“Todo el mundo debería tener derecho a bañarse en una piscina”, sostiene la escritora y periodista española Anabel Vázquez, pronta a explicar que, dadas las temperaturas en ascenso, “no tendría que ser patrimonio de determinadas clases sociales” sino un espacio de refresco al alcance de cualquiera. Bien harían las administraciones públicas, acorde a AV, en facilitar el acceso para que nadie se prive de chapotear en un natatorio municipal en pos de salud y de deporte, pero también de ocio, divertimento, sociabilización. “No es ningún capricho capitalista”, se planta Vázquez que, a tono con la temporada estival española, acaba de publicar en su país un libro ciento por ciento dedicado a, por supuesto, las piletas.
Piscinosofía, como le ha bautizado, es un volumen sin ínfulas historicistas ni vocación exhaustiva, deliberadamente ligero, que su creadora presenta como “un tratado acuático y desordenado” sobre un tópico que -se nota a varias leguas- le apasiona de verdad. Dice, de hecho, que dada a elegir, se queda con estas “arquitecturas de felicidad” antes que con el mar (“esa masa desmelenada e iracunda”), opinión poco popular pero coincidente con su afán por ser llamada sommelier de albercas. A tal punto su disposición piletera que, con la excusa de documentarse, hizo el ¡gran! esfuerzo de mandarse unos cuantos chapuzones en natatorios de hoteles, casas, ¡hasta castillos! de distintas partes del mundo, mientras reunía historias y leyendas pintorescas, datos curiosos y apreciaciones personales que ha volcado en este libro que ya hace olas en España.
“He rozado el delito, sin llegar a cometerlo”, se carcajeaba en una reciente interviú la lanzada dama que, para arrimarse a la pileta de la azotea del emblemático Torres Blancas -imponente obra madrileña que bebe del brutalismo y el organicismo, inaugurada en la década del 60-, se coló al edificio fingiendo ser una potencial inquilina. La travesura le valió la pena, y es parte de su personal recorrida por distintas épocas y ciudades, empezando -cronológicamente- por el primer natatorio del que se tiene constancia: “la Gran Bañera”, del 2800 a.C., ubicada en Mohenjo-Daro, actual Pakistán, ciudad de la antigua civilización del Valle del Indo.
El aspecto de esta obra, advierte AV, “es similar a cualquier piscina que podamos ver en una urbanización o un polideportivo hoy día: mide doce metros por siete, tiene una profundidad de dos metros y cuarenta centímetros y dos escaleras de acceso”. “El día que diseñaron esa piscina, diseñaron todas las demás”, recalca Vázquez, y cuenta que su función habría sido religiosa, destinada a rituales de purificación, según la hipótesis más difundida. A pesar de existir otros antecedentes pretéritos -en Grecia, en Roma…-, aclara en su ensayo que “la humanidad adoptó el hábito de nadar por diversión muy tarde, en el siglo XX”.
En Piscinosofía, las páginas están salpicadas de toda suerte de data relacionada, ya sea sobre las famosas pinturas de David Hockney de piletas californianas; acerca de la colección In the Swimming Pool, de la joven fotógrafa eslovaca Mária Svarbová; sobre la piscina que, en 1952, “construyó” Henri Matisse con papel y figuras recortadas: The Swimming Pool, preciosa pieza que permanece en el MoMA y se exhibe en contadas ocasiones. Tampoco deja en el tintero los párrafos que dedicó la periodista y escritora Joan Didion a la pileta, por ella definida -con precisión casi clínica- como “agua hecha disponible y útil y, como tal, infinitamente relajante para el ojo occidental”. Mucho menos se olvida de El nadador (1964), magistral relato de John Cheever sobre un hombre que, en una calurosa tarde de domingo, decide regresar a su casa de pileta en pileta, atravesando los jardines suburbanos de sus vecinos adinerados, en una personal travesía que -conforme anota cierta crítica especializada- “deviene alegoría de las trampas y jaulas de los ricos, y del desesperado anhelo físico de escapar nadando de uno mismo”. Esta historia fue adaptada al cine por Frank Perry en el homónimo, estupendo film que tiene a Burt Lancaster como Neddy Merrill, el protagonista, a quien Vázquez define como “un barón rampante acuático”.
“Detrás de su aparente frivolidad, la piscina sirve de excusa para hablar de diseño, de progreso social, de evolución del ocio, hasta de política”, manifiesta Álvarez, que también aborda la arista medioambiental del asunto. Sabe que las piletas están en la mira por la crisis hídrica y que lo tendrán difícil en el futuro. “Puede que llegue el momento en que dejen de ser populares porque no habrá suficiente agua para llenarlas”, señalaba en una reciente interviú, aunque mantiene la esperanza de que los avances en investigaciones sobre reutilización del recurso hídrico permitan que su artefacto preferido siga refrescando a las personas.
Por lo demás, Piscinosofía permite zambullirse en -la lectura sobre- notables ejemplares míticos como la (resucitada) pileta Molitor, muy escénico natatorio art decó de París donde se presentaría la primera bikini de la historia. O bien, la despampanante Piscina das Marés, en Matosinhos, Oporto, a la vera del mar, obra del renombrado Álvaro de Siza (premio Pritzker de arquitectura). Reflota obras poco conocidas, soterradas, como la pileta que, en los años 30, se construyó en la Casa Blanca donde hoy está la sala de prensa. La alberca del hotel Amangiri (Canyon Point, Utah), un oasis en pleno desierto; la descollante Mamounia, en Marruecos; las recargadísimas piscinas que Julia Morgan (primera arquitecta con licencia para ejercer como tal en California) construyó para el excéntrico castillo del magnate W.R. Hearst a principios del siglo XX: apenas algunos ejemplos más sobre los que discurre la periodista, colaboradora habitual de diarios y revistas de viajes, actualidad y moda, que asimismo habla de índices, estadísticas, modas, hazañas, largo el etcétera.