Los dos golpes en la pared se fueron sintiendo cada vez más fuertes, en unos segundos llegó a nuestra celda, rápidamente nos preparamos. Era la señal preventiva de que entraban a hacer requisa, empezaban en las celdas de adelante. Entraban corriendo. Lo usual, las órdenes de siempre: ¡Salgan y se forman al final del pabellón, las manos en la espalda, cabeza gacha!

Era otoño y yo estaba con un fuerte ataque de alergia, llevaba un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta del uniforme. Estornudé. Intenté no hacer movimientos bruscos, llevé la mano al bolsillo, saqué el pañuelito y cuando estaba por limpiarme la nariz vi la punta del zapato de una celadora. ¡Usted! ¿Qué está haciendo? ¡Míreme!, fue la orden. Pensando qué iba a decir mientras subía la cabeza lentamente me encontré con la jefa de celadoras. En lugar de retraerme la miré a los ojos: Estoy resfriada, celadora. Sólo estaba por limpiarme la la nariz. Con ojos de fuego me dijo: Bueno… ¡Guarde ese pañuelo! Dio media vuelta y se fue. Me temblaban las piernas aunque no podía creer la ausencia de castigo.

La requisa siguió su curso normal, nos iban llevando de a dos o tres a las celdas y debíamos desnudarnos, pero no nos sacábamos la bombacha. Era la mayor consigna de rebeldía. Fue nuestra principal acción de resistencia. Ellas ya lo sabían. Y a quienes las cumplíamos nos llevaban a los calabozos de castigo. Cuando llegábamos al quinto piso y nos entraban a los “chanchos”, así llamábamos a los calabozos de castigo. Eran celdas con una cucheta de acero atornillada a las paredes y con una pequeña ventana con barrotes, bien alta, desde la cual se veía un pedacito del cielo. La letrina estaba afuera. Así que cuando necesitábamos usarla debíamos llamar, a los gritos, a la celadora para que nos abriera la puerta. A las cinco de la mañana nos retiraban los colchones y los devolvían a las diez de la noche. Ya estaba acostumbrada, no era la primera vez que iba y tampoco sería la última.

Yo caminaba mucho y me ejercitaba, lo que estaba prohibido, siempre atenta a los ruidos de afuera. En una oportunidad me recosté en el frío acero de la cucheta, después de hacer gimnasia, y la vi. Venía caminando lentamente por la pared, me senté para observarla mejor: llegó al piso y aceleró el andar. Levanté los pies, volví a acostarme y vi cómo llegaba hasta la puerta y pasaba por la rendija de abajo. Al rato volvió. Rehízo el camino andado, subió la pared, llegó hasta el ventanuco y al pedacito de cielo y desapareció. Al día siguiente pasó lo mismo. Le puse Lola. A veces se paraba un rato y caminaba por debajo de la cucheta. Tenía miedo de que subiera aunque nunca lo hizo. Empecé a contarle cosas.

En la celda de al lado estaba María. Con ella conversábamos a través del orificio al que ambas cuchetas estaban atornilladas. Yo, que soy cinéfila, le narraba películas y ella, que era muy viajera, me contaba de sus viajes. En una de esas charlas escuchamos que se abría la mirilla. Ya era tarde, la celadora nos había descubierto. Nos costó una semana más de castigo.

***

En el año 2019 nos juntamos por primera vez, después de una gran convocatoria, casi cuarenta años más tarde, trescientas de nosotras en el hotel Bauen de Buenos Aires. Fue una algarabía general y genial. Debimos colgarnos una tarjeta en el cuello con nuestros nombres porque la mayoría no nos reconocíamos. Abrazos, gritos de alegría, besos, a medida que íbamos descubriéndonos después de tanto tiempo.

En medio de la conmoción una compañera me para y me dice: “A ver tu carnet, me resultás muy conocida”. Lee y exclama: ¡Ana! ¡Nunca me voy a olvidar de vos, en el chancho te la pasaste contándome películas! ¿Te acordás de esa argentina que se llamaba Breve cielo? Mientras la contabas me parecía estar viéndola. ¡Ah, sí! –contesté feliz– Y yo paseé por media Argentina y vi sus paisajes. ¡Qué alegría encontrarnos, María!

Tengo muchos recuerdos de la cárcel, algunos salvadores. En esta etapa de mi vida recurro a ellos. A ese Breve cielo que me regalaron María y Lola, mi arañita amiga que me acompañó durante quince días de “chanchos”.