Enamorados del título mundial en Qatar, subyugados por el embrujo de Messi y sus compañeros, pasamos del encantamiento a la sobredosis habitual de nuestro fútbol local. Un torneo o una suma de torneos – porque el fútbol no es solo de Primera, como decía el viejo clásico de la TV – donde se entremezclan partidos, se confunde a la gente, se modifican días y horarios al compás de los intereses de los dueños de los derechos televisivos y las plataformas que colocan en pantalla la oferta deportiva. Funciona todo como un sistema de hipnosis colectiva donde el producto satura, contamina visualmente y se torna grosero en sus desprolijidades organizativas.
En junio pasado, la Liga Profesional, o sea la AFA, había votado suprimir un descenso en pleno desarrollo del campeonato. Una Liga XXL con 28 clubes que sus cráneos revindican por dudosas cuestiones de rentabilidad y competitividad. Con descensos por promedio y por tabla general, un mix insostenible que invita a pensar si en el futuro los torneos definirán a su ganador de la misma manera. Todo es posible en aquello que Dante Panzeri definía como el “círculo más multitudinario y obsceno”. Un fútbol que hace más de medio siglo ya insinuaba algunos vicios de los que se perciben hoy con nitidez.
En ese panorama macro, River salió campeón de manera anticipada, previsible, porque sacó una distancia sobre el resto que sostuvo en una propuesta audaz, ofensiva, voraz en la recuperación de la pelota y en el porcentaje de tiempo abrumador que le tocó manejar su posesión. Pero el mejor equipo, una continuidad en la idea de Marcelo Gallardo a Martín Demichelis, un puente de estilos con jugadores que supieron interpretar una forma de jugar, no pudo festejar alzando la Copa de la Liga. Por una cuestión reglamentaria -informó la organización del torneo- y “como se hace habitualmente, la coronación oficial de la Liga Profesional de Fútbol se realizará en la última fecha que el equipo campeón juegue como local en su estadio”. O sea, dos semanas después.
Fue otro desfasaje más de un fútbol cascoteado por su misma dirigencia que vive atrapada en un frasco.