Hay una coincidencia americana que pocos señalan, que en las dos puntas del continente había fronteras con los indios. Y guerras con los indios, interminables guerras de siglos que terminaron creando formas de vida violentas, órdenes sociales. Nuestra frontera estaba al sur, la de los norteamericanos al oeste, y en ambos casos estaban marcadas por fortines y regimientos de caballería. 

Año más, año menos, las dos guerras terminaron al mismo tiempo, con rémingtons y artillería, telégrafos y ferrocarriles, y un espectacular reparto de tierras. Allá en las llanuras y acá en las pampas, los aborígenes habían logrado una cierta paridad militar aprendiendo a usar caballos y aceros, haciéndose ganaderos y creando nuevas formas de guerra. Hay que sacarse el sombrero ante la agilidad cultural de las primeras naciones que pasaron de mirar asombrados a ese bicho español a ser jinetes y criadores consumados en cosa de un generación, como comprobó Garay al refundar Buenos Aires y encontrarse tribus a caballo por culpa de Mendoza.

Pero el fin de las guerras fue una masacre indígena y una degradación para los sobrevivientes. Los soldados salvaron la vida, pero les pagaron con alguna tierrita mal vendida enseguida. Los oficiales vieron a especuladores montar espectaculares estancias ganaderas comprando la tierra de regimientos enteros, más la que le regalaban los gobiernos.

Uno de los que se quedaron sin el pan ni la torta, fue el Coronel William Cody, que no era coronel pero era famoso como Búfalo Bill gracias a un periodista con mucha imaginación. Cody había empezado a trabajar a los once años, cuando murió su padre, y a los 17 era un virtuoso en eso de andar a caballo y un experimentado correo, de los que llevaban cartas y mensajes de pueblo en pueblo. A los 17 sirvió en el ejército de la Unión en la guerra civil y después se conchabó como explorador armado con la caballería, en las guerra indias.

Lo del búfalo vino con el ferrocarril, que estaba por unir las dos costas y necesitaba alimentar a cientos y cientos de trabajadores. Lo más fácil era matar búfalos, que iban en manadas tan grandes que hoy parece un efecto digital de alguna película. Cody tenía una técnica muy simple, la de ir al galope en medio de una manada disparando sin parar. Era capaz de matar cientos de bichos en cosa de horas y lo seguía una caravana de carretas que iban cargando las reses.

A los 23 años conoció a un periodista, uno de tantos buscas que recorrían la frontera buscando notas y creando leyendas. Cody, de pelo largo y bigotazos, joven y buen mozo, daba perfecto y se transformó en celebrity gracias al bestseller que escribió Ned Buntline, casi completamente inventado de punta a punta. El pibe era vivo y se dio cuenta que ser famoso era mucho más lucrativo y descansado que andar peleando en la frontera. En 1872 debutó en un teatro con un espectáculo de lazo, revólver y piruetas de jinete. De paso, inventó al cowboy de las futuras películas.

La cosa creció y en 1883 Cody creó una atracción tan novedosa como los flamantes medios de comunicación masiva del momento, el Buffalo Bill's Wild West. El show no entraba en ningún teatro y necesitaba un flor de terreno en los bordes de las ciudades, porque incluía una aldea sioux, un gran desfile de caballería e indios, y escenas como un a partida de bravos atacando una diligencia. El espectáculo tenía su propia banda y momentos emocionantes como el toque de clarín marcando el ataque de los azules contra el enemigo. En esa cancha pelada, Cody inventó todo el imaginario que Hollywood llevaría al mundo.

El ex jinete profesional se hizo rico, le dio laburo a desempleados famosos como Toro Sentado, Wild Bill Hitchcock y Calamity Jane, y se compró un inmenso rancho en Nevada donde sus actores se podían jubilar en paz. Para 1890, el show comenzó a hacer giras y se internacionalizó: además de cowboys, soldados y apaches, se agregaron árabes, cosacos, turcos y cuanta nacionalidad fuera buena de rienda. Si eran de verdad, mejor, y si no para algo había vestuaristas...

Lo que andaba faltando en el show eran gauchos y aquí entra en la historia, que bien cuenta el diplomático Juan Manuel Ortiz de Rosas, el estanciero argentino Eduardo Casey. Hijo de irlandeses, Casey era rico de verdad, con estancias inmensas por Venado Tuerto y por el sur bonaerense, de esas que creaban sus propios planes de colonización con franceses, alemanes del Volga y por supuesto irlandeses. Casey murió pobrísimo en 1906 después de hacer malas inversiones y una cosa muy rara, pagar todas sus deudas, pero en 1891 estaba en la gloria y en París, donde vio el gran show del momento y le presentaron a Cody.

Casey lo felicitó pero le reprochó que no hubiera gauchos en la bolada, cosa que el ahora "coronel" le admitió. "Argentina queda tan lejos", se excusó el norteamericano. "No hay problema", retrucó el argentino, "yo se lo arreglo". Algunos telegramas después, todo estaba efectivamente arreglado y el 4 de febrero de 1892 zarpaba desde Buenos Aires el  vapor Magdalena llevando diez domadores y doscientos petisos criollos rumbo a Londres. Venían del sur bonaerense y no tenían mucha idea de dónde venía a quedar Inglaterra.

Y resultaron un boom porque hacían algo que a Cody no se le había ocurrido, que era domar potros. Los paisanos se presentaban con sus mejores pilchas y con los pingos tapados de tanto apero de plata, mostraban lo que sabían hacer con el lazo y deslumbraban con las boleadoras. Tanto, que la palabra pasó simplificada el inglés como "bolas" y se sigue usando. La reina Victoria invitó a los argentinos a Windsor y aplaudió a rabiar sus trucos, tanto que muchos años después uno de los domadores, don Ismael Palacios, le contó a la revista El Hogar que era "una viejita muy simpática". La paisanada se encontró en una troupe muy internacional y con problemas de comunicación, pero pingos son pingos y todo el mundo se respetaba. Hubo amistades inesperadas y hasta los apaches probaron el mate. Fueron, posiblemente, los primeros gauchos de la historia que se acostumbraron a dar autógrafos.

Palacios, en el reportaje, agrega algo tristísimo. Un día les llega una invitación a visitarla de Manuelita Rosas a la chacra de su padre en Southampton. Los paisanos fueron con el cónsul argentino en tren y caminaron tres cuadras desde la estación en medio de chacras a la inglesa, hasta que encontraron una que podría haber estado en Lobos, rodeada por un ligustrina y con un rancho pegado que estaba por caerse. "Ni perro había", recordó el domador. Manuelita, vestida de luto, canosa y con una cara pálida y triste, se puso a llorar cuando los vió: desde 1852 que no veía un paisano vestido como se debe.

La hija del Restaurador, curiosamente, les sirvió té y se los comió a preguntas. Pasaron la tarde y para despedirse les dio una foto suya y un abrazo a cada uno en la galería. Los gauchos salieron entre los yuyos crecidos, un palenque casi tapado por la hiedra y el cerco de ligustros, y volvieron a la estación.

Y al laburo, que el show de Búfalo Bill era de las cosas más espectaculares de la época y los llevó de Rusia a California, donde no hubo un futuro productor de películas que no lo viera y lo retuviera como modelo a futuro. Pocos años después se inventa a Tom Mix y Valentino se disfraza de gaucho con sombrerito andaluz y gomina. 

Consta que nuestros compatriotas no se jubilaron en el rancho de Nevada y se volvieron al pago, donde sus aventuras les rindieron años de cuentos en el fogón.