Se ha dicho: haber nacido para convertirnos en dioses y tener que morir, es una locura. Esta doble negación engendra otras vidas en un mismo presente histórico, un trabajo creativo a la manera de un dios majestuoso, olvidado por un momento de la finitud.

El hombre se ha fascinado con los mitos. Espiando desde una platea el teatro constante de sus deseos y caprichos, ve a los dioses atravesar la vía Láctea para ir al palacio Real del gran Tonante. Comparte sus fábulas prestigiosas, se aventura en la mímesis de sus prodigios y tragedias.

Ovidio fue el primero en desarrollar, en Las Metamorfosis, la historia de la contradicción absoluta entre el deseo y su no correspondencia en el mito de Dafne. Aguijoneado por la flecha de oro que le lanzó Eros, Apolo pretende a Dafne. Eros alcanzó también a la ninfa con una flecha de plomo, y esas dos direcciones opuestas fluyen en un recorrido de huida y persecución. Cuando Apolo está por alcanzarla, ella le pide a un dios fluvial que la convierta en árbol. De Ovidio pasa a la gran literatura española (Garcilaso, Quevedo), con una estación intermedia en Lupercio Leonardo de Argensola, que escribió una fábula y la hizo representar en las cortes del Siglo XVI.

Un sabio vencido como Apolo es, en el momento crucial de la pérdida, un poco hombre. Y aquella negativa de Dafne, el punto de partida de la Poesía.

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El hombre busca remediar la herida de no ser un dios y tener que morir. Y todo lo que le sucede lo pasa a cuento, servido de la metáfora y la metonimia. No tiene el don de curar, de vencer al peligro y poseer la eternidad a disposición para agradar sus deseos. Por eso inventa formas y relatos terrenales a imagen de los mitos celestiales, en la contigüidad ambigua, igual y diferente, pero universal, que tan bien señalara Calvino hablando de Ovidio.

Hay, en la belleza, una forma que consuela y una grieta por la que el escándalo de la mentira, exhibe la imperfección humana.

Lupercio Leonardo de Argensola es famoso también por un soneto cuyo tema es la mentira de la belleza. Una belleza maquillada por afeites que hacen de la palidez resalto, y de los ojos y del cabello de la dama, la atracción engañosa de los sentidos. Los tres versos finales de aquel poema cantan su lamento de este modo: “porque ese cielo azul que todos vemos/ ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande/ que no sea verdad tanta belleza!”

Cuatro siglos más tarde, el hombre de nombre cifrado y patronímico cesante (Homero Expósito), escribirá a partir de esos versos, el tango Maquillaje.

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El hombre vislumbra en la noche cercana la imagen de su deseo. Entre sonidos y luces, embriagado bajo la estela de la música, encuentra a la ninfa que lleva la carga aciaga del plomo, la casta y franca oposición al antiguo amor de Apolo. Existe un instante en el que el verdín de sus ojeras llena de amor la máscara de arcilla (versos del tango de Homero Expósito).

La naturaleza repetida y salvaje ofrece los elementos simples para las transformaciones. En la naturaleza no se puede detener el asedio del león a la gacela. Pero Dafne se convierte en árbol, los pies quietos echan raíces en la tierra, la voz es segada para siempre; su cabeza torna en copa, linda con el cielo (¿azul?). Los desordenados cabellos estaban ya preparados para la fuga vegetal y sus manos, hojas de laurel mojadas del brillo lunar, la acercan a la piedra.

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No somos dioses, jugamos a serlo y vamos a perecer. Mientras tanto, otras vidas alojan en la lírica y en las canciones, aquel viejo mal del corazón: la acedia, que tan bien puede reconocerse en cualquier mortal melodía.

Desde el esbozo de la primera ópera de Jacopo Peri, de la que sobreviven apenas algunos fragmentos, a la de Richard Strauss.

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Julio Cortázar en Salvo el Crepúsculo hace murmurar a Dafne. Siempre jugando a cambiar los roles y a salirse del modelo. El soneto “Voz de Dafne” representa en la queja del árbol, la voz que canta a Apolo la “tristeza de ser pura.”

¿Se arrepiente Dafne de su elegida metamorfosis? El último terceto del soneto juega a favor del amor desde otro plano, a pura pérdida: “te amaré dios de miel, tortura de ala/ con la misma encendida resistencia/ con que te huí mujer y árbol me entrego”.

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Entre los innumerables árboles de un frondoso bosque, el dios Apolo busca el canto de Dafne. Cada sonido de la noche es una parte de esa voz inconfundible. Esa voz es idéntica de un modo cruel, no se puede encontrar en otras.

Sería esta una posible derivación del mito ovidiano. No sabemos qué ha hecho Apolo frente a la pérdida. Sabemos, eso sí, lo que los Poetas han hecho con esa resistencia.

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El hombre escribe una metamorfosis al revés. Es un texto en el que deja suspendida una imagen pretendiendo liberar a Dafne de su condición, como en el juego de las estatuas o la mancha congelada.

La copa del árbol se transforma en el cabello de la ninfa (Febo, conmovido al verla, ha dicho: imagínate si los peinara), la corteza se desgrana en un seco laurel y deja al aire la piel manchada del polvo de las estrellas muertas. 

Las manos, ya sin hojas, podadas por el viento, devuelven el delicado brillo de plata con los espejos de la luna entre sus dedos.

Hay un motivo todavía. Tal vez un adorno en su frente o en su nariz, que en el revivir de la ninfa es intercambiable por una gota de sal.

No hay tiempo, ni hay muerte. La voz real, ahora, es de quien habla.