“Los puertos son para partir”, le responde Christophe Miossec a Gatean Roussel adentro de una camioneta. Luego sonríen brevemente, como si se tratara de un chiste privado de los ‘90, y se quedan en silencio. Están grandes, pelados, y hablan de recuerdos de juventud. Al volante entre la bruma de Brest, el líder de la banda Louise Attack maneja y entrevista a quien posiblemente sea el compositor y cantautor francés más peculiar y profundo de las últimas décadas. Miossec, con una voz casi imperceptible, y al que su timidez lo vuelve parco y también frágil, se convierte en guía turístico de su ciudad natal para la serie documental sobre músicos bretones que lo tiene como protagonista. Se volvió a instalar allí hace unos años, después de una vida agitada, porque los puertos también son para volver.
En el tiempo en que se realizó esa entrevista, Miossec estaba en una pausa de una gira celebratoria y pandémica por los veinticinco años de Boire, su opera prima, y aprovechaba para componer canciones que se transformarían Simplifier, su decimosegundo álbum de estudio, que acaba de aparecer. Como una serpiente que se muerde la cola, lo último reenvía al origen y cierra un círculo tan virtuoso como vicioso. Es imposible hablar de Simplifier (Simplificar) sin hablar de Boire (Beber), ya que en este último disco buscó un poco el tono y la depuración de aquel experimento inicial. En realidad es imposible hablar de Miossec sin mencionar a ese primer disco de 1995 que irrumpió en la escena musical francesa como una revelación, pero con la espesura y contundencia de una obra de madurez. El título homenajeaba al Drunk de Vic Chesnutt y los temas sonaban al mismo tiempo a Bob Dylan, Leonard Cohen, Neil Young, Tom Waits y Joni Mitchell, pero desde el susurro cascado de un fumador y bebedor francés con pinta de marinero.
Miossec tenía 30 años y se dedicaba al periodismo cuando se encerró a grabar canciones con una caja de ritmos de 1969. Luego mandó la botella al mar: una botella en forma de cassette y un mar inhabitual, porque el cronista eligió enviarlo a redacciones de diarios y revistas en lugar de sellos discográficos. El cassette llegó a las manos de un critico de Les Inrockuptibles, revista que en ese momento fogoneaba lo que bautizó como nouvelle chanson française, una renovación indie de la tradicional chanson por una generación muy influida por la música anglo. Cuando apareció Miossec, ese extraterrestre tan bello y tan roto, la tentación fue meterlo en esa bolsanoventosa de pop, rock alternativo y balada, donde brillaban músicos como Dominique A, Benjamin Biolay o Yaan Tiersen. Pero Miossec era diferente. Para empezar no era músico, o al menos eso creía él, a pesar de haber hecho una incursión jovencísima como guitarrista de la banda post punk Printemps Noir (Primavera Negra) y además sus letras, escritas en versos alejandrinos, eran una mezcla de poesía densa e intimista con relato social, algo que lo diferenciaba de sus coetáneos y que lo posicionó como uno de los mejores letristas de su generación. Además, en ese primer disco sin batería, grabado sólo con guitarra, bajo y armónicas, hubo canciones que se transformaron en verdaderos himnos antinacionales que siguen vigentes.
“Regarde un peu la France” (Mira un poco Francia), con sus referencias a las “crisis permanentes” y la desocupación, dialoga, como si no hubiera pasado el tiempo, con estos días de estallido social francés tras la violencia policial racista desatada en los suburbios. A eso se le sumaba un cover de Johnny Hallyday, el Elvis local a quien nadie en los ‘90, y menos a la generación indie, se le hubiera ocurrido celebrar. Pero Miossec era más under que indie y su respeto por la cultura popular y sus preocupaciones políticas y sociales lo terminaron de alejar definitivamente de los chicos de la nouvelle chanson. A pesar de estas rarezas, o por eso mismo, Boire se convirtió en un éxito de ventas –fue disco de oro– y sacó a Miossec de su ostracisimo etílico. Se puso a componer canciones por encargo de Jane Birkin, Juliette Greco y el propio Hallyday, de quien fue letrista hasta su muerte. A pesar de una inseguridad lacerante (“siempre me sentí un impostor” dice en una entrevista reciente en la revista Rolling Stone) el periodista, ex obrero de astillero, hijo de bombero y ama de casa, itinerante aventurero –vivió en la isla de La Réunion, Bruselas, y en varios lugares de Francia– se transformó en el gran cantautor-cronista de las últimas décadas.
Ver a Miossec en concierto es entrar en una especie de trance –hay que seguir su cadencia cuando se retuerce alrededor del micrófono– y también sufrir un poco, porque se nota que él no la está pasando del todo bien. En varias entrevistas cuenta cómo la exposición lo incomodó desde un inicio y cómo intensificó su alcoholismo –solía salir al escenario borracho–, entre otros problemas. No tiene el carisma de los performers, más bien parece un escritor torturado a quien obligaron a cantar. Pero eso no lo detuvo: desde Boire se propuso sacar un disco cada dos o tres años y cada disco fue acompañado con tours larguísimos. Para Simplifier, además de nutrirse de la energía nostálgica de la gira aniversario de Boire, decidió mudarse de casa y mandó construirunos contenedores frente al océano, como las casillas que usan los pescadores de Brest. Pasó de vivir en una casa de cientos de metros cuadrados a una de 80 (“Necesitaba vivir en un lugar donde pasar la aspiradora no fuera un tema”, le dijo a Les Inrockuptibles) y grabó las once canciones depuradas con su caja de ritmos de 1969, Elka Drummer One, como aquella primera vez. Frasea cada tema como si fuera un rapero (es un fan del hiphop) y realiza su vaivén habitual entre lo íntimo y lo colectivo, desde recordar a sus muertos (“Mes disparus”) hasta el cambio climático.
Con 58 años, ya sin beber y su intranquilidad intacta, Miossec volvió a su puerto y se parece cada vez más a sí mismo.