“Quiero que la verdad salga”, dice Idalina Gamarra, nacida hace 26 años en Ciudad del Este, Paraguay, del otro lado de la línea telefónica. Habla desde la cárcel de Ezeiza, donde está presa hace un año acusada de matar a su novio. La verdad, la suya, es que ella era producto de la violencia machista y que lo mató en defensa propia. “Sé que no soy Dios para quitarle la vida a nadie... ¿Y si hubiese sido yo? No lo iba a poder contar”, reflexiona en voz alta, dando explicaciones a la verdad a medias que contaron algunos medios de comunicación de su país y que todavía le duele. Mientras la justicia paraguaya pide su extradición para poder juzgarla allá, su defensora pública se opone y pide le otorguen asilo como refugiada en Argentina. Idalina teme por su vida si vuelve a Paraguay, está amenazada por el entorno de su ex pareja. También tiene miedo de que allí no se tenga en cuenta el contexto de violencia machista en el que vivía al momento de juzgarla.
Es la tarde del miércoles 2 de agosto. El teléfono suena en el pabellón 8 de buena conducta de la cárcel de mujeres de Ezeiza. Tras unos pocos timbrazos alguien levanta el tubo y grita: “¡Ida!”
Idalina Gamarra se pone rápido al teléfono, estaba esperando el llamado. De fondo se oye el murmullo de gente, alguna conversación del pabellón. Pero pronto quedará solo su voz, en primer plano tomando toda la atención de la cronista.
Idalina dice que quiere que su nombre aparezca completo en la nota, que quiere dar la cara y contar su verdad. En mayo de 2016 ella pensaba en irse a vivir a España porque no veía cómo salir de la situación de violencia que estaba viviendo. No podía pedir ayuda y Adrián Benítez, su novio, no aceptaba sus intentos de ruptura de la relación. Lo echaba de la casa pero él volvía. Así lo hizo el 9 de mayo de ese año, pero él se quedó a fuerza de amenazas, golpes e insultos. La mañana del 10 de mayo todo volvió a empezar apenas sonó el teléfono celular de ella. Idalina ya no usaba redes sociales porque si le daban “me gusta” en las fotos donde estaba sola, él se enojaba. Siempre le registraba el teléfono.
Cuenta Idalina:
–El me pegó muchísimo esa mañana hasta las 9.30. Lo único que quería era que se fuera. Que se llevara mi celular y cuando se tranquilizara lo habláramos bien. El se molestó muchísimo, me decía: “Vos pensás que te voy a dejar así nomás. Yo primero al que esté con vos lo reviento y a vos te mato, pero vas a ser mía”. Siempre me decía cosas así. O que me iba a dejar una marca. Estuvo dos horas pegándome. Yo trataba de hablar pero no se podía. El no se iba. Quería pelear.
Ese calvario de horas terminó cuando en un forcejeo que se dio en la cocina, él se le vino encima y ella terminó clavándole un cuchillo de tipo “tramontina” en el pecho. “Lo llevamos al hospital con mi tío. Cuando el médico lo miró, me dijo que ya no tenía pulso. Una señora, sin conocerme, me vio en estado de shock, me pagó el taxi y me dijo que me fuera lejos”, dice.
Idalina se vino a la Argentina. Fue detenida diez días después por Interpol en la casa de una tía de Florencio Varela, provincia de Buenos Aires. Todavía tenía marcas de los golpes recibidos. Eso quedó registrado por los peritos forenses. Dice que le duraron cuatro meses las lesiones en sus piernas. Desde entonces está en la cárcel de Ezeiza.
En Paraguay se la acusa de homicidio doloso agravado por el vínculo, que tiene una pena de hasta 25 años. En Argentina, el juzgado federal de Quilmes, a cargo de Luis Armella, debe resolver si le concede la extradición solicitada por ese país. Paralelamente se está pidiendo que se le otorgue carácter de refugiada en Argentina. Su defensora pública oficial en Argentina, Sandra Pesclevi, solicitó que se conforme un equipo de trabajo para intervenir en el proceso. En junio de este año, la Defensoría General de la Nación conformó un equipo compuesto además de Pesclevi, por Silvia Martínez, defensora pública en lo Criminal y Correccional, Juan Hermida, defensor ante los juzgado y Campara nacional de apelaciones en lo criminal y correccional federal y, Raquel Asensio, coordinadora de la Comisión sobre Temáticas de Género de la Defensoría General de la Nación.
Según datos del Ministerio Público de Paraguay, la violencia doméstica o intrafamiliar fue el segundo hecho punible más denunciado en ese país ante el Ministerio Público en 2016. Allí, recién en noviembre del año pasado se sancionó la Ley Nº 5777 “De protección integral a las mujeres, contra toda forma de violencia”.
Mientras en Argentina ya hay pronunciamientos de la Corte Suprema de Justicia y de otros tribunales superiores que consideran casos como el de Idalina como legítima defensa, se desconoce si en Paraguay hay antecedentes de esa jerarquía. Sin embargo, para el equipo que trabaja en la defensa de Idalina, ése no es el eje de la cuestión sino replantear el rol de la justicia al momento de decidir sobre una restitución internacional: “Una práctica local habitual es limitarse a constatar requisitos formales, supuestamente neutrales en términos de género, sin ver cuál es el impacto y las consecuencias que tienen cuando esos mecanismos no consideraron las experiencias de las mujeres. Pedimos a la justicia que no diga que para honrar el compromiso internacional va a limitarse a aplicar el tratado de cooperación judicial porque el Estado también tiene un compromiso con los derechos humanos y hay tratados internacionales de derechos humanos, elevados a rango constitucional, que deberían estar por encima de cualquier obligación de cooperación entre países. Cuando el análisis se supone neutral, y solamente se limitan a tildar el requisito, lo que se está haciendo es omitir las consecuencias que para las mujeres tienen esos tratados porque fueron hechos a las espaldas de sus vivencias”, explica Raquel Ascencio.
“Que la Justicia no sea tan ciega”, apunta Pesclevi.
Además, el equipo pide que el “principio de no devolución” sea interpretado con enfoque de género, explica Analía Cascone, coordinadora de la Comisión de Refugiados de la Defensoría General de la Nación, que asiste a la representación legal en los trámites de asilo. Este principio implica “no devolver a una persona a un país donde su vida correría riesgo. Es una de las principales protecciones que se otorga en el marco del sistema de asilo, pero también existe por fuera y en las normas de extradición se prevé que una persona no sea devuelta si puede ser torturada o si hay pena de muerte”. Ese concepto de tortura debe verse a la luz de la perspectiva de género. Dice Cascone: “Si una persona va a ser devuelta a un país donde va a ser sometida a procesos donde por ser mujer, por su entorno social, o por haber actuado en legítima defensa, su vida va a correr riesgo, eso también hay que evaluarlo”.
Entre los riesgos de ser extraditada a su país, se cuentan las amenazas recibidas de parte del entorno de su ex novio, la condena social por el caso mediatizado con amarillismo y desconociendo su versión de los hechos y la posibilidad de que no tenga un juicio justo si no se evalúa la situación de violencia de la que era víctima.
La historia de violencia de Idalina es casi de manual. Ella la relata desde el principio.
Dice:
–Tuvimos casi dos años de relación juntos. Convivimos cuatro meses. Ahí la relación se desacató totalmente porque había mucha violencia. Era muy frustrante la forma en que él me amenazaba. A mí me temblaban las piernas cuando él me hacía un gesto o una mirada fuerte. Yo no podía articular palabras. Tenía miedo a que me golpee o... me amenazaba de que se iba a hacer daño. El se cortaba las venas, el pecho, tomaba alcohol cuando quería apaciguar una discusión o cada vez que le decía que teníamos que terminar porque nos hacíamos daño. Después de cortarse o pegarme lloraba y me pedía perdón. Y yo lo perdonaba porque lo quería, pero no era un amor sano.
Ella había sido una mujer emprendedora. Madre adolescente, estudió peluquería y tuvo dos locales propios en distintas oportunidades. Pero con él todo cambió. Terminó cerrando su peluquería porque la controlaba y le hacía escenas de celos. “A veces la gente te pregunta, ¿cómo lo permitiste, cómo no lo denunciaste, cómo no pediste ayuda? Es algo muy fuerte, es una sensación de miedo, de pudor. Por un lado me daba vergüenza contarlo. Porque yo crecí en una sociedad machista que dice que al hombre se lo respeta”. Como ella, es habitual que las mujeres tengan vergüenza y se sientan culpables por lo que les está pasando y que eso les impida pedir ayuda. Según el informe “Violencia contra las mujeres en Paraguay: avances y desafíos”, presentado en enero de 2017 por el Ministerio de la Mujer en Paraguay y ONU Mujeres informe, 9 de cada 10 mujeres no denunciaron pues “creyeron que podrían resolverlos sin ayuda”.
“Él creía que podía tomar todas las decisiones por mí –sigue Idalina, en este catálogo de controles a las que estaba sometida–. No le gustaba que hable con personas, que sea social, que vea a mis amigos. Me decía que la mujer no necesita tener amigos. Queriendo imponerme reglas con mi hermano, también sentía celos por él”.
La conversación se detiene de a ratos, mientras Idalina toma fuerzas para seguir el relato. Recordar lo que pasó siempre duele pero quiere hacerlo: “No quisiera que otras mujeres vivieran algo parecido. Parece de novela. Pero es una realidad. Es horrible no poder gritar a los cuatro vientos y decir lo que te está pasando. Lo que más deseo es no volver a mi país porque quisiera empezar una nueva vida con mi hijo aquí si me dan la oportunidad.”
Idalina tiene un hijo de 9 años que vivía con ella en Ciudad del Este y ahora está con el papá. Extraña mucho a su hijo, pero trata de estar bien. En la cárcel se corta el pelo y le corta el pelo a las otras chicas también. Trabaja en la cocina por la mañana y a la tarde cursa la secundaria y también un curso de Sociología y de Derechos Humanos.
“Soy una mujer joven, tengo mucho por vivir y no pueden quitarme las alas de esa manera por algo que hice por defenderme”, pide Idalina, esperando que la escuchen quienes tienen su destino en las manos.