“Una vez me perdí. A los seis o siete años. Venía distraído y de repente ya no vi a mis padres. Me asusté, pero en seguida retomé el camino y llegué a casa antes que ellos -seguían buscándome, desesperados, pero esa tarde pensé que se habían perdido. Que yo sabía regresar a casa y ellos no”. Así es como Alejandro Zambra comienza “Formas de volver a casa”, novela sobre la infancia en los años 80 en Chile, que habla de un niño que se pierde en su barrio, que toma colectivos sólo para irse a otros barrios que no conoce, que busca perderse.

Hoy por hoy los niños no se pierden. A decir verdad, ya casi no salen a la calle. Al menos no sin la mirada atenta de sus padres. Y esto no pareciera circunscribirse exclusivamente a los efectos de la pandemia que vivimos en los últimos años. A diferencia de la época en la que Freud escribía, en la que lo extraño podía ser un nombre del amor, hoy por hoy lo extraño es sobre todas las cosas el ámbito de lo persecutorio. ¿Cuántos son los padres hoy que permiten a sus hijos salir solos a comprar, a la plaza o a dar vueltas en bicicleta por el barrio? ¿Cuántos los que piden a sus hijos adolescentes usar el rastreador GPS en sus celulares para saber exactamente en dónde están? Con menor o mayor razón, en un mundo cada vez más complejo.

Decíamos que los niños ya no se pierden. Pero en una sociedad hiperproductivista e hipercompetitiva como la que tenemos, tampoco los adultos nos permitimos perdernos nosotros mismos. Antes, la gente salía a deambular por la ciudad por el puro placer de caminar, sin rumbo fijo, sin metas a las que llegar. Hoy, como afirma Rebeca Solnit, los adultos ya no deambulan por temor a perderse. Son pocos quienes pueden desconectarse de las demandas inherentes a sus trabajos cuando, como cita Lennon en “Beautiful Boy”, la vida es eso que te sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes.

Solnit escribe de los hijos: “los niños no deambulan casi nunca, ni siquiera en los lugares más seguros. A causa del miedo de sus padres a las cosas espantosas que podrían ocurrir (y que en verdad ocurren, pero de vez en cuando) quedan privados de las cosas maravillosas que casi siempre ocurren. En mi caso, ese deambular durante la infancia fue lo que me hizo desarrollar la confianza en mí misma, el sentido de la orientación y la aventura, la imaginación, las ganas de explorar, la capacidad de perderme un poco y después encontrar el camino de vuelta. Me pregunto cuáles serán las consecuencias de tener a esta generación bajo arresto domiciliario”. Esto no se limita al hecho de salir afuera de la casa, ya que es cada vez más común que los padres no permitan a los niños cerrar las puertas de sus cuartos; a ese punto llega el temor a no saber qué están haciendo sus hijos. Ya sea por los videos que puedan llegar a ver, las personas con las que puedan conversar por redes o por alguna otra razón nuevamente más o menos justificable. Las consecuencias de esto, por ejemplo, en la constitución de la noción de intimidad ya comienzan a observarse.

Una psicoanalista y pediatra llamada Françoise Dolto escribió una vez que el hijo deseado es el hijo que, en definitiva, viene por añadidura y a causa del deseo de una pareja que ya es muy feliz sin tener hijos. Pero los hijos de hoy no son tanto hijos del deseo como de la necesidad. En primer lugar, porque el deseo en sí resulta moneda poco corriente, justamente porque el deseo no es moneda de cambio: el deseo opera a contrapelo de las imposiciones de productividad de la sociedad actual porque no posee la lógica de la ganancia, sino que se basa en una pérdida. Y ésta es una sociedad que se caracteriza por la renegación de todo tipo de pérdida posible.

No perder una oportunidad, por ejemplo, cuando hoy parecieran existir todas las posibilidades pero lo que no hay de hecho es tiempo para nada, y las exigencias de la vida cotidiana demoran cada vez más las condiciones de posibilidad para formar una familia. Hasta hace algunas décadas, alguien podía criar un hijo, trabajar e incluso estudiar a la vez. Hoy por hoy eso es algo impensable. Hoy las mujeres tienen que estudiar, lograr un lugar en su profesión y, para cuando pueden empezar a pensar en tener un hijo, ya están al borde del fin de su capacidad reproductiva. Entonces, comienza la búsqueda de una pareja para formar una familia a contrarreloj. O también, de comenzar procesos de fertilización asistida antes de que sea tarde.

Por otro lado, muchas veces los padres buscan formar una familia o tener un hijo... para no quedarse solos. Como una vez escuché decir a una mujer en mi consultorio: ahora que tengo un hijo sé que nunca más voy a estar sola. ¡Como si los hijos no creciesen y se fuesen de la casa de sus padres! Muchas veces son los padres quienes necesitan de sus hijos, mucho más de lo que sus hijos necesitan de ellos.

Una vez recibí en mi consultorio a una pareja estable desde hace años que decidió separarse en el momento en que llegó un embarazo muy buscado. Preocupado por la situación acudí un colega quien, para mi sorpresa, me dijo que un hijo es para separarse. Es cierto que en la actualidad hay un altísimo porcentaje de parejas que se separan durante el primer año de vida del hijo. Y hoy diría más, porque un hijo es para separarse: de la pareja, gracias a ese tercero en discordia en el que se transforma un hijo; de uno mismo, a través de la renuncia narcisista que implica su cuidado; del hijo, en tanto que los hijos no son algo que se tiene, sino todo lo contrario.

Sin embargo, quisiera hacer una aclaración al respecto tomando una idea de otro gran psicoanalista y pediatra, D.W. Winnicott, quien dice que la separación es una paradoja, porque de lo que se trata en ella es de que haya separación sin separación. El problema hoy por hoy es que solemos hacer equivaler separación a pérdida. La pérdida es una inscripción muy necesaria, pero no es lo mismo separarse que perder.

Esto es lo que dificulta la operación de ciertas separaciones entre padres e hijos, por ejemplo con respecto a los cortes que implican el destete o el control de esfínteres. Como si ese tipo de separación implicase una pérdida del vínculo mismo. Y para separarse debe haber confianza en lo que permanece a pesar de la pérdida, sea la teta, el pañal, o cualquier otro representante de las modalidades vinculares entre hijos y padres. Podríamos parafrasear la paradoja winnicottiana: se trata de que haya continuidad en el corte. Además, como suele decir el colega que mencioné anteriormente, muchas veces una separación trata de separarse de un modo de estar con el otro antes que separarse del otro.

Hoy por hoy, encontramos una gran dificultad en confiar en esa paradoja que implica la separación. Eso lleva a sentir que la única manera de mantener vivo un vínculo es a través de la pura presencia. Pero la sola presencia no permite el desarrollo psíquico, al menos no a partir de cierta instancia. Es por esto que Winnicott decía que el éxito de la función materna implica necesariamente su falla. En algún momento, la madre tiene que empezar a frustrar a su hijo a través de su ausencia para que éste pueda continuar su desarrollo hacia la autonomía.

En la actualidad, una de las grandes expectativas es la de que puede haber crianza sin frustración. Pero el psicoanálisis nos enseña que hay algo irreductible en torno a esta experiencia. Más aun, nos ayuda a entender que para el desarrollo emocional la frustración resulta tan fundamental como la gratificación. Que un niño sea capaz de expresar su odio diciéndonos “sos malo” cuando lo frustramos --aunque sea por su propio bien, al menos en la mayoría de las veces-- es muy importante para su crecimiento. Por supuesto, el odio en sí no soluciona nada, pero tampoco lo hace un amor depurado.

Además, como desarrolla Massimo Recalcati, el principio de rendimiento que opera en una sociedad como la nuestra hace que para los padres no sea fácil que los hijos decepcionen sus expectativas. Es cada vez más común escuchar a padres contar lo difícil que les resulta tolerar los berrinches de sus hijos, sus momentos de enojo, sus tendencias desadaptativas. Padres que, por ejemplo, se quejan de que sus hijos vayan enojados a reuniones familiares... a las que no desean ir. Por supuesto, hay una edad en la que un niño todavía no está en condiciones de decidir faltar a ciertos eventos y quedarse en casa pero, ¿por qué debería ir también contento?

Pero los padres de hoy no pueden frustrar a sus hijos porque no pueden frustrarse ellos mismos. Recalcati habla también de una inversión en la dialéctica del reconocimiento entre padres e hijos. Como en la novela “Matar al padre” de Amélie Nothomb, ya no son los hijos quienes desean ser reconocidos por sus padres. Por el contrario, son los padres quienes necesitan del reconocimiento narcisista que implica el ser amados por sus hijos. Frustrar a un hijo resulta así en ser frustrado de su amor por él.

Últimamente suelo recibir consultas por niños que, encontrándose al borde de la pubertad, aún no pueden dormir en su propia cama. Niños que no poseen la capacidad para estar a solas, que no soportan que los adultos estén en otro cuarto haciendo cualquier otra cosa que no sea mirarlos. No es necesario investigar demasiado para encontrarse con que el reverso de esta dificultad es la dificultad de los propios padres para poder transitar la separación que implica el crecimiento del hijo.

En este sentido, el psicoanálisis no ofrece una solución sencilla para la infancia, porque un psicoanálisis no es para no tener conflictos sino todo lo contrario: es para poder vivirlos. La solución no es el amor pero tampoco lo es el odio; es la ambivalencia, es decir, el conflicto. Lo cual nos lleva a otra paradoja: la solución es el conflicto. Como escribe Solnik: “hay cosas que poseemos sólo si están perdidas, hay cosas que no se pierden si de ellas nos separa la distancia”.

Tomás Grieco es licenciado en Psicología (UBA). Especialista en Psicología Clínica (UBA). Psicoanalista.