Las elecciones del domingo pasado en nuestro país transcurrieron con particular tranquilidad y entusiasmo. Millones de personas fueron a los lugares indicados, con distintas expectativas, pero una actitud que los abarcó a todos, que fue la de la conciencia de ejercer su derecho a expresarse. Era un día feliz, y como se suele decir, una fiesta de la civilidad. Por la noche, la mayoría de los votantes se sentaron en sus casas frente a los televisores, para saber si el resultado obtenido coincidía con sus sueños. También, muchos dirigentes y militantes se acercaron a los respectivos “bunkers” para el tradicional “aguante”. Cada medio de comunicación, desde sus propios intereses e ideología, desarrollaba los títulos que ilustraban las pantallas. A la hora señalada, 9 de la noche, los argentinos estábamos pendientes de lo que se había prometido, que eran los números oficiales de la votación realizada. Mientras, una muy selecta minoría, quienes tienen el poder formal y quienes manejan los hilos del poder real, se dedicaban a otra tarea. Ponían en marcha un plan siniestro, cuidadosamente elaborado, que consistía en una puesta en escena, de música estridente, baile contagioso, canapés elegantes, y miles de globos de colores cayendo desde un alto techo. No interesó en ningún momento, cuando se pensó el programa, el verdadero resultado de la votación popular. Porque siempre bailarían ellos, los dueños de los globos. Eso, porque si realmente hubieran ganado –en uno o más lugares del país–, los discursos serían de agradecimiento, felicidad, plenitud, amor y comprensión. Y si hubieran perdido –en uno o más lugares del país–, el escenario previsto era idéntico. Agradecimiento, felicidad, plenitud, amor y comprensión. Y semejante ficción era posible porque, quienes desde el poder -formal y real-, y desde la propiedad de los principales medios de comunicación –varios manchados con la sangre de las víctimas del terrorismo de Estado–, contaban con una patética condición, la eficiencia de su psicopatía. Porque sólo individuos sin conciencia, sin remordimiento alguno, sin sentimiento de culpa, y sobre todo sin que les importe un milímetro el prójimo, pueden ser capaces de planificar lo vivido en nuestro país, desde las 21 horas del domingo hasta las 4,30 de la madrugada del lunes. Con órdenes precisas y muy fríamente calculadas, se dosificó la información no sólo para transmitir una imagen ganadora, sino que, aun habiendo perdido, como les constaba, en la provincia de Buenos Aires, festejaron eufóricos un supuesto triunfo en el distrito más importante del país. Y entonces, los canapés, las bebidas, la música y el baile, invadieron cada espacio del elegante lugar, en una sádica escena en la que la realidad –haber perdido– no tenía ninguna importancia. Y luego de la excitación típica de los triunfalismos planificados, se fueron. Los trabajadores del lugar, comenzaron a pinchar los globos que quedaban en el piso y a barrer el salón. Se apagaron las luces. Lejos de allí, desde Salta hasta Tierra del Fuego, millones de argentinos, sorprendidos por el espectáculo presenciado, veían a altas horas de la noche, que las pantallas de sus televisores mostraban un cambio que sería irreversible en los resultados de la provincia de Buenos Aires. Fueron tomando conciencia que los dueños de los globos los habían engañado. No sólo con los números de la provincia ni con el manejo brutal de la información, sino con el fraude social de quien, sin remordimiento alguno, subestima y daña gravemente a la gente y a la institucionalidad. Porque millones de ciudadanos que confían en la democracia y en el voto popular fueron estafados, aunque por suerte, por poco tiempo. Ello, ya que el pueblo, más temprano que tarde, va a triunfar sobre la perversión de un puñado de psicópatas que sólo disfrutarán un rato de una gloria, tan efímera como los globos de colores que se fueron pinchando el domingo a la noche. 

* Ex juez federal.