Hay días que parecen pasar desapercibidos, pero que quedan en la historia. Este es uno de ellos. Hace unas horas, un Tribunal Oral en lo Criminal aplicó, por primera vez, el agravante de “odio racial” en un fallo que condenó a policías de la Ciudad de Buenos Aires por considerarlos responsables del asesinato del joven Lucas González, cometido el 17 noviembre de 2021 en el barrio porteño de Barracas.
Hoy dimos un paso importante en la construcción de una sociedad más inclusiva, diversa y plural. El odio racial había sido incluido como agravante en el Código Penal, pero nunca había sido aplicado. La sentencia de hoy abre una puerta a la visibilización de un aspecto de nuestra convivencia que solemos omitir, olvidar o pasar de largo y rompe los límites que imponía una jurisprudencia sin perspectiva etnico-racial.
¿Por qué este fallo es histórico? Porque reconoce que en nuestro país existe un racismo estructural. Como el INADI ha venido sosteniendo, esto opera como un dispositivo discriminador sobre aquellos que son catalogados como inferiores, homogeneizados bajo el mote primero de “cabecitas negras” y, luego, de “negros”.
Y que no se reduce al estigma racial tradicional que define así a los no europeos, a los descendientes de los pueblos originarios y a los afrodescendientes, sino que también se amplía culturalmente a quienes ciertos discursos políticos, históricos y sociales construyen como un otro distinto, inferior, bárbaro, americano y que se sintetiza en el peyorativo “negro”.
Este racismo estructural se manifiesta con claridad en los datos del Mapa de la Discriminación que construye el INADI. En el último relevamiento realizado en 2019, se presentan cifras preocupantes: el 85% de las personas encuestadas percibe que existe discriminación racial. En nuestro país, el 40% de las y los argentinas/os ha sufrido discriminación racial y, lo que es más elocuente, esta cifra sube al 60% en el AMBA.
De las más de 35 mil denuncias que recibió el INADI entre 2008 y 2022, el 18% fue por racismo estructural expresado en características físicas como el color de piel, el origen étnico, la pertenencia a los pueblos originarios o la condición de migrante de países latinoamericanos y la condición socioeconómica, o la vestimenta o zona de residencia. De estas, casi el 20% fue por hechos sufridos en la vía pública. Es decir, el lugar en el que se vive y se desarrolla la vida es uno de los espacios en los que opera el racismo estructural de nuestra sociedad.
Este fenómeno no solo es invisibilizado por una parte importante de la dirigencia política (tanto es así que puede ser expresada sin condena por ciertos candidatos), sino que es el mismo Estado el que lo reproduce. Vale para ello el dato de que el 14% de las denuncias recibidas por el INADI fueron por hechos sufridos en el ámbito de la administración pública.
Las fuerzas de seguridad y el poder judicial no son ajenas a ello. Sabemos que los cambios en las interpretaciones de las leyes y en la jurisprudencia son lentos. También, que necesitamos fortalecer las instancias de formación y capacitación de nuestras fuerzas de seguridad conformadas por varones y mujeres que son parte de una sociedad en la que el racismo estructural se reproduce en discursos, prácticas y hechos cotidianos.
Tenemos la obligación de repensar su accionar y construir espacios de debate y formación en la lucha que nuestra sociedad ha encarado contra la discriminación en los últimos 40 años de democracia, que van desde la sanción de la ley antidiscriminatoria de 1988 a la inclusión de los tratados internacionales antidiscriminatorios en la Constitución Nacional en 1994 y que se consolidaron con la creación del INADI en 1995 y la aprobación del Plan contra la Discriminación en 2006.
Además, se hace imprescindible, a la luz del fallo, que las estadísticas policiales incluyan la categoría discriminación racial en los hechos en los que actúan previniendo y combatiendo el delito.
En síntesis, la lucha contra el racismo estructural cobra nuevos bríos a la luz de este fallo. Nos invita a reflexionar sobre la capacitación policial y de los miembros del poder judicial, nos exige analizar el sesgo racista de muchas actuaciones e intervenciones de las fuerzas de seguridad, como la estigmatización de las personas migrantes planteada en los últimos meses en la persecución de personas de origen senegalés, pero que tiene raíces históricas en el sentido común que cree que las universidades públicas están llenas de personas migrantes (son el 5,3% aproximadamente) o que estas son peligrosas y delincuentes.
Este fallo nos desafía a buscar nuevas herramientas para combatir el racismo y esa es una función que no puede reducirse al Estado. Erradicar el racismo es un compromiso que debemos afrontar desde todos los sectores sociales para poder decir que, a cuarenta años de la restauración democrática, seguimos trabajando para construir una convivencia plural, diversa e inclusiva.
Greta Pena es Interventora del INADI.