La tía Cata era minúscula y amable, no tenía marido, se peinaba los cabellos grises, húmedos y tirantes hacia atrás y vestía irrevocablemente –verano e invierno– con un batón de percal negro, a lunares blanquecinos.
Yo la visitaba en la casa holgada, donde vivía con su hermana, su cuñado, una sobrina y una quinta de tomates y verduras en el fondo; también había gallinas ponedoras y conejos. Tenía una bella voz de soprano, relajada y plana, pero afinada como el viento. Yo llegaba, daba un par de vueltas educadas, me tomaba un café con leche, y le pedía que me cantara “En Francia había una niña”.
Ella se arrellanaba en su silla y entrecerraba los ojos: “… una niña, carulí, hija de un capitán, carulirulí carulirulá”. Nunca la vi en otra silla, así como tampoco vestida con algo que no fuera el batón. Ignoro si era el único, o parte de una colección de mellizos. La niña tenía un pelo hermoso que tal vez peinara su tía, con peinecito de oro y horquillas de cristal.
Cuando la heroína enfermaba, el aire se interrumpía, y un rumor mutilaba las vértebras del tiempo. “Carulirulí, carulirulá…”. Ya en el cortejo que la llevaba a enterrar, dentro de una caja de oro con tapa transparente y dos pajaritos ciegos (“…cantando el pío, pá, carulirulí, carulirulá”), yo sentía una dulzura insoportable, un tormento maravilloso: el placer fatal de ver sufrir a mi parte más animal, la más pura.
Había algo blando e innoble en esas rachas de aflicción; intuía que –hasta que ya no lo tuviera– no sabría exactamente lo que estaba perdiendo. Se paga un precio por lo que hicimos (o debimos haber hecho y no hicimos): el de convertirnos en lo que nos hemos convertido.
Le hacía repetir la canción tantas veces cuanta paciencia me tuviera. De su garganta salían mariposas de alas negras que no contestaban a mis preguntas. Un olor picante a tabaco salvaje, a creolina, me aturdía durante el resto del día.
Muchos años después, una tarde me abrazó el olor ácido y confiado del tabaco silvestre. Algo dentro de mí lo asimiló y fue cosa de instantes antes de que se desdoblara frente a los ojos de mi recuerdo la habitación donde la tía Cata me cantaba “En Francia había una niña”. Ese fenómeno de la memoria se llama “la magdalena de Proust”.
Como si acabara de verlos, aparecieron a continuación el baño de aquella casa, el fijador para el cabello Brancato, con “tragacanto de Persia” que usaba mi tío Juancito –el cuñado de la tía Cata–, y el barullo que se armó la vez que quise robar un poco para mis experimentos y se me cayó el frasco.
El pueblo de la tía Cata era una colonia piamontesa del noreste de Córdoba, y en la década de los ’50 el recuerdo de Giuseppe Garibaldi –el recuerdo de lo que otros recordaron antes– estaba tan vivo como si el rebelde recién hubiera muerto: allí y entonces, el tiempo se movía montado sobre un caracol.
Yo creía que era por esa razón que la tía Cata solía cantar “… se le vero que le morto Garibaldi... ¡Pum!... ¡Garibaldi!... ¡Pum!... ¡Garibaldi...!”, mientras le tiraba puñados de maíz y sorgo a las aves de corral, de entre las que se destacaba un gallo arlequín, mínimo, nervudo y engreído, que la seguía a todas partes. La escuchaba, y me condolía por el patriota e imaginaba un cielo de placas de cobre, mientras el héroe libertario miraba perdido entre la niebla de las regiones superiores, con su ceño severo e hirviente.
Me hizo falta madurar mucho antes de enterarme de que el Garibaldi citado en la canción, no era ningún libertador de nada sino el protagonista de un tema de Ignacio Corsini, un cuzco artero y dañino cuya muerte fue celebrada por todo el barrio de la Boca. “… se le vero que le morto Garibaldi...”. Ya no estaba en edad de decepcionarme por cosas así.
¿Y cuando la tía Cata me arrastraba hasta la peluquería? Me malhumoraba la inminencia del paso de la cuchilla sobre la nuca y su raspaje lúgubre. Con el propósito de contentarme, tarareaba: “Salite de la esquina, barbero loco, tu madre no te quiere, ni yo tampoco”. A veces, el chasquido de unas tijeras me devuelve aquellas emulsiones batidas con agua y gas, el hondo olor a colonia, el bigote “anchoíta” del barbero, y el vestigio a limpio de las toallas tibias. “Antes que las tijeras, te diste maña, para cortarme el pelo con la guadaña”. La “magdalena de Proust”.
Si la infancia es una patria, el recuerdo de la infancia es una patria de la cual no hay modo de que seamos desterrados. Todo lo hemos perdido, lo estamos perdiendo y lo perderemos. Salvo esas piedras inesperadas, incrustadas en las honduras de las redes neuronales, que esperan su momento para devolvernos por un tiempo el olor veteado de la felicidad.