Anoche cogí con mi ex.
Volví del médico y le mandé un mensaje:
–Necesito verte.
–No puedo– respondió.
–¿Qué tenés que hacer? Me cago en la mierda.
–Salgo de trabajar y voy.
Era importante, lo supo porque yo no digo malas palabras.
Que bobina. La repunta del sauce verde. Me cacho en diez. Y mi favorita: la recalcada cosa de la lora.
Una vez casi choco y le grité al del otro auto "andate a la cosa de tu hermana, bobi". Todavía escucho las carcajadas del tipo.
Cuando me toqué la teta y sentí algo raro pensé que era un ganglio. A la semana eso seguía ahí pero no era un ganglio, era un bulto. Completamente ajeno a mí. No pidió permiso. No se adaptó. No dijo claro, si si, por supuesto, ya lo hago. No sonrió, se quedó callado y aceptó. Ese bulto no tenía nada que ver conmigo.
Cuando le conté a mi novio lo que pasaba, vi amor en el miedo que le llenó de lágrimas la mirada. No quería eso. No quería comprensión ni compasión. No quería hacer el amor. Solo quería coger. Por eso llamé a mi ex.
Dale, forro. Más fuerte, la concha de tu hermana.
QUIERO VIVIR, LA REPUTISIMA MADRE QUE ME RE MIL PARIÓ.
Quimioterapia. Dejé de escuchar todo lo que vino después de que mi doctora dijera esa palabra. Calculaba cuánto tiempo me llevaría, si mi mamá podría venir a acompañarme, cómo iba a hacer con el trabajo, si Marcos lloraría otra vez cuando le contara.
Salí con las sesiones agendadas, una cada semana durante un mes y medio, y mandé un mensaje al grupo de la familia que hubiera provocado una pelea con mi hermana, si no fuera por la impunidad que me dio el cáncer para decir lo que quiero como puedo.
“¡Buen día, familia! Arranco el viernes con la quimio, avísame ma si podés venir. A la tardecita seguro volvés al pueblo, los gastos corren por mi cuenta. No me llamen, sigo sin querer hablar de esto. Besos”.
Marcos lloró y se fue, no sé adónde, necesitaba espacio y dejar de sentir mi mirada juzgadora, dijo. No se ofreció a acompañarme el viernes y tampoco se lo pedí.
Yo también me fui, aparecí en lo de mi ex.
–Siempre dijiste que no creías en las segundas vueltas. Y acá estás.
Abrió la puerta sonriendo, otra vez no le dije nada. Lo desnudé, me desnudé. Me tiró del pelo mientras le decía hijo de mil putas. No pude acabar, solo pensaba en que eso iba a ser un problema en unas semanas.
Cada viernes era peor que el anterior. Usaba la poca fuerza que me quedaba para no llorar delante de mi mamá. Ya no podía lavarme la cabeza sola: la vía que me pusieron en el pecho en la primera sesión y que me iba a acompañar hasta el final no me dejaba levantar el brazo derecho. Escuché el sollozo reprimido de mi vieja cuando se le quedó en las manos el primer mechón de mi pelo. Lo disimuló rápido, aunque no lo suficiente. Sabía que ella también hacía fuerza para no llorar delante mío, y que se guardaba las ganas para los miércoles en que se iba a lo de mi hermana o volvía al pueblo. Mi viejo no disimulaba, no podía hablarme sin llorar. Me abrazaba fuerte como si no quisiera que me escape, aunque yo no lo estaba haciendo. Mis hermanos no venían a casa, me recomendaron no estar cerca de niños menores de 4 años por una droga experimental que me estaban pasando y todos mis sobrinos andaban por ahí. Excepto el mayor, que con sus 18 y la guitarra me acompañaba algunas tardes en las que podía sentarme en el balcón. A veces las tardes se hacían noche y yo sospechaba que el amor de sobrino se mezclaba con el mandato de mi hermano, su padre, que nunca me pudo decir que me quiere en voz alta, pero se preocupaba porque no durmiera sola cuando nuestra mamá ya no podía hacer de mamá.
No vi más a mi ex, la quimio me metía montones de medicamentos en el cuerpo y se llevaba el cáncer, mi pelo, mis pestañas, mis cejas y mi lívido. Un poco más cada vez. No sabía si el tratamiento iba a funcionar, pero confiaba, al menos todo lo que era mío ya había desaparecido. A la tercera sesión me rapé. Saqué todos los espejos, pero no podía dejar de mirarme en el ascensor, en el reflejo de la ventana, en cada auto al que me subía.
Marcos se fue de casa apenas pudo, fue un jueves me acuerdo. Me dijo que no me preocupara por el alquiler, que él iba a seguir pagando su parte pero que no podía con esto. Quería una familia, que viajemos, y no una mujer enferma que quizás se muriera, o peor aún, que no pudiera tener hijos. Nunca habíamos hablado de la casa, los nenes, el perro. Pero nos conocíamos lo suficiente, pensaba yo, para que él supiera que yo sí había previsto eso. Y aunque no quisiera tener hijos por el momento, lo que sí quería era elegir. Había congelado óvulos. Los que pude. Los que compraron todos mis ahorros. No se lo dije cuando lo decidí, mientras me hacían una punción, programaba mis sesiones, le pedía al idiota de mi jefe que me diera una mano, y lidiaba con toda la mierda que aparece cuando dejas de ayudar porque necesitas ayuda. Tampoco se lo dije en ese momento, en el que él se estaba yendo como si no lo hubiera hecho la tarde que le dije que estaba enferma.
Lo dejé ir sin llorar, porque de todas las cosas que estaba perdiendo por el cáncer, él era la menos mía.