Desde Barcelona
UNO Rodríguez está tan pero tan aburrido (el supuestamente divertido verano es en realidad la estación del aburrimiento) que se mete a un cine a ver el film de animación The Emoji Movie. Es casi lo único que se ha estrenado: la opción es una revisitación con muchos efectos especiales del mito del Rey Arturo. Rodríguez elige la de los emojis, porque Rodríguez odia desde siempre a los emojis y ama desde siempre al mito de Excalibur. Y no tiene ganas de empezar a odiar a Camelot pudiendo odiar aún más los emojis. Y The Emoji Movie (emoji fue palabra del año 2015 para el Oxford Dictionary; España ya consiguió su emoji de paella y ahora lucha por obtener el emoji de sangría y el de tortilla y el de jamón ibérico y el de calimocho) no decepciona. No solo aumenta la intensidad de su aburrimiento sino que le añade una buena dosis de indignado hastío que, por momentos, crece a pequeño y efímero y novedoso estallido de furia en su odio ya añejo por los emojis. Porque la película es muy aburrida. Y no sólo se aprovecha mal y descaradamente de la gloriosas e inteligentes Toy Story, Inside Out y Lego Movie (en comparación, Wreck-It Ralph es Citizen Kane) sino que, además, es un apenas subliminal y largo comercial –según The Guardian– “de insidiosa malicia”. Un artefacto cuya verdadera finalidad es la de arrastrar a los niños aún más a las abismal y profunda superficialidad de hielo delgado de anoréxicas tablets y bulímicos móviles. El “mensaje” edificante y didáctico que suele incluir todo film infantil es, en este caso, casi obsceno: porque el protagonista, un emoji de nombre Gene, nativo de Textópolis e hijo de variedad “meh” (aburrida), quien padece el cuasi psicótico desorden de la expresiva multi-expresión. Y, por lo tanto, es “anormal” y “no funciona” y es un “desperfecto”. Así, Gene (entre chistes-de-caca a cargo del emoji Caca) emprenderá un viaje en busca de la gestualidad única y clara y funcional. Una “aventura épica” (los cínicos o descerebrados productores del esquicio declararon que “el hecho de que los dueños de todas las apps a las que les propusimos aparecer nos dijesen sí en el acto es prueba clara de cuán atractiva y relevante es The Emoji Movie”) pasando por Just Dance y Candy Crush, por Instagram y por Spotify, y por tantos de esos lados. Lugares a los que el usado usuario arriba sin tener que moverse un centímetro o pensar un minuto. A no ser para que se le ocurran cosas (esto es verdad, esto ya pasó) como escribir una versión en emojis de la para muchos soporífera Moby-Dick. O repintar tediosos cuadros puntillistas con emojis a esos entretenidos “artistas” que aseguran que “cada vez me cuesta más pensar en palabras teniendo los emojis”. Y al final del film, claro, aceptación y redención y viva la diferencia. Pero el mal ya está hecho. Y así varios de los niños en el cine lo primero que hacen cuando se encienden las luces es apagarse encendiendo sus teléfonos. Y los que aún no tienen teléfono se lo piden a los gritos a sus padres porque, sí, aúllan que están muy aburridos.
Misión cumplida.
DOS Y no hay verano en que los medios visuales y escritos no insistan en la importancia del aburrimiento. Sobre todo en los niños (se repite que sólo zambulléndose en el aburrimiento se aprende a nadar en océanos de creatividad) pero no en esa mente infantil e insomne y paranoide de @realDonaldTrump twiteando desde la Casa Blanca. El aburrimiento como mal de una época sobreestimulante en la que, paradójicamente y según los neurólogos, nos aburrimos más que nunca (hay tests que han resultado en que hay gente que prefiere recibir electro-shock antes que aburrirse). O el aburrimiento como esa inercia que ayuda a la aceleración de las revoluciones del mundo. Creativo o destructivo. O, simplemente, aburrido. Ustedes elijen. Dime cómo te aburres y te diré como eres y hasta la Wikipedia admite que “no hay una definición universalmente aceptable del aburrimiento”. Para algunos lleva a la drogadicción y a la ludopatía y al fracaso (hay empresas que tienen “habitaciones de aburrimiento” en donde confinan a aquellos empleados a los que quieren echar pero no quieren pagarles la indemnización y, por lo tanto, los ponen a allí a aburrirse hasta que renuncian). Para otros te enseña a crear y te vuelve adicto al éxito de inventar grandes cosas. Especie rara, virus exótico y, sin embargo, todos estuvimos allí como allí estuvieron Charles Dickens (a quien se le atribuye la formalización y primera mención de aburrimiento en su para muchos aburridísima Bleak House; pero seguramente a muchos de esos muchos The Emoji Movie les pareció muy graciosa y genial) y antes Pascal y después Nietzche y Kierkegaard y Schopenhauer y Heidegger y Fromm y Sartre. Y en el principio la Biblia; quien lo emparentó con “el demonio del mediodía” que arrastraba a los infiernos de la depresión.
Porque, claro, el aburrimiento es muy divertido como filosofía de vida. Y días atrás el suplemento de The New York Times enumeraba varios libros recientes sobre la inmaterial pero contundente materia destacando –entre ensayos científicos y sociológicos y manuales de instrucciones para aburrirse bien y benéficamente– uno sobre David Foster Wallace como escritor de la Gran Novela Americana Aburrida. Y mencionando, de paso, al afrancesado ennui del “hombre superfluo” marca Oblomov/Onegin de la literatura rusa, y a la música grunge de la Generación X donde se gruñe o se suspira porque no hay nada mejor que hacer, y a esos lectores a sueldo leyendo una y otra vez El conde de Montecristo para que no se aburran los enrolladores de cigarros cubanos. Y se enumeraba los cinco tipos clásicos de aburrimiento: indiferente, calibrador, inquieto, apático, reactivo. Rodríguez lee de qué trata cada uno y son todos igual de aburridos. Pero parece que primero hay que atravesarlos para recién después acceder a la revelación definitiva de que primero hay que no saber qué hacer para recién luego descubrirse a uno mismo. Y, entonces, arriesgarse a saber si uno puede divertirse. Es decir: saber si uno es puede ser divertido.
TRES Pero, ah, no hay mal que por bien no venga ni aburrimiento que no se convierta en algo digno de atención. Y Rodríguez ve que en la butaca de al lado alguien se olvidó un libro. Y que se trata de una advance copy de la inminente Mrs. Osmond, de John Banville (uno de sus escritores favoritos) que, para no aburrirse, se animó a continuar The Portrait of a Lady, de Henry James. Y Rodríguez lo abre al azar y allí lee a Isabel Archer declarando que “Creo que no reconocemos lo suficiente a la fuerza del aburrimiento en los asuntos de los seres humanos”.
Y, libro en mano, Rodríguez se dice que ahora tiene diversión asegurada y placer garantizado para los pocos días del aburrido agosto que le quedan a solas. Antes de ir a buscar en auto (los principales accidentes en la carretera son producto del aburrimiento al volante, advierten las encuestas), rumbo al sur, a su aburrida familia que, al verlo llegar pensarán “Yupi” o “Ufff”. Y mejor no pensar en qué pensarán, piensa Rodríguez, mientras su rostro no deja de cambiar sin decidirse por ese o éste o aquel estado de ánimo. Y no: no hay emoji que pueda definir y sintetizar lo que siente. Y Rodríguez, aún sintiéndose mal, siente que está muy bien que así sea; y que ya se le va a ocurrir algo divertido al respecto. Mientras tanto y hasta entonces, seguirá aburriéndose y consolándose con que, si hay suerte, después del “Meh” viene el “¡Hey!” y, si hay más suerte aún, el “¡Eureka!”.