Todas las mañanas Kao cumplía el mismo rito frente al espejo: se lavaba cuidadosamente la cara, aplicaba compresas para desintoxicar los poros –la polución había alcanzado niveles peligrosos en la ciudad-. Después se afeitaba con una navaja que había hecho fabricar especialmente con acero templado, una hoja muy delgada y finísimo filo, para asegurar que la piel quedara completamente limpia. Mientras realizaba el delicado proceso, se deleitaba observando en el espejo su rostro bien formado, sus ojos oscuros y profundos, su nariz recta y su barbilla perfecta. No importaba cuánto tiempo le llevara, él disfrutaba el proceso. También cuando se lavaba los dientes demoraba lo necesario para que su sonrisa quedara resplandeciente.

Terminado el aseo, se vestía con traje negro y camisa blanca. Tenía en el placar varios conjuntos iguales. Bajaba por el ascensor hasta la cochera, subía a su Audi Skysphere Arrogance y se dirigía a trabajar. Graduado de ingeniero en la universidad de Osaka, había alcanzado el cargo de jefe superior de diseño en el laboratorio de inteligencia artificial de la industria robótica líder en el mercado alemán.

En sus horas libres, había estado trabajando en un proyecto secreto que lo mantenía despierto muchas noches. El primer intento había resultado demasiado rústico pero el nuevo prototipo estaba alcanzando un nivel de detalle cercano a la perfección. Cuando se sentía abrumado por la exigencia, se encerraba en el gimnasio instalado en la habitación contigua al estudio, para ejercitar sus músculos y recuperar la tonicidad perdida en las horas de inactividad.

Cuando vio su trabajo terminado, la emoción humedeció sus ojos. Hacía muchos años que no lloraba, desde que se alejó de su madre, que se quedó en los campos de arroz y lo despidió agitando la mano a la distancia. Ella no dejó caer una lágrima. Sabía que la beca que llevaba lejos a su hermoso e inteligente hijo sólo le podría traer cosas buenas al niño, aunque ella no volviera a verlo. Su profecía se cumplió: Kao alcanzó los niveles más altos de rendimiento en la universidad, emigró a Alemania y nunca regresó.

En el momento en el que vio su imagen duplicada, reflejada en el espejo del vestidor, supo que lo había logrado. Si no hubieran sido sus ojos los que miraban, no hubiese podido saber cuál era la copia. El sofisticado sistema que le otorgaba movimiento al cuerpo del geminoide, sus extremidades y las facciones del rostro, también le permitía hablar y oír.

Escuchó su propia voz saliendo de la boca de su alter ego, pronunciando las palabras que él mismo había grabado. Y no le gustó lo que oyó. Todo lo que el robot hacía y decía le pareció despreciable.

Ahora Kao observa el hermoso rostro durmiendo. Inmóvil, siente los músculos adormecidos y no recuerda qué sucedió. El vidrio reforzado le impide salir del cubículo en el que se encuentra.

Desde su cama, su otro yo despierta y lo mira, embelesado.

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