Lucas González fue asesinado en la mañana del 17 de noviembre de 2021 en el barrio porteño de Barracas. Los oficiales de brigada de la Policía porteña, Gabriel Isassi, Fabián López y Juan José Nieva, enfrentan en el juicio una posible pena de prisión perpetua imputados por su asesinato, pero también por la tentativa de homicidio de otros tres chicos que entonces tenían 17 años: Julián Salas, Joaquín Zuñiga y Niven Huanca, los amigos de Lucas que ese día volvían de entrenar con él, que sobrevivieron a la balacera policial y que pasaron 24 horas detenidos.

A poco más de un año y medio de ese día, Julián y Joaquín recibieron a Página/12 en la casa de los Zuñiga de Florencio Varela, el barrio del que también era Lucas. Recuerdan el día en que sus vidas cambiaron para siempre y dicen que extrañan jugar a la pelota con su amigo. Mientras aguardan la sentencia, aseguran que los 14 policías que enfrentan el juicio por el crimen y su posterior encubrimiento eran una "mafia" y piden una "condena justa" como precedente "para que no haya ningún Lucas más".

Las fotos de un amigo

El sol invernal de Varela entra por las ventanas de la casa de los Zuñiga. Joaquín, hijo mayor de la familia, le ofrece un vaso de gaseosa a su amigo Julián. Por estos días juegan juntos en Argentino de Quilmes, pero esta vez no les tocó entrenar y se sientan alrededor de la mesa de la cocina. Frente a ellos, sobre un estante, un portarretratos sobresale hacia el borde, como si lo hubieran puesto así a propósito, destacado. La imagen muestra a dos chicos en una cancha de fútbol. Uno es el propio Joaquín, el otro es Lucas González. "No hay un día en que no mire la foto que tenemos juntos, o que no me ponga a escuchar los audios con la voz de él. Es mi rutina de todas las noches porque lo extraño un montón", dice Joaquín.

A Lucas lo conoció de chico, en las infantiles de Racing. Aunque los dos vivían en Varela, no volvió a verlo hasta que coincidieron en una clase de una profesora particular del barrio. "Nos habíamos llevado materias los dos", se sonríe el chico de 19 años y recuerda que allí se afianzó la amistad. Ahora tiene el nombre de Lucas tatuado en un brazo y la foto del portarretratos: la lleva a los lugares que considera importantes. El día en que tuvo que sentarse frente a un tribunal para contar su historia, Joaquín apoyó la imagen frente a los jueces.

"Yo a Lucas lo conocí en el jardín. Después fuimos al mismo colegio, yo a la tarde y él a la mañana. Y siempre jugábamos en contra, nunca habíamos podido estar en el mismo equipo. Esta era la primera vez que íbamos los tres y justamente veníamos hablando de que lo que más queríamos era jugar compartiendo una cancha en el mismo equipo". El que toma la palabra es Julián, también de 19 años. Se refiere a ese 17 de noviembre, la mañana en que pasó a buscar a sus dos amigos por la puerta de un supermercado para ir a Barracas. Era la primera vez que manejaba hasta Capital desde el momento en que sacó su registro.

Hay otra foto que es importante para ellos. Están los tres en el Predio Cacho de Barracas y la tienen impresa en una de las remeras que suelen llevar a las marchas, entrevistas televisivas o audiencias judiciales. La tomó Niven, el otro sobreviviente que ya no vive en Buenos Aires, al finalizar el entrenamiento de ese día en el que les confirmaron que iban a jugar juntos en las inferiores de Barracas. Después los chicos le ofrecieron a Niven acercarlo hasta Avellaneda, donde vivía, y subieron a la Surán. Julián arrancó y, poco más adelante, en Iriarte y Luna, Lucas bajó a comprar unos jugos. A pocos metros, el Nissan Tiida de la Brigada N°6 ya estaba esperando que reiniciaran la marcha.

"Pasó todo en cinco segundos. Nos estábamos riendo y pasó todo", recuerda Julián. Eran las 9.40 de la mañana, esquina de Iriarte y Vélez Sarsfield. "Cuando estoy llegando al semáforo se me empieza a cruzar un auto y le toco bocina porque pensé que estaba distraído con el teléfono. Ahí es cuando se frenan del todo, adelante nuestro, y veo al conductor que baja ya con el arma. Lo primero que hice fue intentar salir porque pensé que nos estaban robando", agrega y repite, otra vez, que los agentes de civil no se identificaron en ningún momento.

"Yo estaba con el celular, le estaba contando a mi mamá que había quedado en el club. Cuando empiezo a ver algo raro levanto la cabeza, veo el arma apuntándome y ahí me agacho. Me acuerdo cómo pegaban los disparos y caían los vidrios", dice Joaquín, que viajaba detrás de Julián. Los tres policías dispararon. A Lucas, que estaba en el asiento del acompañante, lo alcanzaron dos balas. Una le surcó la mejilla, la otra entró por la frente.

"Las pavadas que decía", responde de inmediato Joaquín cuando se le pregunta que es lo que más extraña de Lucas. "Cuando estábamos hablando de algo serio él saltaba con una boludez y te cambiaba el ánimo al toque. También era muy compañero, él me pasó el flyer de la prueba de Barracas y me puso 'te espero'. Extraño jugar a la pelota con él y que, cuando estabas mal, ponías un estado cualquiera en Whatsapp y te los respondía para saber", continúa. Mientras Joaquín habla, Julián, en silencio, busca algo en su celular. Luego avisa que lo encontró. Es el grupo de Whatsapp que Lucas había creado para coordinar el viaje a Barracas. Allí todavía hay mensajes, audios, fotos. Ninguno de los dos eligió borrarlo.

Sobrevivir

Pensaron que les robaban y Julián pegó el volantazo. Huyeron de los disparos por Luzuriaga, por eso sobrevivieron. Los dos afirman que uno de los policías siguió tirándoles de atrás. Julián lo vio por el espejo retrovisor. Dice que entró en shock por unos momentos y que sólo volvió en sí cuando escuchó los gritos de Joaquín: "Lo mataron a Lucas". Después, Niven pudo escapar corriendo hacia su casa. Más tarde se presentaría en una comisaría junto a su madre, por su propia voluntad y quedaría detenido junto a los chicos. Joaquín bajó a pedir ayuda. Recuerda que se cruzó a una camioneta que no le hizo caso.

"Cuando bajé llamé a mi papá y a mi mamá. Corté el teléfono y me puse solo contra la reja porque quería contarles a los policías que nos habían robado", recuerda Julián. En Alvarado y Perdriel, los dos encontraron lo que creían que podía salvarlos: policías. Fueron, primero, dos mujeres: Micaela Fariña y Lorena Miño, para quienes la Cámara de Apelaciones dictó la falta de mérito y hoy no enfrentan el juicio. Entonces llegaron patrulleros y motos, y unos momentos después ya estaban en el piso, esposados, boca abajo.

"Todos nos preguntaban qué estábamos haciendo, dónde teníamos el arma o las drogas. Yo les decía que miraran la mochila con los botines y la carpeta, porque de ahí me iba al colegio, y no me creían. Me decían que era un negro de mierda y un villero por ser de Varela. Venían todo el tiempo y te gritaban al oído", asegura Joaquín, que en el juicio señaló al oficial Sebastián Baidón como uno de los responsables de esos gritos, por los que la querella y la fiscalía le imputaron el delito de torturas pidiendo 30 y 17 años de prisión, respectivamente.

Esa mañana no conocían los nombres del oficial Isassi, ni del oficial Facundo Torres, ni del subcomisario Roberto Inca, los tres señalados por la versión del "quebrado" principal Héctor Cuevas como los responsables de plantar el arma de juguete en la Surán para instalar la versión del "enfrentamiento armado". Tampoco sabían que ese día bajaría al lugar la plana mayor de la Comuna N°4: comisarios y subcomisarios de brigadas y de comisarías. Ni se imaginaban que, un año y medio después, un tribunal oral mandaría a investigar la posible responsabilidad del jefe de la Policía porteña, Gabriel Berard, en la trama de encubrimiento. Sin embargo, sí entendieron que algo extraño ocurría

"Me acuerdo que cuando estaba en el piso alguien gritó 'nadie filma, nadie saca fotos' y por dentro yo decía algo raro está pasando. Y después, cuando mi papá nos cuenta que a nosotros nos tiró la policía, me cerró que nos habían puesto un arma de juguete", dice Joaquín. En el juicio, el grito de "nadie filma, nadie saca fotos" se le adjudicó el comisario Rodolfo Ozán, quien aseguró que lo hizo para evitar la circulación de imágenes morbosas. Sumando el tiempo la calle, en un patrullero y en el ex Instituto Inchausti donde pasaron la noche, los chicos estuvieron detenidos 24 horas.

Cuando se les pregunta por qué creen que los policías hicieron lo que hicieron, Joaquín toma la palabra y no duda en responder: "Es una mafia: alguien hizo las cosas mal y se tenían que cubrir entre ellos", sostiene.

"Condena justa"

Julián y Joaquín siguen como pueden el juicio en el que son querellantes. Estuvieron presentes en las primeras jornadas, en el alegato de su abogado Gregorio Dalbón y estarán en la sentencia que se espera para el 11 de julio. El resto de las audiencias las siguen por Zoom o preguntan a sus padres sobre las novedades. La jornada en la que el principal Cuevas habló, los dos estaban observando desde sus casas. 

"La estábamos viendo con mi papá y empezamos a ver que decía todo y cómo se quebraba y no podíamos creer", asegura Julián. "Cuando habló Cuevas no podía parar de llorar. Creo que ese día liberé todo lo que tenía guardado desde que pasó. Ahí largué todo. Era fija que habían plantado el arma, pero faltaba ese detalle y escucharlo de la boca de ellos... lloraba de la emoción porque sentía que era un gran paso que habíamos dado", agrega Joaquín.

Hacia el futuro todavía confían en el fútbol. Las peripecias del camino son complejas: los dos narran recorridos de un club a otro, de ir y venir, de fichar o quedar libre, siempre con la esperanza de llegar. Si eso no ocurre, piensan en algo vinculado a la misma actividad, como la preparación física o la kinesiología. Joaquín trabaja el trauma en terapia, y sabe que lo que depare el futuro siempre estará acompañado en el recuerdo por la ausencia de un amigo: "Todos los días pienso qué pasaría si Lucas estuviera acá", asegura. Mientras tanto los guía un objetivo claro: buscar justicia por Lucas. 

"Lo que más queremos es que sea una condena justa. Siempre dijimos que a Lucas no nos lo va a devolver nadie y lo único que queremos es que paguen lo que tengan que pagar", sostiene Julián. Para Joaquín, ese objetivo es hoy "lo más importante de mi vida" y afirma que, pese a que el proceso es "duro y chocante", trata de no vivirlo como un peso sino como "un gran paso para que Lucas pueda tener justicia". "Nosotros ya perdimos. Perdimos a una persona muy importante y eso ya no lo tenemos por más que tengamos justicia, pero queremos que sirva para que sea un precedente y que no haya ningún Lucas más, ningún pibe que muera injustamente", señala.

Canchas y murales

A doce cuadras de la casa de los Zuñiga está el club Marconi en un escenario típico de la zona sur del conurbano bonaerense: en una manzana, tres canchas de fútbol. Son la del Marconi, la del Medalla Milagrosa y un potrero. A Joaquín se le ocurre ir al club porque es el lugar en el que compartía picados con Lucas.

Florencio Varela está atravesado por la presencia de Lucas González. Frente al club, Ricardo y Javier, los padres de Joaquín y Julián, recuerdan cómo el barrio se movilizó tras el asesinato del chico. Primero a las puertas del Hospital el Cruce, donde Lucas finalmente falleció. Luego a la casa de Héctor y Cintia, sus papás, para brindarles apoyo. Lo mismo hicieron el primer día del juicio y eso harán cuando se conozca la sentencia.

Ese apoyo también está en las paredes del barrio. El rostro de Lucas --como el de Luciano Arruga, Dario y Maxi, Carlos Fuentealba y otras víctimas de la violencia policial-- ya se transformó en mural. Hay uno cerca de su casa, otro en la escuela nocturna a la que asistía y otro en el Club San Pedro en el que empezó a jugar. En todos los casos lo retratan con una pelota, una camiseta o una bandera de fútbol.

Alegatos de la defensa

El juicio por el crimen de Lucas González y su posterior encubrimiento continuará este martes con el alegato de la defensa de Isassi, López y Nieva, los tres policías imputados por el homicidio agravado del chico de 17 años. La exposición estará encabezada por su defensor, Fernando Soto, que deberá responder a los alegatos de la querella y de la fiscalía, que ya pidieron la pena de prisión perpetua para los tres agentes acusados en calidad de coautores del crimen.

En sus escuetas declaraciones indagatorias de la primera audiencia del juicio, Isassi, López y Nieva aseguraron haber actuado en "legítima defensa" y "en cumplimiento del deber". Aunque en el juicio no refirieron nada más que eso, en sus declaraciones de la etapa de instrucción sí habían dejado entrever que los tres accionaron sus armas para "repeler" una supuesta embestida de la Surán en la que viajaban los chicos. Los planteos, preguntas y pedidos de la defensa durante el juicio se orientaron hacia el mismo lugar, aunque resta ver cómo encara Soto su alegato.

La última audiencia del debate será el próximo jueves, cuando alegue la defensa del oficial Baidón, al que la querella y la fiscalía le imputaron el delito de torturas por los gritos racistas que le atribuyen en el marco de la detención de los amigos de Lucas. Para él, la querella pidió 30 años de prisión, mientras que el fiscal Guillermo Pérez de la Fuente solicitó 17. Todos los abogados del resto de los acusados pidieron la absolución de sus defendidos.

La querella, en tanto, pidió 20 años para los otros imputados por el encubrimiento del crimen y la detención ilegal de los chicos, excepto para Cuevas, para el que pidió tres años y seis meses. La fiscalía, por su parte, solicitó 11 años para los comisarios y subcomisarios: el comisario inspector de la Comuna N°4, Daniel Santana, el comisario de brigadas Juan Romero, el comisario de la 4A, Rodolfo Ozán, el comisario de la 4D, Fabián Du Santos, el subcomisario de brigadas, Roberto Inca y el subcomisario de la 4D, Ramón Chocobar.

La escala fue menor para los oficiales. En el caso de Jonathan Martínez y Ángel Arévalos, el fiscal pidió seis años, mientras que fueron cinco para Daniel Espinosa, el agente que fue de consigna en la ambulancia en que trasladaron a Lucas. Para el principal Cuevas pidió cuatro años. Si se cumple el cronograma estipulado hasta la fecha, la sentencia se conocerá el martes 11 de julio, fecha en que los imputados también tendrán la oportunidad de decir sus últimas palabras antes de la lectura.