De visita en Buenos Aires, el escritor y periodista mexicano Juan Villoro -autor de novelas, cuentos, obras teatrales y ensayos- realizó dos actividades: presentó en el Centro Cultural Borges El imperio perdido, de José María Pérez Gay (escritor, traductor, académico y diplomático), reeditado a diez años de su fallecimiento; y, en la Librería del Fondo, en conversación con Graciela Speranza, un nuevo libro propio: La figura del mundo, donde recupera a través del recuerdo y del documento histórico y literario, la vida y trayectoria profesional y política de su padre, el filósofo Luis Villoro. A los episodios y detalles de las vivencias, del recuerdo personal y familiar (su padre había nacido en España) se le van sumando, complementariamente, múltiples referencias de libros propios y ajenos, de acontecimientos políticos y discusiones ideológicas en lo que es la historia de la segunda mitad del siglo en México, incluyendo la irrupción, hacia mediados de la década de 1990, del zapatismo, del que Luis Villoro fue un referente y notable integrante del movimiento. El texto se convierte, así, en la reconstrucción y la valoración de una vida, y sus múltiples lazos y proyecciones, y las miradas y recuerdos y reconstrucciones que se le devuelven, por medio de la literatura, en una narración poliédrica que combina y articula, eficaz y atractivamente, periodismo y ensayo, narración, rememoración y autobiografía.

El siguiente diálogo trata sobre estos dos libros, y se amplía hacia varios temas más.

Juan, en La figura del mundo, en el prólogo, mencionás De perfil, de José Agustín, y decís “la vida mejora por escrito”. ¿Cuánto, cómo?

-Ese libro representó una transfiguración para mí y me regaló una vocación. Tenía quince años y estaba en las vacaciones previas al bachillerato. Mi vida carecía de rumbo y de pronto un amigo me dio ese libro que trata, precisamente, de un adolescente en las vacaciones previas al bachillerato y que vive en un barrio muy parecido al mío. Descubrí que la literatura podía incluir a alguien con una vida tan incierta como la mía y que, si esa vida se narraba con humor e inteligencia, podía llevarme a algo que no consideraba posible: que la experiencia de vivir a diario valiera la pena. Mis días sin brújula adquirieron rumbo.

En ese prólogo, escrito al estarse cumpliendo el centenario de Luis Villoro, hablás de tu actividad literaria, en novelas y obras teatrales, como una “permanente carta al padre”. ¿Esa constante tenía o tiene algún fin preciso y consciente, o se fue dando espontáneamente, sin “plan” previo?

-No tiene ningún fin racional. Mi gato Capuchino suele traer lagartijas como un trofeo que presume ante mí. No tengo la menor intención de recibirlas, pero él está orgulloso de su captura. Mi padre vivía rodeado de libros; no es casual que escribir tuviera para mí el mismo sentido que cazar lagartijas para Capuchino.

Planteás que tu libro no es biografía ni hagiografía. Y tiene, además de momentos destacados en la vida de tu padre, mucha conexión y reflexión con el contexto, como si, además de contar una vida, trae múltiples referencias de más de medio siglo de vida cultural y política mexicana, e incluso, al final, referencias a tu madre.

-La vida pública de mi padre refleja las preocupaciones intelectuales y políticas del México del siglo XX; no quise dejar eso fuera del libro. Lo paradójico es que, en cambio, su vida personal era desconocida, incluso para sus parientes cercanos. La figura del mundo oscila entre el panorama social en el que mi padre intervenía de manera notoria y su vida privada, que era casi clandestina. A media narración advertí que escribía de él guiado por la mirada de mi madre. Ellos se separaron cuando yo tenía nueve años y ella hizo una construcción del personaje para que nosotros lo conociéramos a su manera. Mi libro busca exactamente eso, hacer un ejercicio de entendimiento, construir a una persona que solo puede ser atrapada por escrito.

Junto a la presentación de tu libro en Buenos Aires, le hiciste los honores a otro, presentando El imperio perdido de José María Pérez Gay, sobre la Viena del 900, reeditado a 10 años de su muerte. ¿Qué valoración tenés de este libro?

-Fui ayudante de José María en la universidad. Ambos estudiamos Sociología y nos decantamos por la misma especialidad, la sociología del conocimiento. Dábamos un curso que iba de Max Weber a Mannheim. José María vivió años en Berlín y fue un notable traductor de Canetti, Broch y otros. También eso nos unía porque viví en Berlín Oriental y estudié en el Colegio Alemán. Hay pocos germanistas en México y nos tocó estar en muchas cosas juntos. El imperio perdido es un apasionante ensayo narrativo sobre la Austria del periodo entreguerras, que fue un gran vivero cultural.

Y un poco ligado al tema, hiciste una traducción y antología de Georg Christoph Lichtenberg, publicada por Fondo de Cultura Económica. ¿Qué valoración tenés de este clásico autor? ¿Y del aforismo, lo cultivás?

–No escribo aforismos; me parece pretencioso ejercer ese género como quien lanza perlas de sabiduría, pero reconozco que muchos párrafos míos aspiran a tener remates aforísticos. Creo que las grandes frases deben ser seleccionadas por la lectura. Es el mérito de los subrayados. El propio Lichtenberg no pensaba escribir aforismos o epigramas. Simplemente llevaban cuadernos donde desahogaba preocupaciones sobre distintos temas. Como tenía gran ingenio, esos textos se publicaron bajo el rubro de “aforismos”, pero en realidad se trata de una escritura fragmentaria de alta tensión eléctrica.

¿Tenés planes actuales, nuevos libros o proyectos?

-Actualmente se presenta en Buenos Aires, en el Centro Cultural de la Ciencia, mi obra de teatro La desobediencia de Marte. He tenido mucha suerte con el teatro en Argentina. Filosofía de vida fue actuada por Alfredo Alcón, Claudia Lapacó y Rodolfo Bebán, mi monólogo Conferencia sobre la lluvia por Fabián Vena y ahora tengo a Osmar Núñez y Lautaro Delgado en escena. Mi proyecto inmediato es Hotel Nirvana, una especie de última cena psicodélica, inspirada en los veranos que Timothy Leary pasó en un hotel de Zihuatanejo y en los que México se convirtió en la sede mundial de la expansión de la conciencia.

Una cuestión más. Este año se están cumpliendo veinticinco de la aparición de Los detectives salvajes, y veinte del fallecimiento de Roberto Bolaño. Quisiera saber tu apreciación de la novela hoy, y si además tenés para compartir algún recuerdo o imagen del escritor, pensando en que se conocieron desde muy jóvenes.

 

-Como En el camino, de Jack Kerouac, Los detectives salvajes postula que no hay mayor obra de arte que la vida. La novela trata de poetas, pero lo importante no es lo que escriben sino cómo viven. No es casual que haya influido tanto en los lectores jóvenes. El recorrido en busca de Cesárea Tinajero es un camino de iniciación. Roberto escribió un texto torrencial, organizado al modo de un estadio del que entra y sale gente. De lo único que desconfiaría él hoy en día es del éxito que ha tenido su novela. Cada vez que un amigo caía en pecado de triunfar, se burlaba mucho. Nos veíamos mucho cuando yo vivía en Barcelona, pero sobre todo hablábamos horas por teléfono. Poco antes de morir me habló para decir que había leído un libro de Leonardo Sciacia en el que un sacerdote decía algo así: “El último bautizo es el de la muerte”. La frase le impresionó mucho. Murió unos días después, el 15 de julio. Hacía un calor espantoso. Por la noche, recordé la frase de Roberto y oí un rumor en la ventana. Llovía, con “lentitud poderosa”, como diría Borges. Un último bautizo.