Desde Londres
Macri no es la dictadura, pero tiene gestos cada vez más autoritarios, sea a nivel institucional, como con el despido de Pedro Biscay del directorio del Banco Central o el intento de remover a Alejandra Gils Carbó de la Procuraduría General de la Nación, sea con la represión de la protesta social o los presos políticos (14 en la última lista que tengo: Milagro Sala, Mirta Rosa Guerrero, Mirtha Aizama, Gladis Díaz, María Graciela López, Alberto “Beto” Cardozo, Javier Nieva, Nélida Rojas, Ramón Martínez, Carla Martínez, Leonela Martínez, Fanny Villegas, Facundo Jones Huala y Agustín Santillán). Añadir a esta lista un desaparecido –Santiago Maldonado– hace erizar la piel.
Un parentesco menos evidente y que llama la atención –además de la similitud entre el actual programa económico y el de Martínez de Hoz– es el uso permanente de un discurso disparatado para justificar la política oficial. El último caso es el de los Mapuches que, según fuentes del Ministerio de Seguridad citadas por Martín Dinatale en Infobae, quieren instalar un estado independiente en territorio argentino y para hacerlo han formado una organización subversiva-terrorista con el apoyo de los Kurdos (¿de origen turco o iraquí?: no se sabe: Kurdos), sobrevivientes de la guerrilla argentina setentista, las FARC colombianas (disueltas el 27 de junio) y el ETA (disuelto el 7 de abril).
El gobierno ha dicho lo mismo a nivel público en forma más segmentada y otros voceros mediáticos del oficialismo, incluido el infaltable Jorge Lanata, se han sumado alegremente al baile hablando de “guerrilla indígena del sur”. Está de moda y con razón, hablar de la post verdad, pero esta indigesta ensalada lingüística a mí me recuerda la que dominó el discurso público en los últimos meses del gobierno de Isabel y que alcanzó su apoteosis macabro-surrealista durante la dictadura. La patria de la época estaba en peligro por la acción de “subversivos, rojos, apátridas, ateos, mercenarios, trotskistas-marxistas, maoístas-trotskistas, comunistas-marxistas, amorales, leninistas, drogadictos, castristas, dementes, guevaristas, alucinados” y un largo etcétera.
La ensalada verbal pasada y presente es tan desmesurada que causa un poco de gracia, pero no es inocente ni mucho menos inofensiva. No hay que entenderla por el lado que desea el macrismo o quiso la dictadura, es decir por el lado del significado o del referente, suponiendo una correspondencia entre estas palabras y una realidad extralingüística. Un análisis más fructífero es el de la pragmática o los actos del habla, es decir, viendo qué hacen estas palabras. Mi hipótesis es que el objetivo de esta acumulación desaforada de epítetos del macrismo y la dictadura es amedrentar, crear un enemigo aberrante, “aniquilable” y, distorsionar el debate público a través de la demonización. El disparate es la forma perfecta: si son capaces de decir cualquier cosa es porque son capaces de hacer cualquier cosa y porque cualquier cosa es posible.
Patricia Bullrich es una de las especialistas. El año pasado hablaba de células de Estado Islámico que buscaban infiltrarse en Argentina y de su certeza de que al fiscal Nisman lo habían asesinado con la misma metodología que acababa de ver en una serie de ficción de Netflix. Como se sabe Esteban Bullrich no le va atrás con el dislate múltiple. Con las Paso y la galopante crisis económica he leído a estos incrédulos 10 mil kilómetros de distancia que me separan de Argentina, una proliferación asombrosa de este subgénero. Los linyeras disfrazados y pagados por el Kirchnerismo se encuentran entre los más destacados logros de una serie que tiene cimas asombrosas (“los 200 años que viviremos a fin del siglo XXI” para justificar la reforma jubilatoria, el “comer y descomer” para explicar los despidos, los “chicos animalitos” de Javier González Fraga para la pobreza), pero lo peor sería quedarse en la risa desdeñosa porque, en definitiva, la historia que se lleva la corona del disparate es la de la “herencia recibida” que ha calado hondo en la sociedad y puede determinar nuestro futuro.