Cuando tenía siete años me llevaron al otorrinolaringólogo. Las conversaciones de los pacientes en la sala de espera eran: “Con la de veces que vengo ya le debo haber pagado la piscina de su casa” y otro decía: “Con lo mío se hizo el viaje a Europa”. Mi madre dijo que le estaba comprando una sombrilla. A mí me llamaba la atención su nombre: Oliva. Esperaba que me atendiera una aceituna gigante y, cuando abrió la puerta, me sentí decepcionada. Entramos a la consulta y se puso un círculo de acero en la frente, me miró los oídos con una luz y me abrió los agujeros de la nariz con una pinza. Fue rápido, tenía labios violáceos y carnosos, la voz melodiosa. No tuve ningún problema con él, en cambio él dijo que yo tenía uno: las carnes crecidas o “adenoides”, en su jerga. Explicó que había que comprobar cuánto me podían estar afectando con una audiometría.
Al cabo de unos días me llevaron a una especie de estudio de grabación. Fui con Rosita, en las fotos de esa época aparecemos siempre juntas. Era una muñeca de pelo platinado con flequillo abombado, ojos azules que se cerraban si la acostabas y cara simétrica de bebé, como todas las de principios de los ochenta, antes de que adelgazaran y envejecieran como barbies. Tenía agujeritos en el pecho, en la panza un botón y en la espalda una puertita por donde se le cambiaban pequeños discos de colores. Cantaba canciones que deben estar almacenadas en la zona esa en donde se guardan las voces de la gente que ya no existe. El mismo sitio de las palabras que no salen y te hacen chasquear el aire con los dedos al reconocer: “la tengo en la punta de la lengua”.
En la sala de grabación me atendió un chico de rulos con auriculares en la cabeza. Me dio unos iguales para que me pusiera, me quedaban gigantes, me encantaron. Me hizo pasar a un cuartito en el que nos separaba un vidrio, él se quedó sentado frente a una caja de perillas y palanquitas en la sala que me había recibido y me dijo que levante la mano haciendo okey con el pulgar cuando escuchara algún sonido. Nunca había hecho algo tan canchero. La alegría casi me delata, así que reprimí la sonrisa y me mantuve serena. Cuando empecé a escuchar el leve zumbido que me entraba por el auricular izquierdo me quedé quieta y esperé a que el volumen hubiese alcanzado un grado prudencial para levantar el pulgar. Fui observando el movimiento de dedos del chico sobre las perillas y calibré que la atención que se le reflejaba en el fruncido del entrecejo y las mejillas no se convirtiera en incredulidad. Regulé mis okeys para no quedar como una sorda perdida. Estaba claro que no lo era, había entendido todas sus indicaciones, de la misma manera que escuchaba cada uno de los llamados que no respondía cuando mi madre y mi abuela me pedían algo.
Luego vino otra visita al doctor que dijo que había que operar. No encontré en eso una perspectiva especialmente dura. En aquel momento no pensaba que la audiometría que me habían hecho fuera tan determinante, creía que la medicina era una ciencia que no se basaba en la palabra de una nena. Hacía poco habían operado a mis primos de las amígdalas y se habían pasado una semana comiendo helado. Decía Oliva que mi operación sería similar, había que quitar las carnes crecidas que obstaculizaban el trabajo de los tímpanos, nada más. Las amígdalas estaban grandes, pero él prefería dejarlas porque no me daban los problemas de garganta que tenían mis primos. El tipo no paraba de desilusionarme. Como si en el fondo supiera que yo me estaba mandando la parte y él fuera a ponerle remedio a esa conducta inapropiada con un bisturí.
Recuerdo su cara detrás de un barbijo quirúrgico el día de la operación, tenía un sombrerito azul que daba la impresión de quedarle chico. Me puso una sopapa en la boca y me durmió. Cuando me desperté, mi mamá y mi abuela me regalaron una muñeca nueva, también tenía el pelo platinado como Rosita, pero corto y con rulos, en la etiqueta decía que se llamaba Bárbara. A mí no me parecía tan bárbara, Rosita era mil veces mejor, así que las obligué a pelearse en todos mis juegos. Pobre Barbi, de haberse llamado Enriqueta, Rosita no la hubiera tiranizado tanto.
La operación salió bien, salvo el detalle de que estuve unos días supurando cascaritas rojas por las orejas, dolía un poco, pero era soportable. Nada que impidiera mantener mi secreto. Me dijeron que me habían puesto un diábolo en cada oreja, que con el tiempo se irían deshaciendo solos. Años más tarde, cuando me hicieron los estudios de audición para empezar a estudiar magisterio, el doctor que me hizo el certificado volvió a ponerme una linterna en los oídos y me dijo que se veían las dos cicatrices en los tímpanos, como dos asteriscos. Miró la fecha de nacimiento y dijo que era lo habitual en la gente de mi edad, cuando estaba de moda extirparle carnes, padres y órganos a la infancia.
Desde chica siempre me gustó el poder de la mujer biónica, que escuchaba conversaciones a kilómetros de distancia, sin micrófonos ni vasos en la pared. Nada más que con el gesto femenino de echarse el pelo atrás de la oreja se le abría un radar poderoso que le permitía evadirse de las zancadillas que le ponían los malos. Con los diábolos de Oliva no llegué a tanto, pero tampoco tuve consecuencias graves. Otra gente lo tuvo más complicado. A una compañera de la facultad le hicieron elegir, cuando nació su bebé, si quería que sea nena o nene. Había nacido con los dos tipos de genitales, ella eligió varón y el niño pasó la infancia jalonando una operación con la siguiente. Era delgado y tímido, le gustaba quedarse dibujando en una de las mesas de la biblioteca, a un costado de donde trabajaba su madre. Nunca hablé con él, no supe lo que sentía ni lo que hubiera preferido, formaba parte de la legión de criaturas que evitan hablar con los adultos.
Ayer fui a visitar a Ana y a sus gatos, el viejo Mate, que ya tiene quince años y la hermosa gatita sin pelo llamada Lev, que quiere decir corazón en hebreo. Lev estaba inquieta y la llevamos a la terraza. Mientras charlábamos, vigilábamos que no saltara a la calle. Pero no había caso, ella insistía una y otra vez en pasar su cuerpo escurridizo entre las columnas que dan a un alero finito desde donde se ve el vacío. Finalmente, nos cansamos de tener que hacer de policías y bajamos dictaminando que Lev había entrado en período de celo. A Ana le apenó que hubiera llegado la hora de castrarla, el celo anterior lo vivieron encerradas en la casa sufriendo los gritos desesperados y no quería volver a pasar por eso. Estoy convencida de que Lev seguirá conservando su deseo de libertad, ninguna operación consigue extirpar un corazón desobediente.