Hace un tiempo vi por primera vez en las redes un video de 2021, una entrevista a Carlos Bardem. Un breve fragmento en el que decía “Sí, soy superior moralmente a un fascista. Como individuos y como sociedad tenemos que ser moralmente superiores a los que construyen discursos de odio y justifican agresiones a homosexuales, maltrato y crímenes de mujeres, racismo, exclusión de inmigrantes”.

La vi varias veces porque me llamaba la atención el concepto pero sobre todo la fuerza de la autoafirmación. Era una declaración asertiva, combativa. Hay que ponerse en un lugar que uno no frecuenta mucho, por no decir que se cuida de frecuentarlo, que es el de la superioridad moral. Cualquier tipo de superioridad nos pone estado de alerta sobre nosotros mismos. Pero la verdad es que creo que Bardem tiene razón.

Hay dos maneras de estar en el mundo, y están muy lejos de ser dos demonios. Una es vigilando, robando, mintiendo, matando, secuestrando, manipulando, cosificando, especulando. Otra es sentirse par de los demás, pero no de todos los demás, sino específicamente de los han nacido para revolcarse en el sufrimiento. Es decir: no haber entendido nunca por qué los obreros de la construcción son marrones y los empleados bancarios son blancos. No haber entendido nunca cómo se puede vivir sin compasión.

La patria no es de todos, al menos no de los que la entregan como una baratija. Y sin embargo, años de ricachones que creen que los héroes históricos son aburridos y que un hornero “es por fin algo vivo”, años de no salir a la calle para festejar o condenar algo que nos hermane, años de meterse la identidad política en el bolsillo porque en las oficinas, las salas de espera o los bares están llenos de energúmenos que vociferan las boludeces que publica Clarín o dicen en sus radios y canales, nos hizo introvertidos.

Años de ver cómo se ridiculiza, se violenta y se crucifica a Cristina, pero también a decenas de dirigentes propios, años de vivir en el engrudo de adjetivos peyorativos que nos incluyen, años de la sinfónica del odio, descerrajando prejuicios como si fueran noticias, años de esa bilis, y de tragarla desmovilizados, nos hizo inofensivos.

Hay que salir de ese estado subjetivo y colectivo al mismo tiempo, porque se habla ahora o se calla para siempre. No hay dos demonios y nunca los hubo. Hay fascismo explícito, y con esa categoría aproximada uno se refiere al terror aplicado por el Estado, por Ejecutivos o Judiciales, pero hay voluntad exterminadora y día a día lo modulan más claro. Con el fascismo no se debate, se lo combate. Tenemos que dejar de defendernos de su mala entraña para pasar a otra etapa en la que recuperemos la capacidad de expresar nuestra bronca por tanta mentira organizada. Hay que abandonar la inercia de una campaña “normal” porque ésta no lo es. No hay que olvidar ni un instante en que del otro lado están los proscriptores, los secuestradores, los saqueadores de toda la riqueza argentina para transferírsela a sí mismos y las corporaciones trasnacionales que los financian.

Nuestros dilemas y temores no salen de la campaña sino de la experiencia y de los hechos vividos, de lo que ya hicieron y siguen haciendo. La campaña es una ficción. La verdad está en nuestros dolores más profundos, en nuestra impotencia y nuestra permanente exposición al escarnio, mientras vemos cómo se pudrió el resorte de la igualdad ante la ley.

Esta semana Gerardo Morales fue acusado de “tibio” por el candidato a vice de Bullrich. A lo mejor se sintió desafiado, porque dos días después empezaron a salir las decenas de órdenes de detenciones en Humahuaca y San Salvador. Todas por sedición. A las de Humahuaca les suman “secuestro de personas”, porque fueron los que identificaron a tres policías infiltrados entre ellos, y los retuvieron. Después hicieron una ronda para entregarlos. También su policía entró a la Universidad Nacional de Jujuy. Que se quede caliente Petri: ¿Querés más? Tenés más.

¿Cómo no nos animamos a decir que sí, que somos moralmente superiores a estos sociópatas que piensan lotear la patria y aplastarnos?

 

Es Caín, y es Abel.