La noticia decía que es posible hablar con los muertos a través de la inteligencia artificial. “El proceso se lleva a cabo por medio del almacenamiento de recuerdos e información de la persona fallecida a modo de datos informáticos. Posteriormente, se desarrollan chatbots, que son un sistema en la red creado para interactuar con usuarios, por ejemplo, las respuestas instantáneas y automáticas de los canales digitales de servicio al cliente de las empresas. Pero, en este caso, se conocen como “Deadbots” o “Griefbots”, en español, robots de duelo, ya que su objetivo es conversar con personas muertas”, dijeron varios medios que evidentemente reprodujeron sin chistar una gacetilla. Este desarrollo no solo busca que las personas vivas conversen con familiares o amigos que ya no están, sino también con celebridades y personajes históricos.
Podemos decir que en toda la historia de la humanidad los seres humanos hemos querido hablar con nuestros muertos. Pero los muertos han sido reacios a volver a hablar tal y como lo hacían cuando estaban vivos. En las sesiones de espiritismo, el muerto o la muerta suele comunicarse a partir de golpes, escrituras, trances de un medium, no con la voz. También hay algo conocido como psicofonías en el mundo paranormal que refiere a voces que pueden ser captadas por grabadoras de sonido. Y hay gente que ha escuchado voces desde siempre.
Dicen que los perros tardan dos años en olvidar la voz de su amo. ¿Cuánto tardaremos los animales humanos? A veintinueve años de la muerte de mi viejo, no puedo recordar su voz. ¿Cuando la olvidé? No tengo registros. Me acuerdo sí tal vez de su silbido. Le gustaba hacerlo cuando estaba contento, ¿por las mañanas? y me parecía que hacía piruetas con sus silbidos, subía y volvía a caer como un pájaro agraciado. ¿Un zorzal? Por estos días escuché también que con inteligencia artificial hicieron que Gardel cantara nuestro himno mundialista “Muchachos”. Pero no quiero irme por las ramas porque intento hablar de otro tema, no del virtuosismo o no de una recreación.
En los sueños escucho la voz de mi vieja con claridad. Su llamado (¡So!), la manera cariñosa, no como cuando me decía el nombre completo, lo que quería decir que se venían momentos tensos. Durante la vigilia puedo imaginarla con esfuerzo, pero no logro captar su timbre. ¿Cómo describirla? Recuerdo con más nitidez una canción que cantaba mientras lavaba la ropa cuando yo era chica: “yo no le canto a la luna porque alumbra y nada más, le canto porque ella sabe de mi largo caminar... ay lunita tucumana, tamborcito calchaquí...” y luego se perdía entre el agua que caía con furia en la pileta del lavadero.
No es la destreza de su voz lo que hace que la recuerde. Hay voces que no son bellas pero podemos palparlas y parecen tocar ese algo que reverbera en el cuerpo. ¿Cómo cantaba mi madre? Tenía una voz aguda, afinada pero seca. Qué difícil es describir una voz. Una voz puede ser alegre, apagada, grave, chillona. Hay infinitas formas de “pintar” una voz y así y todo es casi imposible que otra persona pueda dar con el sonido exacto que queremos transmitir.
Podemos enamorarnos de una voz sin conocer a la persona. Pasábamos horas hablando por teléfono con esa voz con la que tejíamos una historia junto a los silencios, las pausas, la respiración. “Malherido de amor, necesito escuchar su voz” (al menos por teléfono) cantaba el Paz Martínez.
Hay una voz para cada una de las personas que habitamos el planeta, así como hay un cuerpo, una letra. La voz, como la escritura manuscrita, es parte de nuestra huella identitaria. Sin embargo, a diferencia de la escritura, que podemos reconocer como nuestra a simple vista, escuchar nuestra voz puede desconcertarnos: “¿así sueno yo?” No sabemos cómo sonamos, nuestra percepción está distorsionada. Y cuando nos escuchamos muchas veces no nos gustamos.
Durante la pandemia pasó algo curioso. Hasta el momento no veíamos nuestras caras al hablar pero el hecho de adoptar los dispositivos audiovisuales para comunicarnos con los demás hizo que tuviéramos que verlas durante lo que durara la reunión, la clase o lo que fuera. Eso trajo distintos mecanismos de adaptación, como esos breves segundos para acomodarnos el pelo usando ese espejo que nos ofrecía la plataforma antes de empezar la actividad. Como sea, nos acostumbrarnos a vernos y puede que nos hayamos cansado de hacerlo. ¿Pasa algo similar con la voz? Hay gente que escucha los audios que manda por whatsapp, ¿qué es lo que busca? ¿Es parte de chequear cómo sonamos, cómo nos puede escuchar el otro? ¿Y ese otro, escucha lo mismo que yo cuando pongo el acento en tal palabra o mi entonación es sarcástica?
A la voz no podemos “verla”. Y cuando nos llega por la mediación de algún dispositivo de los que hoy son habituales la reproducimos y confiamos en que es esa persona la que nos habla porque su voz es testimonio de eso. Pero supongamos que una persona muere y recuperamos sus audios, ¿eso quiere decir que esa persona que nos habla está ahí como lo estaba antes de morir? “No hay un día que no me ponga a escuchar los audios”, dice un amigo de Lucas González, ese joven asesinado en la mañana del 17 de noviembre de 2021 en el barrio porteño de Barracas después de entrenar (caso que está siendo juzgado por estos días). Su amigo mira fotos y escucha los audios de whatsapp para traerlo de vuelta.
Suponiendo que lo de la inteligencia artificial funcione, qué tentación... pero ¿podemos realmente pensar que eso nos va a ayudar a tramitar nuestros duelos? En su libro A la salud de los muertos, Viciane Despret habla de las sesiones de espiritismo como una de las tantas formas en la que “los muertos están entre nosotros, y están activos: influyen, transmiten, unen, movilizan, se transforman y nos transforman”. La cuestión, dice, no es si los muertos existen o no, sino cuál es su modo de existencia. Despret se pregunta en qué condiciones se prolonga la existencia de los muertos, qué los sostiene y qué los pone en riesgo, y principalmente de qué son capaces y de qué nos vuelven capaces. ¿Serán capaces de hablarnos a través de la inteligencia artificial?
No lo sé. De lo que sí estoy segura es de que a veces somos hablados por los muertos. No con su voz, pero sí con sus palabras, sus modos. El otro día me escuché decir:
--Se ponen borrachos y hacen cualquier cosa.
Lo dije al aire para que lo escuchara mi hijo mayor. Esa era una forma de hablar indirecta de mi madre. No era yo la que hablaba (¿O ahora también soy eso?).
En el libro Léxico familiar, la escritora italiana Natalia Ginzburg hace un extraordinario trabajo con las frases usuales en su familia, del padre, de la madre; lo que constituía el léxico de su entorno. Su padre “gritaba”, “tronaba” que no fueran “palurdos”, por ejemplo. “Soy aquellos que fueron antes de mí”, dice.
Las voces, las palabras, los modismos de los otros nos atraviesan, incluso estando vivos. Estos días me enteré que decir “cinto” y no “cinturón” es signo de que no soy porteña. Estamos llenos de voces que nos hablan de nuestros orígenes, de nuestra pertenencia social, de clase, de género.
Mi profesora de yoga dice que a veces se siente “hablada” por la voz de su maestro. Esa voz que encierra no sólo sonidos sino un contenido específico, muy concreto, una forma de ver el mundo.
¿Será la inteligencia artificial capaz de reproducir la diversidad de cosas que puede encerrar una voz? ¿Y nosotros, seremos capaces de encontrar consuelo en ello, más allá del primer momento de asombro?