El señor y la señora Calvino son los habitantes más viejos del pueblo. La señora Calvino, si bien manifiesta tener la misma edad que su marido, parece varios años más joven que el señor Calvino. Han adaptado perfectamente sus fisonomías y sus auras al ambiente que los cobija. Las mejillas de la señora Calvino huelen fuerte a una crema de perfume dulzón, el mismo aroma que despliegan los almohadones de la sala, y las cortinas, y las carpetitas de macramé que abundan como abundan las macetas debajo de las cuales se multiplican. El señor Calvino, en cambio, huele a viejo; en los sobacos de sus camisas blancas conviven el amarillo agrio y decadente de su transpiración con las bolitas que el algodón produce con el roce.
El señor Calvino apenas si puede mover las piernas, pero se obstina en valerse por sí mismo; el día que ya no pueda hacer nada más por mí -me dice al oído, para que su esposa no lo oiga-, me mato.
La señora junta bruscamente las manos, como en un rezo, a la vez que eleva los ojos al cielo raso; otra vez con la bendita cantinela del me mato, rezonga la mujer, buscando mi entendimiento y complicidad; me mira y en sus ojos encuentro un pequeño rastro de la muerte, pero no la de ella, sino la del señor Calvino. Creo intuir, en su reto al marido, una premonición, algo que ella siente y le augura que lo sobrevivirá por muchos años; puede ser que sean cosas mías, pero juro que en sus ojos hay un rastro de la muerte, y no la de ella. La señora Calvino, si se lo preguntase, negaría rotundamente, y ofendida, que alguna vez pudiera desear la muerte de su amigo y esposo; y, por supuesto, sería sincera; pero bastarían dos meses, dos semanas de un anciano tullido, en la cama, al que hay que limpiarle la mierda del culo tres o cuatro veces al día, para que la señora Calvino, como cualquier otra mujer que no haya sido la madre Teresa de Calcuta, rogara al cielo para que se llevara de una buena vez a ese pobre infeliz. Y al morir expresaría ¡menos mal, sufría tanto!, un alivio, su alivio, su independencia pero de pronto sola, enfrentada a una nueva vida, la suya, arraigada como estaba en la costumbre del viejo oliendo a viejo; entonces ella también moriría, de pena, de miedo, de cansancio, de la vejez que tan pronto como dejó el pellejo de su compañero se aferró al suyo. Sí, hay un algo de muerte en su mirada; no la suya y sin embargo la suya.
El señor y la señora Calvino evidentemente conviven con la muerte. Los años han pasado, buenos o malos; o apenas años y han pasado. Saben que no habrá más después o que después habrá un después al que ellos no asistirán. Lo saben, lo piensan, y no les interesa hablar directamente al respecto, para qué; sin embargo, cuando hablamos, como cuando hacemos, entre líneas dejamos escapar los secretos de nuestras personas, de lo que somos, si es que verdaderamente somos lo que pensamos. Las palabras del señor y la señora Calvino hablaban también de lo que fueron, sus palabras están en el recuerdo, sus vidas son el pasado; no mencionaron la muerte, pero qué es, en definitiva, la omisión del futuro en el discurso que sostienen.
El señor Calvino difícilmente entendería la variación en los tiempos verbales que utilizo para contarlos; en cambio la señora Calvino encontraría un simbolismo, una razón oculta. Es muy sencillo, les diría, no hay mucho que explicar. Pero esto nunca sucederá, porque el estilo se debe a que desde el primer instante que los vi, los vi muertos, ahora y antes, pero jamás después. Tal vez, creo entenderlo, se deba también a que yo me estoy sintiendo viejo, a que empiezo a meterme en esa cuesta por la cual la vida se desliza velozmente, la pendiente que nos aleja del futuro que esperábamos y no fue, la vida que deseábamos para cuando esto o lo otro, y a esto o a lo otro lo vemos pasar como vemos pasar los árboles desde la ventanilla de un tren. Tal vez me esté inventando un nuevo futuro para no sentirme, yo también, con la muerte en el alma. Sartre, Camus, ellos han sabido explicar mejor esta sensación.
Jamás me atreví a formularles la pregunta. ¿Qué razones hay para morir? ¿Qué buena razón? Sería cruel de mi parte. Ellos me hablan de sus vidas, tan sonrientes y satisfechos de cada instante que les tocó en suerte. Pero no me creo esas sonrisas; no me las creo en nadie. Podrán ser verdaderas, pero no las creo. La muerte es inevitable y de alguna manera nos hacemos a esa idea, aunque la neguemos, aunque le temamos. La sinrazón de la muerte es lo insoportable; la gratuidad del fin; la recompensa de nada.
Vivir es sobrevivir hasta tanto llegue la hora. Te cae un pedazo de tiempo, hacé con él lo que te plazca; ¿alcanza o no alcanza? Nunca es lo apropiado; o sobra o nunca alcanza. Cuál es el término vivo de una vida; no es la muerte mientras esta carezca de una razón que la justifique; ser el límite no es una razón en sí misma. Puedo evitar ese límite incierto, puedo apresurarlo, o puedo inventarme mil cuidados para explayarlo; pero cómo saber que ese antes o después que creemos nuestra decisión no es en realidad el límite que nos impuso alguien, Dios, el destino, las estrellas; cómo saber si ya en nuestros genes está escrito el día de nuestras muertes, sea está de la manera que sea. Pero el límite, se ha dicho, no es una razón en sí mismo. A mí me toca encontrar esa razón, a mí que soy mi mente, soy mi alma, lo que siento y lo que pienso; a mí que soy dueño de mi dolor. A mí y a cada uno de nosotros.
Se los quiero plantear, pero qué derecho me asiste para infectar la aparente tranquilidad del señor y la señora Calvino con mis dudas metafísicas. La verdad, se me ocurre pensar; ante lo cual me pregunto una vez más si la Verdad es un derecho. Tal vez no, tal vez la verdad es un castigo para nuestra concepción occidental del mundo y de la vida; tal vez mi necesidad de encontrar razones para la muerte no sea más que el resabio utilitarista del capitalismo burgués: bien, voy a morir, pero que esa muerte conlleve una utilidad, que tenga un fundamento, que no sea nada más que por ser. Es, es así. Soy hijo de un sistema. Abjuro de ese sistema como el hijo que necesita desprenderse de sus padres. Sin embargo, así como en mis rasgos, en mi voz, en mi alma, en mi comportamiento, llevo los estigmas de aquellos que me dieron vida y criaron, así también hablo y perjuro, reclamo y niego, digo y desdigo según las circunstancias que me amamantaron.
El señor y la señora Calvino hablan de sus vidas y mientras estoy con ellos no soy más que ese tiempo verbal que el discurso les niega. De pronto se oye la sirena del frigorífico anunciando el cambio de turno. Me miran y veo en sus ojos que seré yo, para ellos, el futuro olvido.