Ahora que don Esteban Volkov Bronstein, nieto de Lev Davidovich Bronstein –más conocido como León Trotsky– murió en México a los 89 años, recordé las vueltas de la vida que me vincularon a esa historia. No solo porque siendo estudiante en la UBA en los años 60 me había enamorado de un trotskista y también del ideario trosko, como se decía, sino porque muchos años más tarde, estaba atrapada en esa historia. Era mayo de 1983, una época de lluvias ralas atenuadas por el smog en el Distrito Federal mexicano, que había dejado de ser la región más transparente, como la bautizó Humboldt en 1804, pero se resignificó en la novela de Carlos Fuentes en 1950, cuando aún el volcán dormido del Popocatépetl derramaba nítida su silueta sobre el valle de México. Las citas librescas valen porque la vida de Trotsky y sus descendientes fue tan novelesca como los textos de Alfonso Reyes en Visión por Anáhuac (1917) y la novela de Fuentes. Y no menos que la de muchos de nosotros, exiliados en ese territorio tremendo, bello y enigmático como la cultura que encerraba cada uno de los personajes del Pedro Páramo de Juan Rulfo. Después de todo, era como él había reflexionado en una entrevista que le realicé en el Instituto Nacional Indigenista, donde aún trabajaba: “Argentina y Comala se parecen”, me dijo enigmático. “¿Por qué, maestro?”, pregunté. “Porque la Argentina con sus desaparecidos, con sus espectros, es como Comala.” Así que México era también sus libros. Y la Argentina, sus tragedias. Y nuestra vida: yo estaba exiliada allí desde 1980. Vivía en la bellísima delegación de Coyoacán del DF y trabajaba como periodista.

Los días posteriores a la entrevista con Rulfo, realizada a mi regreso de unas vacaciones en Italia, me encontré con el querido Noé Jitrik, que dirigía la Casa Argentina de Solidaridad, que nucleaba al exilio argentino. Noé escuchó mis lamentos: antes de regresar al DF, en el helado enero del 83, en un control de rutina en el Ospedale Ginecologico-Ostetrico Sant’Anna de Turín, el ecografista había gritado: “¡Ci sono le petrine!”. Me comunicaba la novedad de mis cálculos en la vesícula al tiempo que se reía de mis maldiciones en español. Noé, el sabio de nuestra tribu, logró que me atendieran en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición del DF, el más especializado en ese tipo de malatías. Fue un enorme privilegio y consideración, cuidado y solidaridad de los mexicanos porque los exiliados contábamos con servicios sanitarios no tan especializados. Así que allí fui, aquel mayo de 1983 cruzada por temores a la que seguramente sería la primera operación de mi vida. La costumbre del Instituto era recibir al paciente con un o una médica clínica que, a lo largo de unas cinco horas, realizara una completísima historia clínica con antecedentes familiares, médicos y estudios, como el Papanicolau y radiografía de tórax incluidos en esa consulta.

La médica que me tocó en suerte era una joven de 25 años, rubia, alta, con una cordialidad fuera de lo común. “Soy Patricia”, se presentó. Luego de los chequeos físicos de rigor, me preguntó por mi historia familiar. Y por qué estaba exiliada. Así que le conté. “¿Entonces eres trotskista?”, preguntó. “Ya no”, resumí luego de haberle contado cómo había renunciado a esa tendencia, cómo había huido de la Argentina, del dolor por mis amigos desaparecidos, de mis parientes perseguidos y de cómo lucharía siempre contra una dictadura criminal que, además, acababa de enviar a miles de nuestros jóvenes a la guerra de Malvinas. Guardó silencio ante el llanto contenido en mi relato. Y luego me dijo en medio de una carcajada: “Yo sí soy trotskista, porque amo a Rosario Ibarra de la Piedra”. Sabía algunas cosas de Rosario: que en ese momento era la candidata de la izquierda trotskista a la presidencia de México. Que su marido había sido un luchador comunista y que era la madre de Jesús Piedra Ibarra, desaparecido en 1973 por pertenecer a la guerrilla de la Liga Comunista 23 de septiembre. Doña Rosario era como una Madre de Plaza de Mayo y una luchadora intransigente contra el poder.

En ese momento de la consulta, el vínculo entró en un camino de mayor intimidad y confianza, salió de los típicos cánones de la relación paciente-médica. Hablamos de nuestra vida amorosa, del exilio, de la situación en Latinoamérica, de la presión norteamericana, de esa famosa frase: “México, tan cerca de los Estados Unidos y tan lejos de dios”. Antes de despedirnos, como para sellar una mirada compartida sobre nuestro destino común, Patricia me dijo: “Además me llamo Volkov. Y soy la bisnieta de Trotsky”. Parecía fascinada de conocer más íntimamente a una exiliada; yo no podía creer que estaba en presencia de una descendiente directa de uno de los líderes que había admirado no solo como revolucionario sino como un teórico marxista brillante y tenaz crítico del poder. Así que intercambiamos teléfonos. En los meses de tratamiento que siguieron durante 1983 la visité varias veces en el Instituto. Pude entender su solidaridad con mi condición de exiliada: sus abuelos y padres lo habían sido. Su madre, Palmira Fernández, era hija de españoles republicanos exiliados en México. Los Fernández-Volkov tuvieron cuatro hijas. Ella quería especializarse en infectología. Seguía el camino de su padre, que estudió Química y trabajó en un laboratorio mexicano que sintetizó por primera vez la fórmula de la píldora anticonceptiva. No dudé que sería brillante. No tuve tiempo de conocer a las hermanas de Patricia. Porque eran tiempos revueltos en el exilio argentino: todos preparábamos las valijas, sobre todo a partir de octubre de 1983, cuando Raúl Alfonsín ganó las elecciones y comenzó la maravillosa sensación de que el destierro había terminado.

Me operaron en enero de 1984. Un mes antes de mi regreso definitivo a la Argentina. Como no existía aún la laparoscopía para ese tipo de operaciones, y estaba nerviosa por tantas horas a panza abierta, y porque no me podía morir justo antes de volver a mi patria, recuerdo que comencé a fantasear que cuando entrara al quirófano seguramente –les dije a Patricia y a Silvia Bleichmar, que por entonces era mi psicoanalista– habría música de Bach. Nunca sabré si ella lo pidió, pero sí sonaba tenue el Preludio para la Suite número 1 con violoncello-piano mientras el anestesiólogo me retaba porque “ya te vuelves a tu patria y nos abandonas”, como si hablara de una traición. Lo cierto es que, tal como me había prometido, Patricia fue la primera persona que vi cuando desperté en la sala de terapia intensiva. “Si haces pis, te saco de aquí”, dijo con cierta sonrisa conspiradora que definía sus rasgos.

 

Semanas más tarde, visitamos la casa-museo de su bisabuelo don León, en Coyoacán, en la avenida Churubusco, muy cerca de la casa de Frida Kahlo y Diego Rivera, y muy cerca de donde yo vivía. Fue un viaje a su historia trágica y a mi historia. El recuerdo de aquel asesinato. Sería largo describir aquí ese lugar oscuro y al mismo tiempo luminoso, porque la vida y la memoria finalmente, dijimos con Patricia, habían vencido. Las flores, los pájaros, el silencio conmovedor que nos arropaba. Y la vida, la vida que se imponía. Patricia y su pareja entonces, Cuauhtémoc (familiar de Lázaro Cárdenas, el presidente que había autorizado y protegido el exilio de Trotsky), me acompañaron en mi último cumpleaños en Coyoacán en enero de 1984. Intercambiamos teléfonos y direcciones que el desexilio traspapeló definitivamente. El domingo 18 de febrero de 1984, sobrevolé la silueta tremenda del Popocatépetl rumbo a Buenos Aires. Nunca volví a ver a Patricia porque nunca más volví a México. Lugar del cual, queda claro, nunca me fui.