Todavía me acuerdo de verla en el largo pasillo de la secundaria marplatense donde era director, hace ocho años. Tenía el cabello medianamente largo, con un corte desflecado y color castaño rojizo, era alta y de espaldas anchas. Vestía formal y elegante, pollera entallada marrón y zapatos de taco. Llamaba la atención, algo en su andar no parecía encajar del todo en lo “normalmente esperable”. Javier Moreno, el responsable de una organización de diversidad sexual llamada AMADI, a quien conocía por haber cursado juntos en la facultad, me la presentó como Daniela Virginia Machiavello. Me habían propuesto hacer una serie de charlas en las aulas sobre las nuevas leyes de identidad de género, matrimonio igualitario y otras afines, y los derechos que ellas consagraban.
Virginia era de tez morena y ojos negros intensos. Su acicalado rostro no podía ocultar del todo su origen biológico, y quizás no era lo que ella buscaba. Sus gestos eran moderadamente femeninos, sin afectación. Charlamos acerca de la actividad que ellxs realizarían en todos los cursos del ciclo superior. La iniciaban en esa escuela y si salía bien, pensaban generalizarla. Me pregunté si no tendría problemas por no avisar previamente a los padres de los estudiantes por las temáticas que abordarían. Y también qué pensarían los jóvenes cuando la vieran a ella entrar en las aulas.
Decidí asistir al primer encuentro. Enorme fue mi sorpresa al ver la presencia y el muy buen desenvolvimiento de Virginia frente al pizarrón. El uso muy preciso de su lenguaje denotaba su elevada formación académica. Transmitía confianza y seriedad al desarrollar con claridad los contenidos más teóricos articulándolos con tremendas situaciones de su propia vida, donde no ocultaba ningún tema espinoso o controvertido como el de la prostitución, y al mismo tiempo lo hacía con un tacto digno del mejor psicólogo que pudieran encontrar. Un ligero ceceo completaba el cuadro. No necesité quedarme las dos horas que duraría la charla. Al día siguiente pasé por el curso, los adolescentes habían quedado muy conformes. Luego de la primera semana, su paso por los pasillos durante los recreos ya no causaba ninguna impresión especial. Virginia ya estaba integrada al paisaje de la escuela.
Un par de años después me la crucé en alguna movida pública. Me contó que había ingresado en forma efectiva a trabajar en la Municipalidad, que estaba muy contenta de ser la primera persona trans desempeñándose en la Secretaría de Derechos Humanos. Ahora sus ingresos no dependían del trabajo sexual, el cual continuaba ejerciendo con sus clientes más habituales, sin necesidad de hacer la calle. No volví a verla.
Me enteré de su partida por las redes sociales. En julio de 2020 era época de pandemia y estábamos todos metidos para dentro. Virginia había fallecido sorpresivamente por una falla cardíaca durante la noche, mientras dormía en su departamento. Crucé algunos llamados con Javier y me contó que ella aborrecía el alcohol y las drogas, pero se fumaba tres atados de cigarrillos diarios y abusaba del Viagra, debido a su oficio. También me contó una buena parte de su historia.
Su nombre masculino había quedado en el olvido, hacía años que no importaba. Había nacido en Salta y luego de ser adoptado por una familia con mucho dinero, estudió en los colegios religiosos más tradicionales de CABA. Incluso había tenido como compañeros a hijos del poder militar. Sus padres fueron dueños de una importante empresa naviera y de un hotel en pleno barrio de Retiro. También supe que se fue a estudiar durante dos años a una universidad californiana. Pero lo más llamativo fue su pasado como oficial del Ejército Argentino en el Batallón de Ingenieros, que tuvo su bautismo de fuego en las escaramuzas que se produjeron luego del levantamiento de Seineldín en el Edificio Libertador en 1990. Allí, como personal de sanidad, recibió un balazo en la rodilla, casi como en el tema de los Redonditos de Ricota.
Javier me contó que Virginia se había venido alrededor de 2001 a Mar del Plata, luego de la venta del hotel familiar, ya con treinta y ocho años. Previamente se había separado de su tercera esposa, con quien tenía una hija, parece que por haberse realizado un aborto inconsulto. Probablemente por ello, años después no tuvo una postura clara a favor de la interrupción voluntaria del embarazo. Inicialmente puso un video club y luego un negocio de modelismo, y finalmente tuvo que cerrarlos. Pero nunca dejó de armar maquetas de tanques y de escenas de Indiana Jones, las que eran sus preferidas y vendía en un par de galerías de la ciudad. Quizás todavía quede alguna dando vueltas por ahí.
En esa época todavía no era Virginia y supo contar que empezaron a gustarle las chicas trans, en una suerte de acercamiento. “¡Las vueltas de la vida! ¡Ahora la trava soy yo!”, decía tomándose en joda, años después. No sabemos bien cómo se produjo la transformación, pero sabemos que la venía procesando desde hace bastante tiempo.
Javier cuenta que la conoció como Virginia en el 2008 militando por la diversidad sexual en la Asociación Travesti Trans Transgénero Argentina y que anteriormente había participado activamente en la Red de Personas viviendo con VIH. Su nuevo documento lo gestionó en 2012. Y recién le pudo a contar su naciente identidad a su hija más de un año después. En 2009 Virginia se incorporó a AMADI y fortaleció su compromiso militante en ese espacio.
Para ella, militar era hacer lo que había que hacer sin rollos ideológicos. Una vez que se decidía algo colectivamente y siempre trataba de que fuera lo más rápido posible, se hacía. Para Virginia, lo importante era la lealtad a una decisión y a un grupo. Ella era la primera en poner el cuerpo, en ir al frente. A Virginia, cuenta Javier, no le gustaba el ghetto y siempre quería ir a dar charlas a lugares donde no se comprendería la temática de la diversidad sexual. Y si bien encontraba resistencias iniciales, mucho más por su aspecto, luego terminaba a los abrazos con todos.
Me quedé pensando en muchas de las cosas que me contó su compañero de militancia. Se me ocurre que Virginia estaba más allá de militar, aunque eso estaba implícito en sus decisiones, porque la palabra había estado en su pasado, aunque de un modo sustancialmente distinto. Vivenció las dos acepciones y ambas se entramaron en su subjetividad. Bebió de ambos cántaros y de algún modo eligió.
Virginia se inscribió en la causa básica de la dignidad humana y desde allí activaba. Quizás porque fue y vino por muchos andariveles y conoció gran parte de todos los mundos posibles, muchos más de los que yo he conocido y conoceré, y decidió dejar ciertos privilegios, priorizando sus propias búsquedas al costo de transitar la más dura marginalidad, trans-pasando límites y limitaciones. Eso nos interpela a los que nos quedamos en las zonas de confort.
Elijo creer que en todos esos mundos encontró bellezas y atrocidades, posibilidades y debilidades, en definitiva, lo propio de lo humano. Y que lo hizo más allá de militar, rebasando lo que le estaba dado, porque de alguna manera Virginia logró trans-cender. No es poco.