En este 2023 se cumplen cuarenta años del retorno a la vida en democracia y el balance económico-social deja un sabor amargo. Si bien pueden identificarse logros sustanciales en algunas esferas de la vida social, aparecen al mismo tiempo enormes retrocesos en relación a la Argentina que existía antes de la dictadura militar que se inició en 1976. Retrocesos que se han constituido en problemas estructurales que demandan no sólo un diagnóstico certero y honesto, sino también políticas públicas con verdadero sentido de transformación.
Algunos logros: lo positivo
Un breve resumen del libro “De Alfonsín a Macri” del doctor en Ciencias Sociales Gustavo Gamallo da cuenta de la relevancia y magnitud de la presencia de políticas públicas estatales que tuvieron el objetivo de mejorar la vida de las y los argentinos a lo largo de estos cuarenta años (por lo menos en las gestiones 1983-1989 y 2003-2015), ampliando derechos y des-mercantilizando un conjunto significativo de prestaciones que inciden en la calidad de vida y el bienestar.
En 1983, la población argentina alcanzaba los 28 millones. “La tasa de mortalidad infantil era del 29,9 por mil y la esperanza de vida al nacer alcanzaba los 70,26 años. La tasa bruta de escolarización del nivel secundario alcanzaba al 60 por ciento y unos 600 mil niñas y niños asistían al nivel inicial. En 1983 se inscribieron unos 65 mil estudiantes en las 26 universidades nacionales existentes en aquel momento".
Continúa: "Cuatro vacunas eran obligatorias y gratuitas en el esquema de inmunizaciones. Las asignaciones familiares eran percibidas por las familias de trabajadores formales del sector privado, estatal y pasivo y no existían programas de transferencias de ingresos. Algo más del 60 por ciento de los adultos mayores se encontraban cubiertos por el régimen nacional de jubilaciones y pensiones”.
En 2018, la población aumentó a 45 millones. “La tasa de mortalidad infantil había caído al 8,8 por mil y la esperanza de vida al nacer alcanzó a los 76,52 años. La tasa bruta de escolarización del nivel secundario superaba el 100 por ciento, unos 1,8 millones de niñas y niños asistían al nivel inicial y se estableció la obligatoriedad de ambos niveles de escolaridad. En ese año, hubo casi 425 mil estudiantes ingresantes en las más de cuarenta universidades nacionales".
Y continúa: "16 vacunas integran el calendario obligatorio nacional de inmunizaciones y una gran cantidad de tratamientos médicos (VIH, diabetes, salud sexual y procreación responsable, los relativos a identidad de género y trastornos alimentarios, entre otros) fueron incluidos como prácticas aceptables en los seguros de salud. Además de los grupos ocupacionales tradicionales, las asignaciones familiares son percibidas también por familias de personas trabajadoras informales, de casas particulares, independientes y desocupadas. […] Diversas medidas permitieron universalizar el beneficio previsional a la población mayor, lo que benefició particularmente a las mujeres quienes tenían una tasa inferior de cobertura y mayor esperanza de vida”.
Pero esta es solo un parte de la historia.
Los retrocesos
En la Argentina de mediados de las décadas de los 40, 50, 60 y 70, los índices de pobreza e indigencia alcanzaban a un porcentaje muy bajo de la población, por lo que no representaban “problemas de la agenda pública”. Los trabajadores contaban con un salario decente para el nivel de vida de aquel momento, así como acceso a cobertura de salud y seguridad social. Y como el desempleo prácticamente no existía, y el empleo no registrado tenía muy poca gravitación en el mercado de trabajo, en general la población económicamente activa que demandaba empleo lo conseguía, por lo que la satisfacción de las condiciones de vida estaba garantizada. La categoría de trabajador (y no la de ciudadano) permitía la inclusión social.
Después del Rodrigazo (plan de ajuste implementado por el ministro de Economía Celestino Rodrigo en el año 1975), las políticas económicas de la dictadura y la implementación de reformas estructurales de carácter neoliberal en los años 90, contribuyeron a la transformación de aquel mercado de trabajo. Aumentaron los porcentajes de desocupación y de puestos de empleo no registrados. Esa pérdida de puestos y la precarización de los existentes explican que tanto la indigencia como la pobreza alcanzaran a un conjunto muy significativo de la población.
Ese proceso se caracteriza también por la ampliación de la desigualdad, en la medida que la contracara de la pobreza es la concentración de la riqueza. En ese sentido, es innegable que hace cuatro décadas tanto la desigualdad como la pobreza ampliaron sus brechas transformándose en severos problemas estructurales, que pueden disminuir coyunturalmente por efecto de algunas políticas públicas específicas, pero no permiten revertir el fenómeno de modo total.
La insuficiencia de ingresos para cubrir aspectos básicos de la vida cotidiana va de la mano con el tipo de empleo al que se accede: cuanto más precario e inestable es, más notorio el deterioro en el bienestar. En el momento actual deben sumarse los efectos de la inflación persistente que hace mella en la capacidad de compra del salario. Los aumentos salariales solo compensan algo del deterioro frente a la inflación pero no permiten recuperar lo perdido. Ergo, hoy tenemos tanto trabajadores registrados como no registrados que se encuentran empobrecidos porque la categoría “trabajador” ya no garantiza la inclusión social, en la medida que aquel mercado de empleo se transformó, seguramente, para siempre.
El mapa de pobreza e indigencia da cuenta de que 4 de cada 10 argentinas y argentinos son pobres y 8 de cada 10 son indigentes. Todas esas personas trabajan cotidianamente- en un empleo registrado o no registrado, fuera del hogar y dentro del hogar- y los ingresos que obtienen no les permite cubrir sus necesidades. El paquete de diversos programas que el Estado implementa desde hace décadas bajo distintas modalidades, ha permitido atemperar esa insuficiencia de ingresos. Sin esos programas, ambos porcentajes de pobreza e indigencia serían más elevados. Tal como da cuenta el último informe del Observatorio de la Deuda Social de la UCA: la indigencia habría alcanzado al 19,6 por ciento de la población y la pobreza al 50 por ciento.
Si bien las medidas más recurridas para intervenir sobre la pobreza y la indigencia son las monetarias, la pobreza no se reduce sólo a la imposibilidad de consumir alimentos básicos, sino que incluye aspectos vinculados a la vivienda, al hábitat, al ocio y al esparcimiento y al tiempo.
La pobreza de tiempo alude a un tipo de pobreza que alcanza mayormente a las mujeres, quienes se incorporaron masivamente al mercado de trabajo en los años 80 y 90, por lo que no solo trabajan al interior del hogar garantizando la satisfacción de los aspectos vinculados a la reproducción cotidiana, sino que lo hacen también fuera del hogar. Esa doble jornada les impide dedicar tiempo al descanso, al esparcimiento o a actividades que les permitirían mejorar sus posibilidades y oportunidades de vida (como podría ser la de dedicar tiempo a estudiar o tener permanencia en el mercado laboral), además de no recibir un ingreso por las actividades que realizan garantizando el trabajo reproductivo.
La población en situación de pobreza e indigencia no es resultado solo de las políticas implementadas por el macrismo en 2015-2019, sino que son un producto del derrotero de estos 40 de años en democracia. A lo largo de ese período hubo políticas (algunas muy buenas, otras deficientes, no integradas ni integrales, sesgadas en términos de género), que no alcanzaron a resolver de modo acabado esa situación, porque en general la mirada sobre el problema de la pobreza se ubica en las personas y no en los procesos económicos que la generan.
Algunas de las políticas y programas que buscan atender el problema existen por los menos hace veinte años, por lo que seguramente es momento de revisar su formulación e implementación con verdadera voluntad transformadora. ¿Qué quiere decir eso? Situarse en el siglo XXI y reconocer las transformaciones del mercado de empleo argentino y los corset de la estructura productiva para generar nuevos puestos; reconocer actividades que las personas desarrollan para generarse ingresos cada día que no son consideradas como trabajo, así como aquellas vinculadas a los cuidados reproductivos y comunitarios que no son etiquetadas como lo que son, independizar el acceso a derechos sociales del tipo de empleo al que se accede, entre otros aspectos.
Por último, otra paradoja de esta democracia defectuosa, es que el deterioro en las condiciones de vida ha traído la certeza de que aquella Argentina en la que se podía aspirar al ascenso social se perdió en el camino y que solo unos pocos privilegiados en el futuro estarán mejor que hoy. Es preciso recobrar la expectativa por una sociedad en la que la vida de las próximas generaciones sea mejor que la de los progenitores, y que ello pueda ser vivido como una promesa posible al alcance de la mano.
Ese objetivo requiere una nueva mirada sobre viejos problemas, y sobre todo, decisión política que combine osadía, creatividad y mirada de género, porque allí donde no hay narrativa y acciones firmes en pos de esfuerzos para arribar a crecientes niveles de igualdad, el espacio es ocupado por la desesperanza y el oído presto a discursos antipopulares y antiderechos o a la antipolítica que le dan sentido a condiciones de vida que efectivamente se deterioraron y que no parecen pasibles de mejorar en el mediano plazo.
* Socióloga (UBA) y Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Observatorio de Economía Política de la Facultad de Ciencias Sociales