No conocía su existencia hasta que un frío 20 de junio de 1989 pasadas las seis de la tarde atravesé la plaza. El barrio Belgrano de la ciudad de Mar del Plata se parecía muy poco al famoso de CABA. No había ningún caserón de tejas ni se escuchaba ningún tren cercano, ni mucho menos el piano. A lo sumo sobrevivía algún abuelo en alguna de las casas autoconstruidas a tramos, juntando pesito sobre pesito de los trabajadores que lo poblaban. Recién ahora reparo en la coincidencia del nombre y la fecha en que lo recorrí por primera vez.
Me habían adjudicado un curso de segundo año para dar clases de matemáticas en una escuela secundaria vespertina a la que la mayoría de los docentes no quería ir. Todos sufríamos la hiperinflación galopante con la que buscaban disciplinar al futuro gobierno electo; a los pocos días Menem asumiría anticipadamente y no pasaría mucho tiempo en convertirse en el mejor alumno del lejano y siempre presente norte. En esas épocas, todavía estudiaba ingeniería y ese fue mi primer trabajo fuera del ámbito familiar, ya que durante años sólo había atendido el negocio de mis padres en San Bernardo durante los veranos y aún no sabía que me haría marplatense. Permanecí en esa escuela hasta que me jubilé, veintiocho años después. En el interín, todo lo que viví allí me dio el empujón que necesitaba para que dejara las máquinas eléctricas y abrazara la docencia como mi oficio preferido, que todavía despunto en las aulas universitarias. Pero hoy quiero contar por qué el barrio Belgrano es uno de mis lugares en el mundo.
Se entra yendo al sur, como saliendo de Mar del Plata, pasando la rotonda de El Gaucho, rumbo a Batán. O también por la avenida Carlos Gardel, que es la continuación de la 180, a la que los belgranianos le dicen la 214 porque en las barriadas populares se sufren más los efectos de la inflación. Si se quiere asfalto, hay que doblar ineludiblemente por Tripulantes del Fournier, a la que los vecinos llaman la 31. El Belgrano es un rectángulo de ocho manzanas por doce con alrededor de diez mil personas. Hace cuarenta años también abarcaba al vecino barrio Don Emilio.
El Belgrano tiene mayormente casas bajas, hechas a pulmón, con poca o nula intervención de arquitectos, pero con la mano sabia de los que levantaron buena parte de los enormes edificios del centro de Mar del Plata. Es un típico lugar de residencia de trabajadores gastronómicos, de la construcción y de la pesca, y de empleadas domésticas y de fileteras. Que es oficio típicamente marplatense, manejar hábilmente el cuchillo para descamar, destripar y filetear el pescado, por lo general dentro de cámaras congeladoras. Trabajo temporario y a destajo que además de los inevitables cortes y tajos en las manos hasta adquirir la suficiente destreza, con el paso de los años suele derivar en problemas de artrosis. En muchos casos, es un trabajo no registrado o en cooperativas truchas que nadie parece querer regular desde hace décadas.
Es un barrio de gente de trabajo, con nutridas familias venidas del norte argentino, en algunos casos con paso previo por el conurbano, y de países vecinos. Mayormente chilenos y uruguayos, escapados por las dictaduras primero y por las situaciones económicas posteriores, que se fueron afincando en el conurbano marplatense, y se quedaron. También hay que reconocer que algunos de sus habitantes han contribuido a engrosar las páginas policiales de la ciudad.
La mayoría de los marplatenses de los barrios más céntricos no logra ver su esencia trabajadora y suele practicar el consabido deporte clasemediero de la estigmatización, señalando con el dedo lo que no les conviene ver en sí mismos. Ex alumnos ya mayores me han contado que solían falsear sus domicilios para obtener algún empleo, o lo que es peor aún, algunos jóvenes lo hacían cuando conocían a sus pares en algún boliche bailable. Los ghettos simbólicos se cristalizan cuando los directamente afectados cierran el círculo estigmatizante haciéndose cargo de la supuesta mancha.
El barrio encierra, y de alguna manera protege y oculta, cientos de historias dignas de ser contadas. Algunas las conocí por mi trabajo docente. Una ex alumna hace unos años me contó sobre su padre, Roberto Allamanda. Era un albañil de veintiocho años que fue arrancado de su casa de la calle San Salvador por su militancia política antidictatorial en abril de 1977. Ya había sufrido una detención de cuarenta días pocos meses antes, con picana y torturas incluidas. A pesar de ello, siguió militando con un compromiso inclaudicable. Su hija parecía estar tan enojada con él como con los militares que lo desaparecieron. Una de las escuelas primarias del barrio hoy lleva su nombre.
El Belgrano también fue el lugar de militancia de las hijas detenidas-desaparecidas de Negrita Segarra, una de las Abuelas de Plaza de Mayo, quien falleció hace un tiempo sin poder hallar a sus nietos tan buscados. Ella me contó, años atrás, mientras la llevaba para dar una charla en la escuela, que no había vuelto al barrio desde que iba a buscar a Laura y a Alicia cuando daban apoyo escolar.
Cuando se recuperó la democracia hubo una gran participación popular. Se constituyó la Sociedad de Fomento, construyeron la sede y un Jardín de Infantes, y tiempo después un tinglado cerrado para hacer deportes. También se fueron consiguiendo la mayor parte de los servicios, aunque la Municipalidad tiene pendiente desde hace muchos años y varias gestiones la obra de los desagues pluviales, porque apenas llueve el barrio se inunda. A lo largo del tiempo la organización comunitaria fue decayendo notoriamente, y luego de la pandemia algunos vecinos de a poco se van juntando, pero con mucha dificultad. Se nota mucha menos movida por la cosa pública y común, cuesta mucho alimentar la esperanza.
También hubo mucha movida alrededor del 2001, mientras el hambre se enseñoreaba en el barrio con mucha fuerza. Un gran número de comedores, merenderos y roperitos desembocó en la constitución de la asamblea popular en la cual puse mi granito de arena. Entre muchas iniciativas, se armó la feria de la plaza, en ese momento con solo dos o tres productores. Hoy se ha convertido en una de las ferias más grandes de la ciudad; sábados y domingos los puestos más o menos improvisados de la economía informal desbordan con artículos inimaginables, nuevos y usados, incluyendo sitios de comida y mucho más. Miles de marplatenses recorren ese auténtico cambalache a cielo abierto cada fin de semana.
Sigo yendo al Belgrano, que marcó buena parte de mi vida. Ya no es el último barrio de la ciudad, Mar del Plata se ha ido extendiendo mucho más allá. A veces me parece que las casas y las calles están congeladas en el tiempo. Pero no sé, quizás soy yo quien no logra percibir sus cambios. Hay muchos más negocios en las únicas dos calles asfaltadas de siempre y proliferan muchas iglesias de distinto tipo. Los belgranianos parecen ser cada día más y concentrarse en sobrevivir con sus familias, pero más bien metidos para adentro.
Este domingo 9 de julio llovió un poco en la madrugada y caminé por la misma plaza de hace más de treinta años atrás. Mientras esquivaba los charcos de agua y el barro, me pareció escuchar que el barrio me hablaba con la supuesta voz aflautada de Don Manuel, y me repetía su última letanía antes de partir hacia la gloria eterna: ”Ay, patria mía”. Pero solo fue otro engañoso y desesperanzador canto de sirenas, porque al mirar cómo los feriantes iban armando los puestos me di cuenta que como tantos barrios bonaerenses, el Belgrano sigue estando tremendamente vivo, aunque muchos no quieran o no puedan notarlo.