Muchas veces pensé hacer una fogata con todo lo que dibujé y pinté desde mis siete años: sería una buena idea, pero me desanimó el trabajo que podría darme, pues destruir también lleva tiempo y suciedad. Nada más ávido de polvo que un papel; además, pensé que el tiempo, que todo lo desfigura tan hábilmente, no sé con qué implacable piedad mejora algunos objetos, a veces horribles: una estatua, un reloj, un cuadro, un sillón que termina por parecer enamorado de otro, el frente incongruente de una casa, un libro. Se me antojó que no solo los seres humanos o los animales sobrenaturales, un alma, un cuerpo son capaces de evolucionar extrañamente, ya que toda evolución es interesante y no puede evitarse a menos de caer en otras desdichas. Pienso que los pintores tienen ventajas sobre los escritores, y por eso recuerdo con nostalgia a veces las épocas en que pensaba ser pintora con la ilusión que me inspiró mi madre, que tan sinceramente me felicitaba por cualquier garabato.

-Pinté una italiana preciosa- le anuncié un día.

Era la mujer de un jardinero de San Isidro. Me parecía preciosa.

Llevé a mi madre a la casa de la italiana, en el bajo de San Isidro, para que apreciara el parecido entre el retrato y la modelo. Al mirar consternada el retrato, la mujer exclamó:

-Soy fea, ma no tanto. Y esta pelusa en la cara que no tengo.

-Es la sombra- dije casi en secreto.

Tal vez me entristecía. Mi madre, que no me felicitó, le dijo:

-Cuanto más bonita, más difícil de retratar. Ella todavía no sabe, es muy chica.

Cuánto me dolió ese “no saber” dicho por la persona que me admiraba. Fue una primera desilusión. Fueron tantas que no puedo enumerarlas. La que mejor recuerdo se refiere a un retrato de perfil de mi hermana Victoria. Posó. Me hizo ese gran honor. Trataba de pensar en Nefertiti, que tanto me gustaba, pero no me salían bien el cuello y los ojos. No lo terminaba. Ella me hizo una pregunta, impaciente. Dije “Sí” antes de terminar el dibujo. No lo miró. Con dificultad, lo coloqué en un marco. Se lo regalé. Cuando lo miró, sentí que miraba para otro lado. Durante días y días esperé ver el retrato colgado en su cuarto o siquiera en un pasillo. Me transformé en detective. Un día, después de mucho tiempo, detrás de un armario del cuarto de baño, que parecía un dormitorio, lo encontré. Lo llevé a escondidas a mi cuarto. Nadie lo reclamaba y ¿a quién podía pedirle que me lo devolviera? Ya era un retrato invisible. Lo rompí. ¿Si no lo hubiera roto? A veces pienso quién sabe lo bonito que hoy sería. ¿Acaso Victoria no había hecho sacar las palmeras, los coquitos, las grandes hojas con espinas del jardín y las dos mujeres de bronce con coronas de luces que iluminaban la noche sobre los escalones de la entrada suntuosa de la casa? Y aquel cuadro con armas de cazadores, sobre la chimenea impávida del comedor, aquel cuadro que me hacía pensar en mi próximo perro. 

Este texto de Silvina Ocampo pertenece al libro El dibujo del tiempo, donde se reúnen textos autobiográficos y ensayísticos muchos de ellos inéditos. A 120 años del nacimiento de la autora y 30 de su muerte, Lumen relanza su obra en once volúmenes que se publican en forma simultánea: Autobiografía de Irene, Las invitadas, La furia, Ejércitos de la oscuridad, La torre sin fin, Las repeticiones, Los días de la noche, Invenciones del recuerdo, La promesa, Cornelia frente al espejo y El dibujo del tiempo.