Ella ya lo tenía en mente en marzo, cuando fue a declarar a Comodoro Py cumpliendo con una citación del juez Claudio Bonadio, y ocupó el centro de la escena política gracias a la inercia de la persecución de la que es objeto. Aquel fue su regreso, llamó a sus simpatizantes a acompañarla, y desde entonces fueron miles siempre adonde ella fuera. En ese contexto se abrió paso su candidatura, no sólo atravesando los avatares de un evidente acoso judicial, sino en medio de la implosión de lo que alguna vez llamamos kirchnerismo y que habrá que pensar de nuevo, en otra constelación de fuerzas, nuevos nombres y nuevos equilibrios que lo integren.
Ella ya lo tenía en mente antes, a la luz de cómo fueron desarrollándose las cosas. Lo tenía en mente cuando se despidió, el 9 de diciembre de 2015, ante una plaza apretadísima de ciudadanos organizados y sueltos, que habían ido a agradecerle sus dos gobiernos. Aquel día advirtió que cada ciudadano iba a tener que articularse con el de al lado para soportar lo que sobrevendría.
Aquel discurso fue una pieza de una mordacidad memorable: “Tengamos mucha fe en que seguramente van a poder hacer las cosas porque lo tienen todo a favor, mucho mejor de lo que hemos hecho nosotros. Pero además espero que todos los argentinos puedan gozar de las conquistas sociales, del progreso económico, de los logros que han tenido los trabajadores, los comerciantes, los empresarios, los intelectuales, los artistas, los científicos en esta Argentina, en donde en el último trimestre hemos llegado al 5,4 por ciento de desocupación, batiendo record histórico. Aspiro que además de muchas más escuelas, que además de más hospitales, que además de más facultades, más estudiantes, más laboratorios, más vacunas, más aumentos, más jubilaciones, más paritarias, más fábricas, más comercios, más empresas, aspiro que además de todo eso tengan la misma libertad de expresión, que han tenido como nunca en estos doce años y medio”.
Dijo que serían los ciudadanos los que tendrían que organizarse para defender cada avasallamiento, adelantándose a la decepción que fueron las traiciones y las negociaciones agachadas con el oficialismo de algunos bloques presuntamente opositores.
Dijo que eso era el empoderamiento: la toma de las protestas en las manos de las bases, porque ya sabía que no habría liderazgos a la altura de la ferocidad de los ajustes, de los carpetazos, de los aprietes, de las presiones. Y en estos dos años, efectivamente, muchos sectores afectados directamente por las políticas macristas se sintieron huérfanos de representación. No hubo dique político para la angurria de las corporaciones. No hubo dique político para la creciente violencia institucional, que nos hizo llegar a estas elecciones con varios presos políticos y un desaparecido del que gobierno no se hace cargo. No existió el verdadero coraje, palabra con la que el régimen macrista, como antes Menem y antes la Alianza, designan la toma de decisiones antipopulares. Y entre más citaciones, más persecución y linchamiento mediático, su nombre fue volviendo.
En Comodoro Py había hablado de un Frente Ciudadano. “Tengo una idea”, dijo ese día, y habló de organización popular, habló, como en diciembre de 2015, de tomar las banderas y organizarse, con o sin dirigentes a la cabeza. Los tarifazos ya causaban estupor, y ya había habido lágrimas, despidos, pago a los buitres, recortes de derechos, balas de goma, demasiados frentes de vulneración, demasiados abusos y desechos institucionales que ningún liderazgo más que el de ella recogía.
Finalmente fue Unidad Ciudadana la nueva herramienta que permitiría saltar por sobre la vieja instancia de lo k y lo antik, y también la coagulación de acción política entre amplios sectores provenientes del peronismo, de otras extracciones políticas y de nuevas organizaciones vecinales o barriales nacidas al frío de la tijera del ajuste.
Durante la campaña, y al frente de esa nueva herramienta, Cristina se bifurcó. Por las redes, como desde que dejó el gobierno, hizo públicas sus opiniones sobre una larga lista de temas, pero en ninguna de sus apariciones reapareció el tornado que ella es a veces hablando. Durante la campaña escuchó. Fue a un montón de lugares a escuchar. Redujo el sentido común del votante al que se dirigía a una sola pregunta de cuya respuesta derivaba la “defensa propia”: “¿Estás mejor o peor que antes?”.
Esas recorridas, ha dicho, la impactaron. Sentada en círculo en fábricas, en escuelas, en comedores, o parada en escenarios, escuchó historias de sueños truncados. De emprendimientos interrumpidos, de angustia y de miedo por el futuro. Fue su propia campaña, con ella al costado y la gente común y corriente narrando sus penurias cotidianas, la que en un segundo movimiento electoral visibilizó ese volumen de dolor popular ocultado sistemáticamente por los medios.
La procesión le debe haber ido por dentro, porque la Cristina que vuelve lo hace sabiendo que debe nadar en un andarivel estrecho, porque este país ya no es el de 2015, es un polvorín de dolor y decepción, de nuevo desencanto, de indignación y pérdida de dignidad, de represión y de insinuación de mucha más represión. Es la política, pero la de masas, la única que podría interponerse para pararle la mano a Macri.
Cristina se ha reinventado. Probablemente en octubre será nuevamente senadora, pero lo será en un nuevo mapa político que ha dejado expuestas fracturas irreversibles y debilidades de la antigua construcción. Hoy el tono es más bajo, porque no está ella en el centro de la escena, sino los que le piden que haga algo por ellos. El giro es audaz, el daño ya provocado es desolador, el poder fáctico en el gobierno es demencialmente grande. El capital político de Cristina es ahora ser la dirigente de este país que más clara y rotundamente ha demostrado ser capaz de mantener peleas que parecen imposibles, sostenida sólo en su carácter de representante de los sectores más débiles. Ella se muestra dispuesta a volver a empezar.