Entre los varios efectos nocivos provocados por el avión ultraderechista que apabulla al planeta figura el de cegar la escucha y sumirnos en el escepticismo. A veces en un grado tan pesado que nos deja impotentes para advertir las fisuras y resquicios por donde lo que se muestra como inexorable deja sin embargo ver sus pies de barro. Dicho de otro modo, también hay buenas noticias. Tal es el caso de la inhabilitación para presentarse a cargos públicos que la justicia brasileña acaba de dictar al expresidente Jair Bolsonaro. 

A este personaje le sobran motivos para estar inhabilitado y mucho más que eso. Pero aquí lo interesante son las razones por las cuales se tomó tal medida, a saber: diseminar mentiras y sospechas infundadas sobre el sistema de comicios brasileño ante embajadores extranjeros. Y más aún: en su dictamen, uno de los jueces calificó los dichos de Bolsonaro como “una narrativa delirante con efectos nefastos para la democracia”. 

Confieso mi sorpresa: a un referente de la ultraderecha se le sanciona por enunciar delirios. Si algo se espera en este mundo es el de ponerle un límite a los delirios de un sector político cuyo discurso ha abandonado por completo el valor referencial del lenguaje. Esto es: no se trata ya del contenido de ficción que todo enunciado carga por estructura. Sino del exabrupto por el cual las palabras ya no refieren al objeto del que se está hablando. Hoy asistimos al fenómeno por el cual los personeros del poder político, judicial y económico pueden decir cualquier infamia sin que sus dichos les reporten mayores consecuencias. Vayan como meros ejemplos: 1) los disparatados argumentos brindados en el juicio y condena a Cristina Fernández de Kirchner quien, por algo, no hace más que destacar el valor de la comprensión de texto y de la comprensión de contexto. 2) La disparatada acusación de Gerardo Morales sobre un supuesto golpe de estado urdido por el gobierno nacional para explicar la brutal represión que lleva a cabo en su provincia.

De esta manera, el actual escenario argentino --en lo que hace al papel de una oposición política secundada por el partido Judicial; la corporación mediática y el poder financiero--, se encuentra sumido en este tóxico verbal que al socavar la capacidad referencial del lenguaje corrompe el discurso y corroe el lazo social. Se habla de tal forma que no se sabe de qué se habla. Confundir, desinformar, difamar, son algunas de las maniobras cuyo objetivo remeda el propósito del jerarca nazi a cargo de la propaganda: “miente; miente que algo queda” (Goebbels). 

Proponemos considerar que este “algo queda” no remite a la efectiva y postrera creencia en alguna disparatada y supuesta verdad, sino antes bien su efecto se traduce en frases tales como: “los políticos son todos lo mismo”; “sálvese quien pueda”; “no se puede creer en nadie”, etc. Todas conclusiones cuyo ulterior resultado no es otro que el aislamiento y el resentimiento. De esta manera, cuando el emisor del mensaje, el otro que escucha y todos los testigos coinciden en la falsedad de una frase (por ejemplo: negar a sabiendas que el otro sabe que el emisor sabe que todos saben que se está mintiendo sin que esto suponga la descalificación del mentiroso), estamos en el terreno de una marcada degradación cultural.

Desde ya, quien saca provecho de esta disolución del lazo social es el Poder real, cuyos logros a expensas del desánimo y el hartazgo de las personas suelen estereotiparse en pautas primarias de relación. Nos guste o no las redes sociales actúan consolidando estilos, hábitos, y códigos. Ejemplos no faltan, por algo se habla de la cultura de la cancelación. Una cultura del odio. Al respecto vale recordar que, tal como refiere Freud, uno de los paradójicos efectos producidos por la cultura --cualquiera esta sea-- es que “yugula el peligroso gusto agresivo del individuo, debilitándolo, desarmándolo, y vigilándolo mediante una instancia situada en su interior, como si fuera una guarnición militar en la ciudad conquistada”, es la “conciencia de culpa” que “se exterioriza como necesidad de castigo”. Es decir, este es el “algo queda” que sume al sujeto en el odio, el resentimiento y la impotencia. Un cóctel incitador de un clima social cuyo ulterior resultado termina en hechos atroces como el intento de magnicidio perpetrado contra CFK.

Nuestra tesis consiste en que la actual pauperización de la capacidad referencial del lenguaje actúa de modo tal que vacía a la cultura de sus recursos sublimatorios --allí donde el sujeto puede tramitar su agresividad en pos del encuentro con el Otro--, para así reducirse a su sola acción sádica y represiva. Se trata de una ingeniería lingüística al servicio de enmascarar la déspota ley del mercado.

El desafío es una construcción política que, por restituir la capacidad referencial del lenguaje, permita restablecer el lugar preponderante que hoy a la Justicia le corresponde: poner un límite a las narrativas delirantes que atentan contra la democracia.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.