No debe ser tarea fácil recordarse delincuente, sobre todo si en el encierro transformaste tu vida. Waldemar Cubilla se asombra a sí mismo con su historia. Entre pausas y risas (de esas que distienden) evoca su experiencia. Tiene 41 años, diez los pasó en la cárcel. Es vecino del barrio popular La Carcova de José León Suárez. En su adolescencia comenzó a delinquir y terminó en la cárcel a los 18 años, luego de idas y vueltas con la ley. El encierro no lo detuvo. En la misma prisión volvió a cursar el secundario y se recibió de sociólogo y docente. Una vez en libertad fundó una biblioteca popular en su barrio, que hoy en día es un espacio de lectura e identidad popular. Por otra parte, este año es candidato al premio que otorga la Organización Internacional del Libro Infantil y Juvenil, el más importante para este campo de las letras. Una historia de vida que desafía la reincidencia delictiva. Al terminar su condena ya estaba preparado para afrontar su presente: “yo salí en libertad y era docente. Tenía una herramienta de reinserción laboral directa”.

La pregunta de por qué una persona delinque nunca conlleva una respuesta tan simple. El caso de Waldemar y sobre todo lo que él analiza de su propia historia y entorno, es un ejemplo. “Hay fechas importantes en mi vida: el 5 de mayo del ‘82, mi cumpleaños, y después hay otra que tiene que ver con el paso en el que me reconocí delinquiendo. Estaba ‘en una’, y ahí había toda una ceremonia… Sobre lo que está bien o está mal, sobre darle sentido a la idea de justicia. Es muy finita la idea de victimizarse y la apología del delito. Yo lo pongo en palabras con ánimo de que sirva para el debate, no para que caiga en juicios”.

Creció en José León Suarez, donde “como si fuera la Sierra de la Ventana, se ven lomas de basura”. En su vecindad se instala el CEAMSE, la institución gubernamental que recibe y trata los residuos. Hay tres cárceles y alrededor de dos mil personas detenidas. Ese es el paisaje. Hay algo del ecosistema que termina por cambiar las lógicas “morales”. Para Waldemar, “las juventudes de los barrios populares entienden a la justicia no necesariamente como lo que está bien, muchas veces la ley es lo que perjudica, porque se contradice con la cotidianeidad de tu vida. Sabiendo que delinquir contradice al código penal y que acarrea años de prisión, la motivación muchas veces no es racional o legal. Está meditado pero se sustenta en, quizá, una manifestación de querer vivir distinto. Justifica que vos entiendas a la delincuencia como válida, y que la pregones en ciertos casos”.

Tal vez esta historia de vida contribuya a entender las problemáticas de la delincuencia y la cárcel, de la educación y las identidades. La característica urgente y básica de la necesidad pareciera ser excluyente de toda subjetividad. ¿Cómo se asume el que delinque? ¿Cómo salir de esa lógica personal y colectiva? En el caso de Waldemar, fue la educación: “En mi adolescencia la escuela siempre fue un lugar propio. Yo hice la primaria en la del barrio, y de muy chico tenía conciencia de la lectura. Nunca la abandoné”. A sus 18 años entró a una cárcel de máxima seguridad y al mismo tiempo había pasado al último año de secundaria. Es allí cuando la pregunta por la identidad comenzó a resurgir: “¿Cómo demostrar que uno es buena gente? Me tocaron estos hábitos, estoy en este ecosistema, y no necesariamente soy una amenaza. Es cultural, uno cuando crece en un barrio popular cree que es parte de una identidad, y muchas veces, esa es la dificultad. Quedas en esa lógica, que lamentablemente reside en la cárcel, en los basurales, en que la única posibilidad de trabajo también es clandestina, no pudiendo poner tu dirección en tu currículum a la hora de buscar trabajo. El esfuerzo en la actualidad es cómo construir enlaces institucionales más cercanos”.

Cada vez que se acuerda de su punto de inflexión, Waldemar suspira como si liberase las propias huellas del recuerdo. En su caso, la salida de la marginalidad fue a través de las palabras que le permitieron reescribir su vida. “La pregunta de cómo sobrevivir a la cárcel siempre estuvo ligada con la práctica educativa. Mi cotidianidad en el encierro tenía que ver con la búsqueda de la lectura.” En la cárcel no les ofrecían estudiar, pero tampoco se negaban si los presos lo pedían: “el servicio penitenciario no se espanta si una persona hace una huelga de hambre porque quiere ir a la escuela. Es súper legítimo. El poder judicial también”.

Pasó por varias unidades penitenciarias, en todas se organizó con grupos de presos. En la número 48 no había escuelas ni bibliotecas, era una cárcel nueva. Ellos organizaron todo desde cero, la diferencia es que en las unidades anteriores algunos habían estudiado y terminado el secundario. Así fue como un grupo decidió reclamar por los estudios de grado. La Universidad de San Martín se hizo cargo de sus demandas, primero como una política de extensión universitaria, luego un convenio con la universidad con pabellón propio. Lo que comenzó como una iniciativa de los presos, terminó en nuevos proyectos del Estado. De hecho, hoy en día el Centro Universitario de la Unidad 48 es el más grande dentro de las cárceles en Argentina. El año pasado en el marco del programa Más Inclusión, Menos Reincidencia, el gobernador de la provincia, Axel Kicillof, inauguró el módulo educativo bajo la premisa “las mejoras en las condiciones de encierro y las políticas de inclusión son fundamentales para bajar la reincidencia en el delito”.

“Nosotros alfabetizábamos en la cárcel a nuestros propios compañeros, esa fue la primera vez que yo me vi docente”. La libertad trae la disyuntiva de volver a la delincuencia o tratar de reinsertarse. Al salir de la cárcel, se integró en un equipo de investigación de la misma Universidad en la que estudió, ejerció la docencia y fundó la biblioteca popular La Carcova. “La pregunta era: si armamos una biblioteca en la cárcel, ¿qué pasaría si armamos una biblioteca en nuestro barrio?” Desde hace once años el espacio constituye una referencia educativa para José León Suarez. Están preparando también un anfiteatro y un centro de infancias. “El 22 de abril de este año hicieron la fiesta del libro, que para el barrio era ‘la clande’ del libro. En la biblioteca diariamente pasan 200 personas y hay mucha circulación.” A su vez tienen proyectos de trabajo en conjunto con el CEAMSE. Bajo el lema “lectura, educación y trabajo”, funcionan como un puente entre el Estado y los barrios populares.

Con respecto a la delincuencia y las vulnerabilidades que sufren hoy en día algunas juventudes, Waldemar considera que “la lucha contra el narcotráfico debería ser una lucha por la promoción de la lectura”; lo piensa como un conflicto social con salida cultural. “Hay muchas armas circulando, estamos bajo un proceso de reconstrucción de la legitimidad de la violencia, esa es la pregunta en algunos ámbitos. Cómo construir principios de justicia a favor de la comunidad, cómo hacer circular otras cosas. Nosotros aportamos a esa causa desde el acceso al libro, construyendo ámbitos de calidad para las niñeces. Es una forma de ampliar la cancha. No es solo un tema del Ministerio de Salud o de Educación, es repensar el Estado y hasta la ciudad y el paisaje”. Y agrega, “la tarea nuestra es constituir un paisaje alternativo, con ‘derecho al equívoco’ o más bien ‘derecho a la resignificación’”.

Quizás la frase “dato mata relato”, se pueda cambiar por “historia mata discurso”. A la hora de pensar estas problemáticas urbanas, este testimonio arroja una visión alternativa. Waldemar concluye entonando las palabras de Mercedes Sosa: “Gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado el sonido y el abecedario” y sonriendo, continúa trabajando con una biblioteca de fondo.