En San Andrés, partido de San Martín, de camino a Villa Ballester y más allá José León Suárez, hay una plaquita en un pequeño bulevar, poco más que un separador de carriles con pastito y árboles creciendo. Resulta que donde está la avenida y las casas y ya alguno que otro edificio estaba el cuartel general de Santos Lugares de Rosas, uno de los que custodiaban y a la vez protegían el caserío que era Buenos Aires. La plaquita en medio de la avenida Ayacucho recuerda el lugar donde fusilaron a Camila O'Gorman, una de las crueldades más extraña de nuestra historia cruel.
El cuento empieza con la huída de los O'Gorman de la arrasada Irlanda, refugiados en la Francia católica. El patriarca de los O'Gorman argentinos, Adolfo, había nacido en la Isla de Francia y se había mudado al lejano país del sur, donde pelechó y cómo. Se casó con Joaquina Ximénez Pinto y tuvo seis hijos, la quinta la después famosa María Camila. En esa época en que las hijas eran para casarlas, los varones de la familia se imbricaron en buenos, pero sorprendentes, puestos. Eduardo se unió a los Jesuitas, Enrique arrancó una larga carrera como policía que duró varios cambios de gobierno, puestos como director de penitenciarías y fundador de la Academia de Policía.
Camila, en cambio, se hizo amiguísima de Manuelita, como sólo las adolescentes parecen capaces, hasta en esta época anterior al celu y las BFF. Hay que ubicar bien este hecho: el Restaurador de las Leyes, dueño de la suma del poder público, la veía a la O'Gorman cada dos por tres, cotorreando con su hija adorada y tomando chocolate en la casa vieja de los Ezcurra. Cualquiera que tenga hijos sabe cómo es esta especie de parentesco.
Cuando Camila tenía quince, llegó a Buenos Aires un curita tucumano de 19, Ladislao Gutiérrez, compañero en el seminario jesuita del hermano Eduardo. Ladislao era otro chico bien, sobrino del gobernador de Tucumán. Al uso de la época y por el contacto con Eduardo, Ladislao fue asignado como confesor de los O'Gorman y empezó a visitarlos frecuentemente. Era parte del entrenamiento de un joven sacerdotes y era parte del entorno que una familia prominente mantenía en esa época.
Lo que resulta inexplicable, excepto para los protagonistas, fue lo que pasó entonces. La foto sobreviviente de Camila nos muestra una chiquilina bastante insulsa, con cara de portarse bien, a la que nadie llamaría bonita. El retrato de Manuelita de Prilidiano muestra también a una jovencita que hoy no consideraríamos una belleza, pero capta algo pícaro, capaz de romper las convenciones y hacer cosas... interesantes. La cámara no le dio ese gusto a Camila.
Que resultó una kamikaze. A los cuatro años de romance a escondidas con el confesor, Camila y Ladislao se fugaron rumbo a Río de Janeiro, donde podían empezar de nuevo en perfecto anonimato. Fueron subiendo el río pero, nuevamente por razones inexplicadas, pararon en Goya y fundaron una escuela en el ranchito que alquilaron. El ya era Máximo Brandier y ella Valentina Desán, casados y de profesión maestros. Goya era un lugar mucho más internacional que hoy, con muchos franceses e italianos, y un fuerte comercio fluvial. Los jóvenes maestros tuvieron éxito y agrandaron dos veces la escuela. La última sede sigue ahí, bobamente remodelada para hacer locales en una ciudad que no protege su patrimonio.
Todo anduvo bien por unos meses, hasta que llegó al pueblo otro irlandés, el padre Michael Gannon. En una fiesta, el 16 de junio de 1848, Gannon vió a la joven pareja y los reconoció. Los reconoció y los botoneó sin miramientos al juez de paz, que los hizo detener. Ladislao fue directo al calabozo, Camila fue encerrada en casa de una familia amiga. El gobernador correntino, Benjamín Virasoro, era rosista y estaba perfectamente al tanto del costo político del escándalo para la Confederación. Desde Chile y desde Uruguay, los unitarios se mofaban de la decadencia moral del país "bajo el yugo del Calígula del Plata" que no podía controlar ni que los chicos bien se fugaran con las chicas bien, y más siendo curas.
Pero 1848 era 1848, apogeo victoriano, y Virasoro le dio todos los pies a Camila para que zafara. ¿No la había secuestrado Ladislao? ¿No la había violado el curita priápico? Con decir que sí, la chica volvía a casa o se iba a un convento, sana y salva en su condición de víctima. Pero la O'Gorman era valiente y negó todo: nos fugamos, fue idea mía, nos amamos.
Todo el mundo pedía máximo rigor, menos Manuelita, que volvió loco al papi para que zafara a su amiga. Hasta el padre de Camila le mandó una carta muy ambigua al Restaurador, poco menos que disculopándose por tanto lío y avisando que aceptaba cualquier decisión que se tomara.
Y acá viene el nudo legal del tema. La Confederación no era exactamente un modelo de jurisprudencia y la pena de muerte paralegal era rutina, pero tenía una constitución y a falta de los códigos que luego iba a escribir Vélez Sarsfield, tenía sus códices y una larga tradición jurídica española. El castigo a un cura que rompiera sus votos era proporcional a su antigüedad en el puesto, con lo que a los 24 añitos a Ladislao le tocaba ser expulsado del sacerdocio, perder todas sus propiedades y ser exiliado del país. Una opción era entregarlo a la justicia eclesiástica, otra era agregarle cargos civiles y darle unos años en prisión. Para ella todo era más fácil y las opciones eran el convento o la simple vuelta a casa en desgracia,
Rosas decidió fusilarlos.
Todo el mundo se quedó duro. Nadie le preguntó, que el Restaurador no aceptaba discusiones o críticas, pero no había la menor base jurídica para la pena de muerte en este caso. La solución oficial fue simplemente no hacerles juicio, no escuchar ni presentar argumentos, simplemente ordenar un fusilamiento. José María Rosa, el gran historiador revisionista y conocedor de la Confederación, tenía la teoría de que Rosas andaba leyendo o releyendo las Partidas de Alfonso El Sabio y aplicó las durísimas condenas del siglo trece.
Virasoro mandó a los reos río abajo. Como no había ni juicio ni proceso, los mandaron al cuartel en Santos Lugares de Rosas, efectivamente en jurisdicción militar. El comandante de la base, Saturnino Reyes, los alojó en celdas separadas. Camila le dijo que estaba embarazada, pero que todavía no se notaba. Rosas no se inmutó y envió la orden, insólita en la época, de fusilarlos igual.
En la mañana del 18 de agosto de 1848, el capellán del cuartel, el padre Castellanos, visitó a los reos. Llevaba un vaso de agua bendita que le hizo tomar a Camila para bautizar al nonato, no sea cosa que teminara en el limbo. Los subieron en sillas, los llevaron al patio del cuartel, les vendaron los ojos y les pegaron unos tiros. Los enterraron ahí mismo, pero cuatro años después, caído Rosas, los O'Gorman se llevaron a Camila a la bóveda en Recoleta.
Los unitarios se hicieron otro festín con la crueldad de Calígula.