Terminé de leer un libro encantador: Mi año con Salinger de Joanna Rakoff. Es una historia autobiográfica en la que la protagonista trabaja durante un año en la agencia literaria neoyorquina que representaba a J. D. Salinger, el escritor que construyó su leyenda gracias a su obra literaria y por su misantropía extrema. Salinger no aparecía jamás en público, no daba entrevistas, no presentaba sus libros, no desarrollaba ninguna de las actividades habituales con las que se promociona un escritor. No lo deseaba ni lo necesitaba: su obra es, desde hace décadas, de las más leídas de Estados Unidos y él mismo uno de los autores más prestigiosos del siglo XX.

Joanna Rakoff, por entonces una veinteañera licenciada en Literatura, cuenta que llegó a la agencia sin haber leído nada de Salinger. Mientras avanzaba en la lectura yo me decía que no podía creer que existieran amantes de los libros que no hubieran leído El cazador oculto o los Nueve cuentos, sus dos obras más populares. Sus ficciones son amenas, cortas, profundamente emotivas. ¿Quién puede llamarse un buen lector si no ha pasado tardes y noches con Holden Caulfield, o los hermanos Glass? Me estaba por indignar hasta que caí en la cuenta de que yo soy uno de ellos.

No, no leí ningún libro de Salinger, pero sí obras sobre él, ensayos, artículos. Incluso llegué a publicar como editor dos cuentos suyos que no están en su obra canónica. Dar cuenta de los cuatro libros de Salinger no me llevaría mucho más tiempo que el de Rakoff, pero no estoy seguro de que lo haga en los próximos años. Creo que no avancé con Salinger porque estaba ocupado con otros libros, la principal razón por la que uno no lee a tal o cual escritor.

El sueño borgeano de una biblioteca que contenga todos los libros es también, para los lectores, la peor pesadilla. Es imposible estar al día con todo lo que se publica, ni hay tiempo de dar cuenta de toda la historia de la literatura. Hay que tomar decisiones, o muchas veces ni siquiera se las toma. El lector prioriza algunos escritores que le resultan más atractivos sobre las propuestas editoriales y las imposiciones de los profesores de literatura. Las tentaciones son muchas y algunas, queramos o no, tenemos que dejarlas pasar. La vida es demasiado corta y Proust es demasiado largo. Tal vez por eso solo leí las primeras cien páginas de En busca del tiempo perdido.

“Presentarse de buenas a primeras como un imbécil o un ignorante no es la mejor manera de presentarse”, escribió Boris Vian. No es mi intención hacer una apología de la ignorancia ni de la falta de lecturas, sino dejar sentado que, incluso los que leemos mucho, no leímos todo lo que uno piensa que puede leer.

Me considero un buen lector, de esos que no salen a hacer un trámite o a visitar al médico sin llevar de compañía un libro (o muchos, en el e-reader -el mejor invento de la humanidad después de la rueda y de la definición por penales). Nada me parece más bello que una biblioteca armada con obras queridas y disfrutadas y nada más triste que una biblioteca con volúmenes que nadie abrió ni abrirá. Y sin embargo...

Cada época construye un canon, un listado de títulos consagrados o de obras contemporáneas im-pres-cin-di-bles. “¿Cómo no leíste a Fulanito?” “No se puede entender la literatura norteamericana si no se leyó a Menganito”, dicen los que leyeron a Fulanito y Menganito, pero callan que no leyeron a Zutanito. No comparto la idea de imponer lecturas, de la obligatoriedad de haber leído tal o cual obra. Pienso que un buen lector es el que disfruta de la lectura sin atarse al qué dirán de los guardianes del canon literario.

No voy a hacer el listado completo de obras que no leí sino de algunas que podrían horrorizar a dichos guardianes. Ya nombré al bueno de Proust. Otro libro del que apenas leí la mitad fue Lolita de Vladimir Nabokov. Me aburrió. Me pareció pedante y pretencioso. Creo que eso influyó negativamente en mí sobre la obra del autor ruso, porque jamás leí ninguno de sus libros. De Emmanuel Carrere (uno de los “imprescindibles” en estos tiempos) solo leí El adversario, pero ninguno de sus otros libros me despertó el interés suficiente como para priorizarlo sobre algunos de sus colegas franceses (¡hola, Houellebecq!). Algo parecido me pasa con Haruki Murakami, suelo mentir y decir que leí varios libros de él y que me parece ridícula su forma de expresar sentimientos. En realidad, leí solo uno e intenté con otros pero me exaspera. Prefiero a su tocayo Ryu Murakami. ¡Por favor, lean a Ryu, es imprescindible para comprender la sociedad japonesa contemporánea! (me falta el imprescindible emoji de risas nerviosas).

A los catorce años leí A sangre fría, de Truman Capote. Me gustó mucho. Nunca más leí a Capote. No se me ocurre ninguna razón válida para justificar esto. Tampoco leí esas novelas larguísimas de autores norteamericanos contemporáneos que tanto gustan. Ni las de Jonathan Franzen ni La broma infinita de David Foster Wallace. Intenté leer las novelas de Jane Austen, pero las comienzo y las dejo. Las vuelvo a comenzar y las vuelvo a dejar. Me gustaron más las películas.

De los autores argentinos, no leí a Macedonio Fernández ni Amalia de José Mármol, ni La Cautiva de Esteban Echeverría, ni la obra de Leopoldo Lugones (salvo los magníficos cuentos de Las fuerzas extrañas). Reconozco que, salvo el ominoso nombre de Macedonio, me cuesta encontrar autores del canon argentino de los que no haya leído, al menos, parte de su obra. De algunos leí sus obras completas, de otros más de un libro. Podría nombrar algunos autores de comienzos del siglo XX, pero creo que a nadie lo horrorizaría esa ausencia. Hay casos raros como el de César Aira. Devoré sus primera seis o siete novelas, pero no me interesé en los siguientes cien libros (en realidad, leí dos más). Si uno leyó ocho libros de un autor puede decir que conoce su obra, pero no es el caso del prolífico Aira. Lo grave es que solo con la lectura de esas primeras novelas sigo insistiendo en que “no me gusta Aira”. Sí, una vergüenza.

Siento la tentación de poner algo de los libros que leí para no quedar tan ignorante, como desaconsejaba Boris Vian. Pero prefiero humillarme un poquito más y dejar constancia de que no leí las aventuras de Sherlock Holmes, ni las historias de Agatha Christie, ni la mayoría de las novelas de Stephen King. Con King me pasa lo mismo que con Aira, pero al revés: leí sus primeras novelas y me gusta mucho, a pesar de que por razones oscuras e incomprensibles no volví a leerlo en la última década. Ahí se acumulan libros y libros suyos que no pierdo la esperanza ni las ganas de leer alguna vez. No en el 2023.

 

Hace menos de diez años no había leído ninguna de las novelas de John le Carré. Hoy es uno de mis autores favoritos y raciono cada libro que me falta leer con más cuidado que el agua potable un montevideano. No quiero que se me termine tan pronto. Y cuando eso ocurra, volveré a leer todas y cada una de sus novelas. Pienso que entre los autores que todavía no leí se esconde alguno que se va a convertir en un escritor imprescindible en mi vida. Lo espero. El lector voraz es un animal optimista.