El primer libro de Nathalie Léger publicado en Argentina forma parte de una caprichosa trilogía sobre mujeres que obsesionan a la autora, sin mayor conexión entre ellas más allá del misterio de sus acciones. Ese libro es Sobre Bárbara Loden (2015 en Francia, 2021 por Chai Editora), que se conforma a partir del encargo de escribir una entrada de enciclopedia sobre la cineasta del título y su única película, Wanda, un film pionero del feminismo pero también muy criticado, después del cual la directora no volvió a filmar. Antes, en 2008 Léger editó La exposición, una mirada (o varias) sobre la muy observada condesa de Castiglione, gran belleza y modelo de fotografía del siglo XIX. Ahora Chai publica el cierre de la trilogía, El vestido blanco, originalmente de 2018, en una notable traducción de Matías Battistón.
Antes de entrar en este breve y muy intenso libro, hay que apuntar que Léger, nacida en 1960, es directora de L’Institut Mémoires de l’edition contemporaine (IMEC), que reúne archivos y estudios relacionados con las principales editoriales francesas. Fue, además, curadora de las últimas exposiciones del Centro Pompidou dedicadas a Roland Barthes y Samuel Beckett. Es decir: es una intelectual y gestora cultural de alta gama. Pero en su literatura, excéntrica, breve y diversa, parece tener como tema, en un sentido amplio, las dificultades de vivir, las contradicciones y las frustraciones diarias, incluso la parálisis.
El vestido blanco parte de la perfomance de la artista italiana Pippa Bacca, que quiso hacer dedo vestida de novia desde Milán hasta Jerusalén en 2008. El recorrido, a pie, con lo necesario en una mochila (y lo innecesario también, porque cargaba un ajuar a la antigua), era un manifiesto personal contra la guerra. Atravesaría países que habían pasado recientemente por conflictos armados. Pippa, de 33 años era sobrina de Piero Manzoni, el artista que vendió su aliento por 250 liras y que también enlató su propia mierda y le puso precio: la recordada “mierda de artista”. Piero tenía treinta años cuando murió. Pippa tenía 33: fue violada y asesinada, y su cuerpo apareció en unos matorrales en las afueras de Estambul durante su perfomance con el vestido de novia, cuando se subió a la van equivocada. El viaje quedó trunco muy pronto: uno de los objetivos era jamás decir que no cuando hacía dedo, para demostrar confianza en los demás. Fue fiel a su método. ¿Se habrá dado cuenta? “Lo que me interesa”, escribe Léger, “no son sus intenciones, ni la grandeza de su proyecto, ni su candor, ni su gracia, ni su estupidez, sino el hecho de haber querido reparar algo desproporcionado con su viaje y no haberlo logrado”. El caso de Pippa es famoso: hasta la extraordinaria Alda Merini le dedicó un poema: “No sé qué decirte/ yo no creo/ en la bondad de la gente/ ya viví tantas penas/ pero es como si viera a mi alma/ vestida de novia/ que huye del mundo para no gritar”.
Léger investiga la historia y la perfomance de Pippa mientras está de visita en casa de su madre. Y la madre está disconforme. No entiende por qué otra vez la hija está con una historia extraña sobre una desconocida. No entiende por qué no escribe sobre ella, sobre la madre, sobre un hecho que partió en dos su vida. En el relato se mezclan otras perfomances donde el cuerpo se pone en peligro-–Léger sabe del tema- pero avanza a los tropezones porque ingresa la voz de la madre, abandonada por el padre, descendiente de una familia aristocrática venida a menos. En su pasado hubo una desdicha que su hija califica de trivial, pero no lo es: en 1974, cuando se divorció, debió ir a tribunales (esto es antes del consentimiento mutuo). Y fue juzgada y desollada, y aunque se la consideró una incapaz, se la dejó a cargo de sus hijos. La madre, que está al final de su vida, quiere entender este episodio. “Me dijo: lo pensé bien y nuestros dos temas son iguales, son el mismo tema, así que podrías ayudarme, apoyarme, acompañarme en mi proyecto sin dejar de lado el tuyo, porque la violencia, me dijo, es una sola, pequeña o grande, sea cual sea la forma que adopte, da lo mismo luchar para denunciarla por esto o por aquello, podrías actuar por mi, podrías defenderme y hasta vengarme”. La resistencia de Léger a ingresar en la desdicha de su madre, que también es la suya, es la gran tensión de este libro, mucho más que el viaje a Milán frustrado, cuando un periodista le hace un comentario a Léger que la disuade de entrevistar a la madre de Pippa (“lo difícil es que la literatura siempre tiene algo de impúdica”). O la rabia que siente por las amigas de su madre, todas parloteando bajo el sol mientras le dicen sobre Pippa “ella se lo buscó”. Así las describe Léger: “Esas viejas bien vestidas, con sus alhajas tintineando, esas viejas que estaban como nuevas, esas viejas entendidas, de las que no se dejan engañar”. Uno se pregunta: por qué les cuenta sobre su proyecto si sabe cómo piensan. Y Léger, que es aguda e impiadosa consigo misma, dice: “Quería que no se llevaran una mala impresión, la maldita costumbre de querer caerles bien a quienes desprecio”.
El vestido blanco es la historia del gesto de Pippa Bacca pero también es un libro sobre las mujeres: Léger, su madre, la artista, la amante del padre. Es un libro sobre los vínculos conyugales y filiales; sobre sueños despedazados. En pocas páginas, Léger habla sobre asuntos que conciernen a las mujeres desde ángulos inesperados y valientes. Por eso nunca cae en lugares comunes: el clisé suele ser el refugio de la timidez, la complacencia y la falta de coraje, y no hay nada de eso en El vestido blanco. Léger mira de frente y mira hacia adentro y también cierra los ojos. Y se enoja sobre el sillón en el que pasa horas entre el descanso y la depresión preguntándose por qué tiene que hablar de su madre, por qué se lo tratan de imponer todos, incluso ella misma. Esa rebelión, esa disputa es desgarradora y es reconocible. Y Léger escapa de una crueldad para entrar en otra: el cuerpo en el descampado, el asesino que se queda con el celular de la muerta. Y vuelve al origen: en la casa familiar había un tapiz enorme basado en una pintura de Sandro Boticcelli, hecha por encargo como un regalo de casamiento. Se trata de “El asesinato de la dama” y se ve a una mujer que corre despavorida, perseguida por perros y por un jinete. Esa tela estaba en el comedor. “Día tras día… no dejábamos de identificarnos, sin siquiera darnos cuenta, con esa imagen enorme que colgaba sobre la mesa. De identificarnos con ella o de imitarla, no está muy clara la diferencia entre una cosa y la otra”. Y entonces llega la síntesis que, al mismo tiempo, abre más los hilos de este vestido que aprieta y agobia: la mujer perseguida en el tapiz, en el matrimonio, en la justicia, en un gesto artístico interrumpido por la violencia más brutal. Todas pensadas por una escritora que busca palabras dando vueltas sobre el vacío.