Mi mamá se murió en la calle, el dieciséis de marzo del dos mil dieciocho. Inesperadamente, y con un vino adentro de su cartera roja. En el momento preciso en que ella se moría, una niña ya no encontraba más espacio para crecer adentro de mi panza y estaba pronta a nacer. Me hacía sentir pesada, incómoda, gigante.
Me había sonado el teléfono, no se entendía nada, pero me quedó claro que algo malo, muy malo, le había pasado. Se escuchaban gritos, alguien me indicaba la dirección de su casa, de fondo una sirena de ambulancia. Se cortaba. Eran las doce del mediodía de un viernes de fines del verano. Esa semana habían empezado las clases. El sol dolía. El miedo quemaba. Ni una nube para protegerme del sol ni de la tragedia que ya ardía en esa esquina del centro. Las calles estaban repletas. La información había sido incierta porque nadie se anima a anunciar una muerte por teléfono. Las tragedias frenan el tráfico, siempre. Me acercaba. Me cansé, o tal vez me asusté demasiado.
Estacioné mal el auto. Seguí caminando.
Llegué agarrándome la panza. La sábana blanca en la vereda fue el cachetazo. Pero ya lo sabía. Como siempre, cada vez que algo trascendental pasa, una parte de mí se entera primero. Las ideas no son concretas, no tienen forma clara, pero es como conocer de antemano las tendencias. De alguna manera, cuando el cachetazo llega, yo ya tengo la mejilla colorada. Nunca me agarra de sorpresa.
Junto a la sábana me estaba esperando la ambulancia. Me dieron el informe, una acotada y biológica perspectiva de cómo se apaga una vida. Escuché. Agradecí. No reaccioné. Y vi que estaban también los que se animan a experimentar esa fascinación que genera ver a la muerte en acción. Eran un montón y me intimidaban.
La escena desbordaba impacto. Una parturienta era la que había atendido la llamada cuando buscaron los últimos registros en el celular de la muerta. La parturienta era la hija de la muerta. La parturienta no lloraba. No podía llorar. Había demasiado ruido para llorar. La parturienta ya no quería parir, ya no quería estar ahí, casi que ya no quería vivir. La parturienta se sentó en el piso.
Parecía tranquila, aunque por dentro se desataba un huracán.
Por más que lo haya intentado mil veces no puedo reconstruir el orden ni la lógica de todo lo que pasó ese día. De mi piel para adentro todo ocurría en cámara lenta. Mi parte racional y resolutiva me obligaba a controlar la respiración, a no desbordarme, a cuidarme, a cuidarla. Y ganaba la pulseada.
De mi piel para afuera, todos parecían actuar a otra velocidad. Traigan una silla. Alguien que le tome la presión. Busquen un lugar a la sombra para que esté más cómoda. Sáquenle los zapatos. Levántenle las piernas.
Me entregué por un rato a los cuidados que necesitaban darme. Esas atenciones sólo calmaban su angustia, porque yo estaba anestesiada. No sé dónde estaba, pero no estaba ahí. Los dejé hacer, los dejé tocar mi barriga y sentirse tranquilos al comprobar los movimientos de la bebé, que estaba inquieta con tanto fluir de adrenalina camuflada de quietud. Los dejé hablarme, agradecí cada gesto con una sonrisa pobre y plastificada.
Pero con el agua no pude. No logré ser complaciente ni amable. No pude agarrar el vaso de agua fresca que querían darme. No pude tragar dos sorbitos para dejarlos tranquilos. No quise. Y por primera vez escucharon mi voz. No, dije. Se sorprendieron. Algunos quizás se ofendieron. No quiero agua, no tengo sed. Se murió mi mamá, no me miren más, no me toquen, no me hablen, dejenmé, dejenmé, dejenmé. Bajito, sin gritos, sin lágrimas, sin dejarme tocar más, solo les supliqué, dejenmé.
No pasa el agua cuando lo irreversible de la muerte llega y te hace un nudo en la garganta. No pasa el agua cuando empezás a percibir que tu red de contención se desintegra. No pasa el agua cuando hay muerte afuera y vida adentro. No pasa el agua cuando una nieta que nada en líquido amniótico nunca va a conocer a su abuela. No pasa el agua, porque el agua no sirve, no lava, no alivia el impacto de una ausencia inminente.
Por fin llegó. Cómo necesitaba sus brazos flacos, que saben contenerme sin apretarme, porque saben que si me aprietan me escapo. Llegó pálido, con los rulos despeinados, y los ojos de huevo que pone cuando tiene miedo. Me imploraba con la mirada que le dijera que lo que estaba imaginando no era verdad. Y con el gesto de mi cara entendió. No preguntó. Y me abrazó.
Un abrazo puede ser como una burbuja. Un espacio seguro, en donde nada ni nadie te puede tocar. También puede ser un lugar mágico que te transporte, que te envuelva, que te deje volver a verte con las medias tres cuartos, la camisa blanca y la pollera gris a la rodilla. Un viaje muy fugaz pero feliz, que te llene el cuerpo entero de olor a tostadas y la veas, con la bata azul de papá, bailando mientras preparaba el café con leche, tarareando la canción que abría el programa de radio de la mañana. Sí ma, dame el último beso de esos con mucho ruido que yo decía odiar pero vos sabías que me encantaban.
Abrazame por última vez, ma. Te amo, ma. Y entonces sí, cuando ya nadie podía ver a través de la burbuja de su abrazo lloré, me llené de agua, me rebalsé, y llené el odioso vaso, una pecera, un charco, un río, un mar…
No la ví muerta. No quise.
La puerta de la sala velatoria era de vidrios espejados. Me detuve antes de entrar. Corría ya un vientito que aliviaba como agua fresca, cuando el nudo en la garganta afloja un poco y la sed se impone como defensa frente al fuego del dolor. Ese es el momento de ofrecer un vaso de agua. Antes no. Me quedé afuera, no hice ningún trámite ni elección, no tomé ninguna decisión frente a la ceremonia que le rendimos a la muerte del cuerpo. Me parece un ritual vacío, uniformado, mezquino. Inventé el mío y solo participé yo. Y ella, con todo lo que hay de ella dentro y fuera de mí.
Me alejé unos metros. Y me empecé a mirar en la puerta de vidrio. De frente, exactamente de frente. Casi que si entrecerraba un poco los ojos para ver borroso no veía la panza. Esa imagen poco nítida, algo desvirtuada por las lágrimas era mi imagen. Pero no era solo yo. Era ella y era yo.
Vi su pelo desordenado, pero no tanto, ondulado pero no tanto, lindo pero no tanto. Como el mío. Vi sus ojos, más claros y dulces que los míos. Vi su nariz, que siempre le dije que era mi envidia y ella siempre se rió descaradamente de que la mía no era como la suya, sino como la de mi papá. Bajé un poquito la mirada y vi dientes muy grandes y una sonrisa que siempre nos pareció un poco amplia, pero no tanto. Y esa rayita que siempre se nos hizo arriba del labio superior cuando la sonrisa es de verdad. La de compromiso es más humilde, viene sin rayita. Y lo que ella tenía de encanto en la nariz, yo la empataba con los pocitos en los cachetes. Eso sí, cachetonas las dos. De sonrisa fácil, también las dos.
Vi nuestros cuerpos similares, el mío ahora pesado por el embarazo, el de ella hasta hacía unas horas pesado por los años. Cada uno también pesado por sus propios miedos, cárceles y pérdidas. Pero livianos porque nos teníamos, nos acompañábamos, nos llevábamos de la mano.
Vi mi mochila azul, y pensé en cuántas cosas llevo todos los días de acá para allá sin usar ninguna de ellas por semanas. Y vi que todavía tenía colgado en el hombro su cartera roja. La abrí y estaban sólo las tres cosas que repetía como mantra cada vez que salía de casa, para no olvidarse ninguna.
Billetera, llaves, celular. Y también había un vino. Habíamos hablado temprano, tenía un asado con los amigos. Ese vino lo guardé y el día de su cumpleaños me lo tomé con mi flaco. La extraña tanto como yo.
El tiempo que estuve en el velorio lo pasé en la vereda. Estuve bien acompañada, parece que somos muchos los que evitamos mirar a la muerte a los ojos. A la noche me sentí muy cansada. Ya no había nada que hacer ahí. Vi mi reflejo en la puerta por última vez. Me puse de perfil, me miré un rato largo la panza y me fui.