Amar y odiar al mismo objeto debe ser una de las manifestaciones más propias y controvertidas de la experiencia humana. Lo que la clínica demuestra es que cuanto más cercana, familiar o amical es la relación, tanto más conflictiva e intensa resulta la convivencia de afectos opuestos. Basta tomar como referencia el vínculo fraternal. Esto es sujetos en disputa por el mismo objeto: léase el amor de los padres. No fue Sigmund Freud quien descubrió esto. La historia de Caín y Abel ilustra este encono, más o menos velado o explícito según las épocas y las circunstancias. Sin embargo, algunas perspectivas tomadas por un rasgo idealizador abordan el amor, en cualquiera de sus modalidades, como un sentimiento exento de tales avatares. Lo cierto es que mucho antes que Freud, un filósofo y escritor devoto del amor cristiano supo advertir este rasgo tan controvertido presente en el ser hablante. Me refiero a Agustín de Hipona, más conocido como San Agustín, cuando en sus Confesiones dice: «He visto con mis ojos un pequeño presa de los celos: no hablaba todavía, pero lívido contemplaba con una mirada envenenada (amaro aspectu) a su hermano de leche» [Confesiones, 1, VIII].

La cuestión convoca los meandros más íntimos de la constitución subjetiva. Por lo pronto, el odio es un dato más primario que el amor. El júbilo del lactante al descubrir su figura en el espejo esconde el hecho de que hay otro que ocupa su lugar y, como si fuera poco, su dependencia respecto de esa imagen que le permite conformar un cuerpo. Freud supo describirlo al señalar que “el prójimo es un objeto a partir del cual el ser humano aprende a discernir”[1], y sin embargo, uno de sus componentes resulta inaccesible al trabajo psíquico: eso que llamó Das Ding (la Cosa) remite a nuestra siempre traumática y originaria condición de objetos. Para decirlo todo, nuestra constitución subjetiva es paranoica. Nos construimos a partir del Otro. Luego: la agresividad como dato primario del ser hablante.

De esto se desprende que, si alguna responsabilidad les toca a los adultos en el cuidado, educación y crianza de niñes y adolescentes, es precisamente la de protegerlos de sus más primarios y propios afectos, los cuales pueden llevarlos a cometer actos indebidos cuando no horrendos. Creer que una persona, por su condición de niñe o púber, es incapaz de infligirle daño a un amigo supone una grave irresponsabilidad por parte de los adultos, sean estos padres, docentes, jueces, tutores, etc. Detrás de cualquier acto agresivo por parte de menores (abusos sexuales incluidos, por su fuera necesario aclararlo), hay un adulto que mira para otro lado. De no otra cuestión se trata en la lamentable persistencia de la práctica del bullying. El infame discurso que pretende bajar la edad de imputabilidad a los menores traduce la manera perversa de poner en práctica esta falta de compromiso.

El arte suele ilustrar con impactante patetismo este rasgo agresivo en el alma humana. Vaya como ejemplo “Las mejores intenciones”, aquella película dirigida por el danés Bille August cuya trama narra la historia de los padres de Ingmar Bergman. Con el guion del propio Bergman, el film muestra cuando su padre logra rescatarlo del intento de un niño --celoso del amor que le profesaban sus padres-- de ahogarlo en el mar.

Desde ya, este dato de estructura palpable desde la más tierna infancia se traslada a toda la escala de las relaciones humanas. Es que cuando el amor se entiende como mera satisfacción narcisista del Ser: “el más grande amor acaba en el odio”[2], dice Lacan. Con probabilidad no debe haber un segmento etario más vulnerable a esta controvertida realidad que la pubertad, escenario de las pasiones más intensas y contradictorias. Allí donde, por enfrentarse con las preguntas más acuciantes de la existencia, el sujeto hace del Absoluto el fatal consejero de sus actos y decisiones. De hecho, basta recordar que el femicidio por el cual surgió el movimiento Ni una menos fue protagonizado por un menor que enterró --aún viva-- a su novia embarazada y desfalleciente en el patio de su casa (con la muy probable ayuda de sus familiares, o sea).

Para terminar: el reciente caso del púber asesinado en la ciudad de Laboulaye -presuntamente a manos de un amigo--, debe mover a la reflexión a todos los agentes involucrados en el cuidado y educación de los menores. La violencia en que pueda incurrir un menor no es más que el reflejo de los aspectos negados de la sociedad adulta. Más allá de las mejores intenciones, el efectivo compromiso en el cuidado de une joven pasa, tanto en el plano personal como institucional, por hacerse cargo de los propios y oscuros afectos que habitan a todas las personas.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.

[1] Sigmund Freud, “Proyecto de una Psicología para neurólogos”, en Obras Completas, A. E. tomo I, p. 376.

[2] Jacques Lacan (1972-1973), El Seminario: Libro 20, “Aún”, Buenos Aires, Paidós, 1981, p. 176.