Julio Cortázar solía decir que, así como los caballos, hay palabras que, a fuerza de usarlas y abusar de ellas, terminan desgastándose hasta morir. Posiblemente, en el léxico de la eventualidad encontremos una variedad de las mismas que no queremos volver a escuchar; y para no deprimirnos, mejor no las citemos. Ya hay otros que se encargan de usarlas e ilustrarlas profesionalmente. Pero hay algunas a las que necesitamos revivir. No soy de los que creen que todo pasado fue mejor; aunque sí soy de los que conjeturan que hay vocablos que nos retrotraen a un mundo de fascinación, que acarician de manera mágica lugares del espíritu que recomenzamos a valorar en la distancia. En ese sentido, la memoria funciona con una destreza fisiológica encantadora, comarcas donde ni siquiera el psicoanálisis puede hurgar.
La palabra “cuentenik“ es una de ellas. Este término funciona como un disparador de lo que a tientas intento describir. Es un castellanismo introducido del idish que se aplicaba a los “vendedores ambulantes a crédito”, una profesión casi extinguida que se basaba en la confianza pura entre el vendedor y el comprador (¿puede que confianza haya sido una palabra abusada, en ese sentido figurado al que se refiere el autor de Rayuela?). Desde muebles hasta medias, el cuentenik pasaba por las casas de sus clientes y ofrecía su mercadería. Así, la exquisita Ana María Shua, cuando describe la noble profesión de su abuelo Gedalia --que, de cierta manera, me resuena también al viejo Guedalí en Caballería roja de Isaac Babel--, deja bien en claro que, aunque cuentenik suene un poco parecido al concepto de prestamista, no tiene nada que ver con un prestamista (aclaremos las cuentas: lo comento para que no aprovechen a echar su prejuicio los peligrosos de siempre).
Pero quiero pegarle otra vuelta a la palabra. En un mercado de Marruecos vi a un hombre de pie sobre una especie de cajón de verduras ensayada en forma de tarima, relatando una historia legendaria mientras agudizaba la fantasía de una multitud. Mi árabe no daba para razonar su idioma, pero sí su tono y sus gestos, que me empujaban a navegar a lo clarividentemente penetrante, provocando una embriagadora seducción. De pronto, el aplauso y el agudo griterío oriental volvió a instalarme en la supuesta realidad. Me despertó. ¿Cuál de las dos era la realidad, la del mercado o la de la quimera? Ante ese universo de olores y colores, evoco el texto de Paul Watzlawick, quien afirma que la realidad no puede ser otra que una de las múltiples versiones. Por eso, así tanto en el cuento, como en la poesía y en el sueño, nunca hay mentiras; hay interpretaciones. Nuestra vida es la interpretación de un cuento que hemos robado de alguna generación pasada o futura, que volvemos a escribir en el papiro de nuestra conciencia con un lápiz gastado y mordido del otro lado. Por eso, en mi exégesis lúdico-lingüística, siempre imaginé que el cuentenik era eso: un contador de cuentos.
Sin desviarme del núcleo esencial, quiero decirles que yo conocí a una suerte de cuentenik particular y distintiva. Era chico cuando Mashe Paiuk pasaba por casa. ¿Y qué vendía la tal Mashe Paiuk? Libros de poesía y cuentos para chicos en lengua idish que ella misma escribía y editaba. El recuerdo que tengo es el de una delicada señora mayor, vestida con un tapado marrón, que portaba una bolsa de hacer las compras. Tocaba el timbre y, a partir de ese momento, se desplegaba un universo. Era ahí cuando mi madre y mi abuela la recibían en el comedor y, como si fuese un célebre salón literario, tomaban el té, gesticulaban con las manos, elegían los tonos de voz y finalmente adquirían esa suerte de alhajas literarias y retóricas que posteriormente nos llegaban a mi hermana Susy y a mí.
Nacida en Polonia, Mashe Shtuker Paiuk pasó parte de su infancia en la colonia agrícola Montefiore, provincia de Santa Fe, en la que su padre era maestro. Durante muchos años ejerció la docencia de jardín de infantes. Sus trabajos comenzaron a aparecer de manera asidua en diversas publicaciones del mundo idish, entre ellos, en el prestigioso periódico Di Yidishe Tzaitung, de Buenos Aires. Artesana del lenguaje de un exilio que va y viene, sus poemas y cuentos infantiles fueron incluidos en varias antologías escolares. Con el tiempo, descubrí que su libro Etz Hapele (en hebreo: El árbol de las maravillas) se transformó en una suerte de clásico de la literatura para niños. Pero no sé si sólo escribió para niños. Hay un poema de su autoría que me conmueve profundamente. Se llama Me estoy convirtiendo en mi madre, y comienza diciendo:
Miro en mi espejo.
Por favor, dime, vidrio, ¿ese rostro es mío?
Me parece que ha llegado a pasar
el rostro de mi madre me mira...
su viejo rostro atado se convierte ahora en el mío.
(Les recomiendo buscarlo y leerlo completo).
Más allá de valorar la lectura, en ese hogar humilde de posguerra aprendí, de esa sencilla experiencia infantil, que el escritor era una persona muy importante. Porque grabar una expresión en la creación es un asunto serio, de esos que no se borran con el codo. Mientras que hoy muchos abusan de la publicación y de la fe que genera la fama en la confianza, pocos son los que escriben.
Añoro ese acto terriblemente honesto de “cuentenik” de Mashe, ese gesto de andar de puerta en puerta entregando la palabra escrita. Sin haber sido una misionera de esas que tocan el timbre el domingo por la mañana con la Biblia en mano, su recorrido representaba una tarea sagrada.