Juan Callegari era un hombre de fortuna. Debido a eso, y a la forma de vestir y a cierta pose intelectual que adoptaba al hablar, y a la pipa, le llamaban ingeniero. Título académico no tenía, pero bueno, después de todo en la barra de machos argentinos de la que orgullosamente formaba parte ninguno coincidía con su apodo ni era lo que parecía ser. El Gauchito Soria repudiaba su sobrenombre desde que se lo habían impuesto allá, en la escuela de su lejana infancia, cuando para las fiestas patrias lo elegían siempre para bailar el pericón; el Lungo Bermúdez era petiso y el Muñeco Ramírez era más feo que apretarse un dedo con una puerta, decía el Turco que, a la sazón, era gallego.

La barra pasaba sus días de ocio sin mayores sobresaltos, hablando de minas al compás de algún tango que alguno con una moneda de cinco hacía sonar en la fonola, jugando al billar, al truco o al siete y medio en el viejo boliche frente a la plaza, pero cuando apareció Luisana taconeando por las veredas del barrio el ingeniero perdió la cordura. En ese momento se acabó para él ese aburrimiento brumoso en el que el tiempo se desgranaba, hora tras hora, en una lenta espiral indiferente. Fue entonces que desapareció, sin aviso, tras los pasos de la recién llegada.

Hasta ahí, nada del otro mundo: un hombre trotando enceguecido tras una mujer, antigua tragedia masculina, según teorizaba en otras épocas el propio ingeniero Callegari. Pero cundió la alarma entre los amigos cuando el Gauchito, en medio de una ronda de ginebra nocturna, se despachó con la información confidencial que poseía sobre la tal Luisana. Lo que acabo de decir, hermano, no lo dije por botón sino porque estoy preocupado por el amigazo del ingeniero. Y no es chisme, eh. Todo lo que les conté lo sé de primera mano, dijo al terminar el relato mientras alzaba la copita y hacía un guiño con su ojo izquierdo. Las palabras sin retorno pronunciadas esa noche decidieron los pasos a seguir. En democrática asamblea la barra asumió que, más allá de cualquier otra consideración, se debía cumplir con el deber de lealtad al que estaban obligados en mérito a los sagrados códigos de la amistad varonil. El Gauchito, en tanto era el más informado, era también el más apto para llevar a cabo la misión de advertir al amigo descarriado acerca del bardo en el que estaba corriendo el riesgo de meterse.

Aquel día Soria aprovechó que el ingeniero, luego de algún tiempo de ausencia, había ido a desayunar al boliche. Se sentó frente a él y bajando la voz se lo tiró de una. No te enojés, Juan, es de puro varón y buen amigo que te lo digo, para evitarte un disgusto peor más adelante. Callegari dejó La Capital sobre el nerolite mugriento y sonrió. Tal vez se lo tomó en joda, o no lo quiso creer, o quizás le dio un poco de bronca o, hasta es posible, que de celos. Es que el ingeniero, a raíz de la sabiduría que el Gauchito parecía demostrar sobre los antecedentes –el prontuario, diría el Turco- de Luisana, no puede haber dejado de suponer que algo había tenido con ella en otro tiempo. Debió ser por eso que pronunció esa frase tan ofensiva para la sensibilidad de su amigo. Al tiempo que vaciaba la pipa en el cenicero y dejaba escapar una nube de humo por un costado de la boca, le dijo: "Vos, Ramón, siempre tan gauchito ¿eh? Bueno, gracias por avisar", y volvió a la lectura. El Gauchito resopló y apretó fuerte los labios. Después, mientras se levantaba despacio, con las palmas de las manos todavía apoyadas sobre la mesa, se agachó un poco, acercó su cara a la cara del ingeniero, lo miró a los ojos y murmuró algo que resultó inaudible hasta para los chismosos de orejas más afiladas del boliche. Acto seguido se fue y ya no le volvió a hablar.

Como para todo el mundo en algún momento, una noche llegó el tiempo de la revelación para el ingeniero. Y esa noche, a través de una experiencia irrefutable, la de la desnudez de los cuerpos, los ojos de Juan Callegari pudieron comprobar, fuera de toda duda, lo que el Gauchito le había anticipado. Pero él hizo como si nada. El amor siempre está más allá de los pequeños detalles y la anatomía es sólo eso, un pequeño detalle.

Que aun así siguiera frecuentando a su nuevo amor era lo que ningún miembro de la barra alcanzaba a explicarse ni a perdonarle. Ni el Gauchito, que ahora se mostraba más taciturno y apegado a la botella que antes, ni el Lungo Bermúdez, a quien el ingeniero había dejado de saludar apenas insinuó -con la mejor buena intención, claro- interesarse por el asunto, ni el Muñeco Ramírez, que fiel a su pasado de monaguillo, comentó con gesto de asco y luego selló sus labios, que ésa era una relación inaceptable para cualquier cristiano bien nacido. El Turco, como siempre, prefería abstenerse de opinar, pero no disimulaba su disgusto.

Así las cosas, el ingeniero dejó la barra y el café, algo dolido pero firmemente determinado a luchar contra los prejuicios heteronormativos aún vigentes en la sociedad capitalista.

En esa lucha descubrió un mundo inédito, esclarecedor, deslumbrante. Y todo gracias a Luisana. Aunque, bien mirado, no tenía nada para agradecerle porque, si bien fue ella la que lo enamoró, su aporte no fue más allá de ahí. Luisana era de esas personas que se dicen apolíticas y no se interesaba más que por su vida y su propio bienestar. Fue él solito quien, necesitando darse una justificación, encontró la bibliografía que acabaría proporcionándole espesor ideológico y sustento científico a su metejón. Ya no necesitaría hacerse el distraído negando el tormento con que lo acosaba su costado machista, ni andar buscando argumentaciones románticas para justificarse. Ahora tenía la clave científica y la lucha política en un puño, sólo restaba aprovecharlas. Fue así que asumió el compromiso público de promover una ley que consagre la igualdad de género. Ese compromiso redundó en una militancia sin desmayo por la citada causa y no era raro verlo portando una pancarta o una bandera en las distintas movilizaciones. Luisana nunca lo acompañó. Necesitamos una ley que vaya más allá del mito bíblico y de la vetusta y decadente definición anatómica de los sexos, afirmaba enfático, con un lenguaje, hasta ese momento, inusual en él.

Luisana, aunque no le importaban ni las necesitaba, aceptó de inmediato las nuevas convicciones ideológicas del ingeniero así como la propuesta de convivencia que llegó acompañada de un ramo de coronitas de novia afanado de la plaza frente al boliche. Así fue como pasó a compartir con Callegari el chalet californiano, la tarjeta de crédito, la de débito, la chequera, y hasta a Bonaparte -el perro ovejero que pasó a vivir dentro de la casa y pronto, de tan sobado, dejó de ladrar y de patrullar la propiedad-.  Muy pronto también aprendió a manejar el BMW y la Harley Davison que Callegari guardaba en la cochera. Por esos días el ingeniero se mostraba feliz y muy activo en su nueva militancia a favor de la modificación de la lengua. Nada de genéricos masculinos, discutía hasta en el almacén. ¿Por qué el idioma tiene que ser tan discriminador, eh? Hay que inventar una nueva vocal que reemplace a la “o” y a la “a”. Una vocal que no haga diferencias o, si eso no fuera posible, utilicemos entonces la “e”, tan cara al espíritu francés ¿no ha sido acaso esta nación ejemplo para la humanidad también en lo que hace a la fraternidad y a la libertad. Democraticemos, ahora, el lenguaje.

 

Por último, como era previsible y todos esperaban, mientras él se entretenía con sus nuevas certezas, llegó el tiempo del final. Primero descubrió la nota pegada en el volante del Be Eme, luego supo que no le quedaban fondos en la cuenta corriente ni en la caja de ahorros, más tarde comenzaron a llegar las deudas y el resumen desmesurado de la tarjeta de crédito. Pero nada de eso parecía importarle demasiado. El verdadero mazazo, lo que lo dejó azorado, lo que le cortó la respiración y le hizo caer la pipa, fue el abandono de Luisana. ¿Qué eran las posesiones materiales comparadas con el amor inesperado recién descubierto y ya perdido?

Ahora, por las noches, suele mirar con tristeza por la ventana mientras espera verla llegar cruzando la calle y alzando una mano para saludarlo. Pero poco a poco va perdiendo las esperanzas. Poco a poco comprende que ella nunca podría haber experimentado en su corazón algo ni siquiera parecido a la que él sintió la primera vez que la vio después de escuchar sus tacos latiendo en la vereda. A veces recuerda las últimas palabras que le dirigió el Gauchito, aquellas que dijo con rabia, entre dientes, ofendido por su ironía y casi chocando nariz con nariz: "Escuchá, Juan, mirá que te estoy haciendo un favor aunque no te lo merecés, te lo digo por experiencia, ojo que este aviso es por única vez: cocodrilo que se duerme es cartera". Y qué coincidencia, piensa con una sonrisa amarga el ingeniero, es el mismo refrán que Luisana dejó escrito en aquel papelito rosa perfumado que encontró pegado en el volante del Be Eme.