con un dedo hacia el norte, después siguió: - me contó que usted viaja a la ciudad.

-Sí. ¿Y qué querés? – interrogó el gordo que miraba con más atención al televisor.

Uriel había ensayado la respuesta un par de veces en su casa y antes de llegar a la estación de servicio la repasó mentalmente sin esfuerzo como si de repente viniera a él el recuerdo de un sueño sin sentido.

-Señor, quizá exista la posibilidad de acompañarlo en el viaje, necesito llegar a la ciudad.

Hubo un silencio que para Uriel fue largo, sus ojos destellaron impaciencia y por un momento se sintió un condenado esperando sentencia. El otro se metió los dedos gruesos en la barba tupida y los movió lento. Después soltó la palabra “bueno” como un escupitajo, o algo que le molestara en la boca.

-Sentate, en un rato nos vamos- y lo observó hacer con una mirada lánguida mientras vaciaba la botella de gaseosa en el vaso y la terminaba de un sorbo.

Uriel, al acomodarse a la mesa, colocó el bolso entre los pies y estiró el cuello para mirar el televisor, pero sin prestar atención alguna, no le interesaban las noticias ni nada que pudiera mostrar aquel aparato. La máquina de café se había puesto a rechinar en ese momento y largaba un olor que enturbiaba el ambiente, sólo a las personas perezosas les podría gustar un aroma así, pensó.

El gordo se movió en el asiento. Daba la sensación de buscar la posición que lo ayudara a hacer la digestión. Después levantó una mano al hombre que atendía el lugar. El otro, con la espalda cargada de cansancio y con nariz ancha y encorvada, asintió con la cabeza. Con algo de trabajo se incorporó y se acercó al mozo, luego volvió con una taza de café humeante.

- ¿Cómo anda el viejo Elías? Hace tiempo que no lo veo.

Uriel lo miró con el efecto de alguien que se despabila de una placidez nauseabunda y contestó con rapidez:

-Bien, en la lucha con el negocio, a veces tiene ganas de largar todo a la mierda, usted sabe, como todo el mundo.

Ángel saboreó el café y volvió los ojos a la pantalla colgada dejando en el ambiente una sensación de vacío que deshizo la conversación. Al muchacho no le importó en lo más mínimo, sólo quería subirse al camión y empezar el viaje, hacerlo de una vez por todas, y para no evidenciarse también volvió a mirar el noticiero simulando interés.

-Vamos- dictaminó el hombre que se incorporó y dejó varios billetes debajo de la taza de café. El acompañante lo siguió de cerca y con cada paso iba incrementando firmeza, como si quisiera aferrarse a un aplomo que se encontraba más adelante.

En los tiempos en que la madre se acostumbraba a la silla de ruedas, Uriel la veía tomar alcohol con la cara lisa e inmóvil, hasta que le contaba que al padre, hombre que los había abandonado días antes del accidente, se le formaban pompas de saliva en las comisuras de la boca cuando se emborrachaba y, aunque sobrio era callado, en esos momentos se echaba a conversar sin parar. Recordó que luego del relato controlaba la ventana y esperaba, pero sólo lograba ver en el cielo una oscuridad blanda con huidizas luces de las estrellas, como esa noche en la que ambos miraron y respiraron profundo antes de subir al camión.

-Va a llover más tarde- anunció Ángel.

Uriel nuevamente acomodó el bolso entre los pies y se ajustó el cinturón de seguridad. Después de unos leves tirones del vehículo, las ruedas pisaron el asfalto ligero. El muchacho quiso saber cuánto tiempo tardarían en llegar a la ciudad.

-Unas cuatro horas- respondió el conductor.

Antes, en la puerta de la estación de servicio, Uriel se había medido a ojo la estatura con el camionero, eran casi iguales, pero él mucho más delgado. En ese momento sentados uno al lado del otro trataba de calcular la medida del largor de las piernas, parecían idénticas.

- ¿Cuántos años tenés, pibe? -

-Diecisiete.

-A esa edad laburaba en el almacén del viejo Elías. Fue un tiempo, después me fui- y el hombre averiguó – ¿A qué vas a la ciudad?

-A buscar trabajo, mi vieja está enferma, tengo que cuidarla- mintió y seguidamente arriesgó:

- ¿Por qué se fue del pueblo?

- Cosas de la vida.

- ¿Y usted tiene familia?

- No tengo a nadie, nunca me casé. ¿Sabés lo que pienso? Cuando el ser humano deja la etapa de la infancia siente la necesidad de compañía, de alguien que lo cuide y aferrarse. Yo no sigo esa regla.

Uriel observó las gotas de baba en las comisuras de la boca que se expandían por la barba, al resentimiento que le ardía en el pecho se le inyectó una mezcla de pena y asco que trató de evitar para no distraerse, y examinó el cielo sin estrellas.

La luz del tren de carga empezó a cruzar la ruta. Estacionaron cerca de las vías. La noche se cerraba cada vez más, ambos sabían que en cualquier momento se desataría la tormenta.

-Aprovecho ahora que pasa el pata de fierro y me echo un meo- avisó Ángel.

Caminó lento hasta detrás del camión y cerca de la banquina se bajó el cierre. Regresó con el mismo paso tardío, esforzando un poco el cuerpo deteriorado por las bebidas alcohólicas y la mala comida ingerida durante toda su vida. Subió y comprobó la ausencia del acompañante. Sólo estaba el bolso abierto. Lo sobresaltaron unos golpes en la puerta que terminaba de cerrar. Uriel con pistola en mano lo obligaba a bajar. 

Parados frente a frente el muchacho dijo: -Sí, tengo laburo, choreo camiones a giles como vos- largó una bocanada de aire y luego siguió: - Mi vieja no está enferma, sólo en silla de ruedas desde que un tipo con su coche la llevó por delante conmigo en los brazos, ella me protegió con su cuerpo; el hijo de puta que la atropelló se fugó, igual que vos unos meses antes.

 

La lluvia que se había desatado era intensa, el tren casi no se oía, Uriel tensó todos sus músculos, aferrado al arma como único destino posible; cuando giró la cabeza, las luces del auto del carril contrario llegaron a él iridiscentes y de golpe.