La reciente polémica sobre el Dr. Lotocki y sus clandestinas técnicas de cirugía estética, ha despertado la preocupación por la escasa regulación de las prácticas médicas destinadas a los cuidados cosméticos y también las pocas alternativas seguras para el tratamiento posterior en casos de mala praxis. La prensa local está conmocionada por el repentino desmejoramiento de la salud de Silvina Luna, una de las principales afectadas por las cirugías de Lotocki, y en los distintos programas de TV desfilan muchas de las ex-vedettes y modelos que fueron conejitas de indias de las inyecciones de metacrilato, siliconas y aceites que colocaba el mediático cirujano.
Pero como casi siempre, estos problemas son de mucha más larga data y sólo toman relevancia en los medios de comunicación cuando afectan los cuerpos que importan. En Argentina, la población trans ha estado históricamente alejada de los servicios médicos regulados y debido a ello existen en la actualidad muchísimas personas afectadas por cirugías realizadas con escasa preparación, inyecciones de siliconas industriales y otras muchas sustancias nocivas. Quizás el repentino interés mediático en la materia sea una oportunidad para poner sobre la mesa la importancia de problematizar qué lugar tienen las cirugías estéticas en la vida de las personas cis y trans y qué podemos hacer para garantizar que estas se produzcan dentro de contextos seguros.
La sociedad parece bizquear siempre de un ojo cuando se trata la cuestión de la imágen y la estética corporal en el mundo occidental. El problema pareciera ser siempre de otro; pero cada persona ha vivido en algún que otro momento inseguridades, temores, angustias respecto a su imágen corporal, su altura, el color de su piel, la forma y tamaño de sus genitales, el color de su cabello, el tono de su voz, etc. Sin embargo, este enorme universo de conflictos sobre la imágen que nos devuelve el espejo se lo hemos relegado a profesionales cuyas capacidades no están reguladas de modo efectivo. Las personas acudimos con cada vez más frecuencias a servicios estéticos y es uno de los pocos mercados que crece año tras año y dónde cada vez el promedio de edad de sus clientes/pacientes es más bajo.
Tanto mujeres como hombres asisten con cada vez más frecuencia a servicios estéticos como la peluquería, manicura, depilación láser y a centros de belleza dónde con escasa supervisión se realizan tratamientos dermocosméticos con ácidos y técnicas láser. Eso sin contar la creciente industria en torno al botox y otro tipo de inyecciones y microcirugías de carácter ambulatorio a los que recurren pacientes cada vez más jóvenes. Pero luego pareciera que los únicos cuerpos artificiales en esta sociedad son los cuerpos trans y que sólo somos las personas trans quienes nos sentimos incómodas con el cuerpo en que nacimos. Esta actitud hipócrita sobre la centralidad del cuerpo en la experiencia social y su plasticidad produce que ciertas prácticas médicas no sean entendidas como terapéuticas, sino como caprichitos cosméticos.
Lo que deberíamos empezar a observar es que tanto las personas cis como trans tenemos necesidad de intervenir nuestro cuerpo y adecuar nuestra imagen al modo en que nos sentimos y que esto no debería ocurrir en el gabinete de una esteticista sin matrícula o en el departamento de una anestesista medio entrenado que coloca siliconas clandestinas. Es necesario que problematicemos la mirada despectiva y prejuiciosa sobre los tratamientos estéticos y empecemos a considerarlos dentro del universo de prácticas terapéuticas necesarias sobre las que nos debemos mayor reflexión y mejores garantías de éxito.
En la experiencia trans tenemos muchos relatos del pasado donde las travestis se colocaban siliconas de uso industrial en el cuerpo, muchas veces ayudadas por otras que habían aprendido el oficio; pero también en el presente siguen existiendo prácticas riesgosas, inseguras o efectuadas por médicos con mala voluntad y poco entrenamiento. Muchos varones trans deben lidiar con cicatrices lacerantes producidas por profesionales que manifiestan poco interés en las consecuencias estéticas de las mastectomías y que a veces hacen las cirugías regañadientes obligados por la Ley de Identidad de Género. Muchas mujeres trans también sufren vaginoplastias realizadas a desgano, que derivan en infecciones peligrosas. Para muchos profesionales estos tratamientos son meramente “estéticos” y por ello se escudan señalando que se trata de cirugías sobre un cuerpo sano, sin finalidad terapéutica y en las que el paciente se arriesga voluntariamente. Con esa misma perspectiva los directivos de hospitales o jefes de cirugía limitan los turnos de quirófano a este tipo de cirugías, por considerarlas menos importantes que otras con una clara finalidad de curar. Esto perpetúa un modelo de atención de salud en donde los pacientes son avergonzados y buscan soluciones en servicios privados, donde existen menos obstáculos, pero también menos garantías.
En el fondo, el escándalo alrededor de Lotocki y sus prácticas clandestinas es sólo la punta del iceberg de una problemática mayor. Nos debemos una discusión profunda sobre los modos en que lidiamos con la cuestión de la imágen, la estética y el cuerpo en nuestra sociedad. Se trata de una discusión que nos afecta a todes, ya que siempre existen inseguridades, presiones sociales y deseos que nos llevan a reafirmar nuestro género y nuestra experiencia del cuerpo con tratamientos, suplementos, ejercicios y demás prácticas. Debemos poder reflexionar sobre estas prácticas más allá de los reflectores mediáticos y los eventuales casos resonantes, ya sea para producir contextos más seguros o para problematizarnos qué hacer y cómo encarar los desafíos de un mundo que cada vez nos quiere más flacos, más fitness, más blancos y más instagrameables.