“Sentí que alguien tenía que documentar el trabajo de Peña”, dice Enrique Bellande, realizador de La vida a oscuras, documental que testimonia el trabajo de Fernando Martín Peña, el popular conductor de los ciclos televisivos de Filmoteca, que desde hace años tienen lugar (cada vez más tarde, todo hay que decirlo) en las trasnoches de la Televisión Pública. El “trabajo” de Peña consiste básicamente en proyectar en distintos espacios públicos sus propias copias de toda clase de material cinematográfico, a razón de un centenar por mes. A 8 mil copias asciende esa colección, con lo cual Peña necesitaría de ochenta meses para poder agotar su acervo. Eso, considerando que en ese tiempo el programador (y proyectorista) de los ciclos del Malba no renueve su material, lo cual es imposible. La vida a oscuras se verá justamente en el Malba los sábados a las 20, a partir de este sábado 8.
“Hacer cine también es esto”, señala Bellande, realizador del notable documental Ciudad de María (2002) “No hacen cine solo los realizadores, productores o técnicos. Proyectarlo también es hacerlo”. Peña, de 55 años, viene “haciendo cine” desde hace cuatro décadas, cuando comenzó a “airear” en proyecciones públicas su por entonces incipiente colección. Actualmente se vio obligado a construir una torre en su casa-taller, para poder alojar su stock de latas de celuloide. Porque Peña preserva, y proyecta, solamente en celuloide, material que considera tiene una magia, y una calidad, que el digital no puede imitar. Página/12 entrevistó a Peña y Bellande, a propósito del estreno del documental, pero también para detallar en qué consiste la actividad de este verdadero hombre orquesta del cine, que a las labores de preservador, historiador, coleccionista y programador suma, entre otras, las de comunicador y difusor.
-¿Cómo surgió la idea de filmar a Peña?
Enrique Bellande: -Hacia fines de 2014, principios de 2015, yo iba mucho a la escuela de cine dependiente del Incaa, a los ciclos que programaba Fernando ahí, que se llamaban “Filmoteca en Vivo”, y que funcionaban los viernes y sábados por la noche, y en tres funciones los domingos. Yo trataba de ir a las cinco. En los años anteriores había cortado un poco la costumbre de ir tanto al cine, pero algo encontré en esos ciclos que me hice medio adicto. Fue una experiencia muy linda, por las películas que programaba Fernando, que las unía con mucha libertad y de maneras arbitrarias (películas sobre trenes, correos, espacio, Stalin), y también porque se desarrolló ahí una especie de comunidad. Éramos siempre los mismos, nos sentábamos en las mismas butacas… Sentí una pertenencia que me movía mucho, había algo ahí que era muy mágico.
-Eran los últimos tiempos del celuloide.
E.B.: -Sí, yo empezaba a ver choques. Lo que habías dejado de ver en los cines, de perder la singularidad de la vibración que da el celuloide, todavía lo encontrabas en esos ciclos. Sabía que Fernando estaba acopiando las toneladas de material en fílmico que la gente quería sacarse de encima porque no servía más, había pasado a ser basura. Ahí empecé a ver la cocina del trabajo de Fernando, lo que no veía necesariamente en la Enerc. Y me dieron ganas de conocer su lugar de trabajo. Así, literalmente: quería conocer la casa de Fernando Peña. ¿Dónde es, cómo es ese lugar en el que se producen todas estas cosas? Sentí que alguien tenía que documentarlo. Lo vi solo haciendo todo eso (más allá de que cuenta con algunos colaboradores puntuales para distintos aspectos de su trabajo). Me pareció una especie de cruzada, no declamada pero visible para mí. Para mí, lo que él hacía y hace es cine, a la misma altura que un director, un productor, un guionista o un técnico. Me pareció que el cine debía dar cuenta de ese trabajo.
-Fernando, ¿en qué momento descubriste que te gustaba coleccionar y proyectar películas?
Fernando Martín Peña: -A los 9 años. Mi viejo tenía un proyector de super-8 mm, y tenía algunos cortitos de Chaplin, dibujos animados, esas cosas. Empecé a verlos, los veía sin parar, y sentía necesidad de saber quiénes eran los que habían filmado eso, en qué año lo habían hecho. En la biblioteca de mi viejo había algunos libros de cine, la mayoría en inglés, y aunque yo leía medio chapuceramente me alcanzaba para ver las fichas técnicas, con lo cual empecé a hacer una forma de fichaje primitivo. Y después estaban las películas que mi viejo alquilaba, en lo que se conocía como “el barrio del cine”, delimitado por las calles Ayacucho, Lavalle, Riobamba y Tucumán. Ahí había casas de venta y alquiler. También en la feria de San Telmo había puestos donde vendían películas. Empecé alquilando y más tarde arranqué a comprar películas, usando la plata que me daban mis viejos por hacer las tareas de la casa.
-¿De ahí en más cómo seguiste?
F.M.P.: -Me fui vinculando con otros coleccionistas. Creo que el primer cineclub al que fui fue uno que estaba en las últimas cuadras de la calle Córdoba. Se llamaba Claridad, lo manejaban unos anarquistas divinos. Empecé a ir ahí estando todavía en el secundario, llevaba y proyectaba las películas que tenía. Ahí me contacté con otros coleccionistas, empecé a hacer como un circuito de gente que está en lo mismo, nos intercambiábamos las películas. Mientras tanto, proyectaba en casa o en la escuela, para los amigos. En el '87 (yo tenía 20) me presentaron a Salvador Samaritano, que era el director de toda la vida de Cineclub Núcleo. Ahí me incorporé, escribiendo los programas, que eran bastante legendarios, y programando, hasta el día de hoy, los ciclos de revisión que organiza el cineclub.
-Vos en un momento de la película decís que lo que hacés no es lo que te hubiera gustado hacer. ¿A qué te referís?
F.M.P.: -A la falta de una institución, una filmoteca o cinemateca oficial. En cualquier otro país, lo que yo hago lo desarrollaría ahí, trabajando con otra gente. Al no haberla, tengo que hacer todo yo.
-Llegado este punto, siempre se termina en la misma pregunta: ¿por qué motivo, si hay una ley habilitando la creación de una filmoteca oficial, todavía no existe?
F.M.P.: -En principio habría que preguntarle al Incaa, porque hay una persona en el ámbito del Instituto que se supone debe ponerlo en marcha y está con toda la parte burocrática desde hace cuatro años. Ahí aparece otro problema, que es que pasaron 24 años desde la sanción de la ley, y lo que hoy recauda el Instituto es mucho menos de lo que era entonces, por la caída de la concurrencia al cine. Y la ley le asignaba a la Cinemateca un porcentaje de la recaudación. Hoy ese porcentaje no sería suficiente, con lo cual habría que cambiar la ley. Nadie se ha molestado, que yo sepa, en recalcular ese porcentaje. O en proponer otra cosa, si se piensa que la ley no es buena. No está pasando nada de eso. La razón de esto no es solo de la política, sino que la propia comunidad cinematográfica no le pide nada a los políticos, consecuencia de una ignorancia de los sectores del propio medio con respecto a la importancia de una cinemateca nacional. Lo que se reclama siempre es más plata para producir, pero no para preservar el material existente.
-Enrique, ¿vos te planteaste de antemano una determinada puesta en escena para la película o eso surgió durante el rodaje?
E.B.: -Fue surgiendo. La estructura de la película la fue dando el material. Sí sabía que tenía que ser un registro del trabajo de Fernando, dándole prioridad a las proyecciones, que me parece que tienen una sensualidad cinematográfica que me gustaba mucho y poniendo en el centro este ciclo de “Filmoteca en Vivo”, que llega hasta el momento en que le dan de baja. En paralelo, quería contar el fin del soporte, del uso extendido del fílmico, cómo iban cerrando las distribuidoras. Después nos topamos con algo que no estaba previsto pero que se intuía que podía suceder, que era el cierre del sector fotoquímico del laboratorio Cinecolor, que era el último que quedaba para procesar material fílmico y del que filmamos el último día de funcionamiento. Por otro lado, estaban los rescates que Fernando iba haciendo del material fílmico. Esa es la estructura que quería que tuviera la película.
-Si cerró el último laboratorio que permitía trabajar sobre el soporte fílmico, ¿con qué herramientas contás actualmente para reparar las películas que no están en condiciones?
F.M.P.: -Lo que no se puede hacer sin el laboratorio es restaurar una película. Eso pude hacerlo entre 2013 y 2016, cuando armé una combinación con el Festival de Mar del Plata y con Incaa.TV para preservar y restaurar unas cincuenta películas argentinas que venían de una donación que le hizo la firma Turner al Estado, y que estaban en condiciones deplorables. Me acuerdo del caso de Palo y hueso, de Nicolás Sarquis, que le faltaban partes, y había otra copia en 16 mm donde estaban esas partes. En ese caso hay que ampliar las partes que están en 16 mm a 35, previa identificación de los fragmentos que faltaban, para poder armar la copia completa. Eso es restauración. Sin el laboratorio, es muy poco lo que podés hacer. Cuando digo “revisar” las copias me refiero a que me siento en una mesa y reviso la copia positiva, que es la que uso para mostrar, para asegurarme de que esté en las mejores condiciones posibles. La vas mirando metro por metro y te asegurás de que todas las perforaciones estén bien, reparás las que están rotas, te fijás en que los empalmes no se suelten (hay que tener en cuenta que están hechos con cinta scotch, y la cinta scotch con el tiempo se quiebra), esa clase de cosas. Es laborioso, pero me pongo música, y al fin y al cabo me divierte hacerlo.
-¿Cuánto tiempo llevó hacer la película?
E.B.: -Ocho años.
-¿Por qué pasó tanto tiempo?
E.B.: -Me pasó de todo. En algún momento queríamos un crédito para poder terminar lo que faltaba y no pude conseguirlo, después perdí un año por razones personales, tuve que trabajar en otras cosas… Así es como la película estuvo “durmiendo” varios años. Cada tanto pasaba algo, como el final del ciclo “Filmoteca en Vivo” en la Enerc, o el cierre de Cinecolor, y ahí íbamos y filmábamos eso. Filmaba un día y después tardaba otro año en seguir filmando. En algún momento me alejé de la película, me desligué, y más tarde retomé y pude cerrarla. Hay planos y contraplanos que tienen años de diferencia.
F.M.P.: -Yo salgo de un plano y cinco años después entro en otro.
-Hay una escena de la película en la que vas a un depósito y te llevás un montón de latas que se ve que están muy herrumbradas. ¿En qué estado están esas copias?
F.M.P.: -Depende. Siempre hay que ver. Prefiero llevarme todo y después en mi taller revisar lata por lata, para ver en qué estado está el celuloide, para ver qué se puede salvar. Nunca hay que descartar nada a priori.
-Vos decís que la mejor forma de detener el avinagramiento, que es lo que destruye el celuloide, es airear las copias. ¿Eso solo basta para salvarlas?
F.M.P.: -No necesariamente. A veces sigue el proceso de descomposición y llega un momento en que ya no podés meterla en la máquina. Otras veces me pasó que la película está avinagrada, la aireás y la película no se sigue deteriorando. No se puede recuperar lo que se arruinó, pero se detiene el proceso de deterioro. Lo importante es mover la colección, airearla, sacar las películas y proyectarlas.
-Es la idea contraria a la que se suele tener del coleccionista, que se supone que colecciona para guardar.
F.M.P.: -Es que eso es un error. Es al contrario, proyectar ayuda mucho a la preservación del material, porque al mover las copias no solamente ves en qué estado están sino que además las ventilás. Por eso también tengo el frenesí de proyectar películas por todos lados, porque cuanto más proyecto, menos vinagre tengo. Lo que más me daña cuando me sacan un lugar para proyectar es justamente esto, el no poder airear la colección. Me pasó durante la pandemia, que como la colección estaba quieta las películas empezaron a avinagrarse de forma alarmante. Hay gente que piensa que hay que evitar las proyecciones porque dañan el material. Eso no es verdad: si el proyector está en condiciones, cuando vos sacás la película está en las mismas condiciones en las que la metés. Lo que hay que evitar es pasar la película en proyectores que no están bien mantenidos.