En un relato fantástico publicado en 1632, un imaginario capitán Vostenloch, navegante y aventurero, cuenta de una tribu originaria del extremo meridional de Sudamérica que sabe transmitir mensajes a través de una esponja que absorbe los sonidos, los conserva y recién los reproduce cuando se la estruja. La historia, aparecida en Le Courrier Veritable, una gaceta que se definía “de novedades heterogéneas”, es una de las tantas que desde temprano, entre la fantasía y la sátira, reflejaron la ilusión de envasar el sonido, de separar la fuente del momento de su reproducción, de disponer de un sonido más allá del tiempo. Recién en la segunda mitad del siglo XIX la ilusión comenzó a materializarse, con las gestas de Charles Cross y el más industrioso Edison, entre otros, que con sus aparatos reproductores de sonidos delinearon lo que entrado el siglo XX cambiaría los hábitos de escucha y, llegando a 1920, marcaría decididamente el gusto musical masivo. Incluso en aquel extremo meridional de Sudamérica. 

En esa década y en ese lugar se centra Marina Cañardo, investigadora, Doctora en Música y Musicología por la Escuela de Altos Estudios de París, y en Historia y Teoría de las Artes por la Universidad de Buenos Aires, en su Fábricas de músicas. Comienzos de la industria discográfica en la Argentina, un trabajo recientemente publicado por Gourmet Musical. Se trata de un estudio sólido y abundantemente documentado que expone cómo, entre impulsos externos e internos, se fue consolidando en el país una industria discográfica que, tejiendo vínculos con la radio y el cine, y en coincidencia con las discusiones de ‘lo nacional’, fue determinante en la consolidación de un canon de la música popular que todavía hoy de varias maneras perdura. “La de 1920 siempre me pareció una década muy interesante por esa especie de ‘momento fundacional’ en las artes que representó”, dice Cañardo a PáginaI12. “Muchas de las vanguardias artísticas nacieron por esos años y además fue un momento muy prolífico para las músicas populares. El tango en particular se difundió por el mundo como nunca antes gracias, entre otras cosas, a la industria discográfica. Y esa industria cultural que creció exponencialmente por entonces en la Argentina y el mundo también cambió para siempre nuestra manera de vincularnos con la música”, marca la investigadora.

–¿Qué compañías discográficas existían en el país y qué representaba cada una?

–Había dos compañías grandes, Odeon y Victor, y varias más pequeñas. Odeon pertenecía al conglomerado de empresas alemanas denominado Carl Lindström AG, que tuvo una rápida expansión en el mercado internacional, garantizada por los acuerdos con empresarios locales: Max Glücksmann, en el caso de la Argentina. En cambio, el sello Victor, luego devenido RCA Victor, era de la empresa nortemericana Victor Talking Machine Co y su modelo de negocios era distinto: buscaba extender su clientela a través de filiales, como la Pan American Recording Company, que funcionó desde 1921 en Buenos Aires, controlada desde su central en Camden.

–¿Cómo se fue construyendo en ese contexto un perfil de “música nacional”?

–La “música nacional” se fue construyendo al fragor de los debates sobre la identidad argentina. El aporte de la industria discográfica en la década de 1920 fue innegable como constructora de un sentido de lo argentino donde primaron algunas músicas sobre otras: mucho tango, algo de folklore y otras músicas. Por entonces no existía en el horizonte de expectativas algo como las músicas de los pueblos originarios ni había grabaciones de ellas, que llegarían más adelante con los trabajos de campo de etnomusicólogos como Carlos Vega. Pero lo curioso realmente fue que había una “coexistencia pacífica” entre tango y folklore, aunque este último término es un anacronismo, porque no se lo mencionaba de esa manera. Muchos músicos interpretaban simultáneamente repertorios muy variados, como Gardel o Rosita Quiroga, y otros que empezaron con folklore y paulatinamente se volcaron al tango. Pero también la versatilidad de repertorios en un solo artista hacía que incluyera también el jazz o la denominada música clásica. Rosita Quiroga grabó un tango y un vals con Oscar Alemán, músico asociado al jazz. En esa rica y variada década, la mayoría de las músicas registradas se podían pensar dentro del tango, aunque en términos cualitativos era sintéticamente considerada “música nacional”. En épocas en que el tango estaba lejos de ser aceptado unánimemente como algo digno de ser representativo de los argentinos, esa “puesta en valor” a través del disco y su consecuente proyección internacional seguramente generaron un impacto en los años que siguieron.

–¿Cuál fue ese impacto de la “civilización del disco” en el público y en las maneras de consumo musical?

–Partamos de la base de que nuestra manera de vincularnos hoy con la música sería inimaginable hace apenas un siglo atrás. ¿Cómo es eso de que se pueda escuchar música si nadie la toca o canta en el lugar donde estamos? Escuchar voces de gente que no está suele ser señal de locura. Y nosotros las escuchamos todo el tiempo gracias a las grabaciones. Hemos naturalizado la escucha de la música grabada al punto de que sabemos que no estamos locos por escuchar algo que no se interpreta en el momento. Al menos no estamos locos por eso. Además, podemos escuchar miles de veces lo mismo. ¿Qué menos natural que repetir idéntica una interpretación musical? Y por otro lado apareció la conciencia por parte del músico de ese registro ad eternum y la interpretación musical adquiere una preeminencia inédita en la historia de la música a partir de la grabación y reproducción sonora.

–¿Cuáles fueron las fuentes principales para su investigación?

–Trabajé con fuentes muy diversas. En bibliotecas de Buenos Aires, París y Berlín relevé desde diarios, revistas y catálogos de la época, hasta partituras y datos de exportación e importación. También tuve ocasión de entrevistar a mucha gente distinta. Mantuve charlas con personas vinculadas a la industria discográfica, con músicos, con familiares de músicos, con vecinos de alguna de las fábricas de discos para reconstruir a partir de la ‘historia oral’ lo que había pasado. Fueron muy útiles los aportes de los coleccionistas de nuestro país y de otros lejanos como Alemania, Finlandia y Japón. Además, consulté los pocos documentos que quedan en las empresas discográficas.

–¿De qué manera el disco fue tejiendo relaciones con el cine, la radio y las publicaciones gráficas en este período?

–Desde los comienzos de la industria cultural hubo una gran sinergia entre las distintas ramas de empresas que solían ser únicas. No en vano Adorno y Horkheimer la denominaron industria cultural, en singular. La Argentina no fue para nada ajena a esa manera de potenciar negocios entre las artes del entretenimiento y tenemos un buen ejemplo de ellos en la figura de Max Glücksmann. Ese inmigrante de lo que hoy es Rumania llegó a Buenos Aires en 1890 casi sin más recursos que su creatividad y sus ganas de hacer cosas. Comenzó como empleado de una casa de fotografía y terminó siendo el dueño de un “imperio” que incluía cines, discos y radio. En el libro describo cómo cada una de estas actividades potenciaba a las otras: Gardel cantaba en un cine que era propiedad de Glücksmann antes de las proyecciones, también grababa los tangos de un concurso que organizaba esa misma empresa en el cine y registraba temas alusivos a las películas que él mismo importaba. Lo que se dice un negocio redondo. Como un disco.