El fallo del Tribunal Oral en lo Criminal N°25 que condenó a los asesinos de Lucas González le puso nombre y apellido a la tragedia: odio racial. El gatillo fácil, también llamado violencia institucional o represión estatal, tiene entre sus principales causales y motivaciones, el racismo. Esta situación es sistemáticamente negada, por el sistema en su generalidad y por el sistema judicial en particular. Incluso a muchas personas de a pie, gente bienintencionada, les cuesta aceptarlo. Lamentablemente, aunque duela, debemos comprender que la portación de rostro es un eufemismo, una forma de decir racismo sin decir racismo.
El 23 de agosto se darán a conocer los fundamentos de la sentencia, recién entonces sabremos qué entienden los jueces por “odio racial”. Por otro lado, se trata de un fallo en primera instancia, el cual tranquilamente pueda ser revocado en otra instancia. De ahí la necesidad de profundizar en esta línea de acción y seguir construyendo la masa crítica que de una vez y para siempre rompa el pacto de silencio en torno al racismo en nuestra realidad. Así y todo, este fallo marca un hito en el derrotero de negación del racismo de nuestro sistema de justicia.
El Estado argentino, desde que se constituyó, ha matado gente no blanca de manera sistemática. Y también de manera sistemática, lo niega. El Estado nos mata. Desde la llamada conquista del desierto, la conquista del Chaco, la Masacre de Napalpí, el bombardeo de la Plaza de Mayo del 55, la persecución de trabajadores y líderes gremiales y de obreros en la última dictadura, hasta la llegada de la democracia en el 83, a pesar de lo cual tampoco ha cesado la máquina de matar negros y negras de las barriadas racializadas y empobrecidas de todo el país. Nuestro Estado, además, tiene hacinados a cientos de miles de personas racializadas en un sistema carcelario colapsado, el cual pareciera tener como única razón de ser meter negros en jaulas. Este es el accionar del Estado, desde el comienzo de nuestra historia como Nación. Alberdi, Sarmiento y compañía instalaron un relato que sigue vivo en la actualidad: que éramos un país atrasado y vacío, un desierto, y como tal debíamos ser llenados con blancos de Europa.
Esa mentira, la que dice que Argentina es el país más blanco de América Latina, de tanto repetirse aparece como verdad, con rango constitucional. El artículo 25 de nuestra Constitución Nacional dice: “El Gobierno federal fomentará la inmigración europea”. La Carta Magna se reformó en 1994, fines del siglo XX, pero la mentira debía seguir corriendo y dejaron intacto ese artículo. A quienes no se convencen de que tenemos una Constitución racista les pregunto ¿cuál es el sentido de incentivar la migración europea, que apenas representa el 11% de la población mundial, en detrimento del 89% restante? ¿Por qué no incentivar la inmigración de africanos, asiáticos, latinoamericanos y caribeños en el texto de nuestra Constitución Nacional? La jerarquización de los grupos humanos sigue tan vigente como este artículo infame. Dicho de otro modo, este artículo sigue en pie porque la jerarquización de grupos humanos que lo avala sigue vigente.
Dadas así las cosas, este fallo de primera instancia vendría a ser una curita intentando contener una hemorragia. Porque el Estado sigue persiguiendo, encarcelando y fusilando. No se terminó con el fin de la dictadura. Mientras la derecha añora la última dictadura cívico-militar y sus candidatos proponen “más policía” (la que mató a Lucas), “más seguridad” (para asegurarse de que nos sigan matando), el blancoprogresismo sigue tan propenso a negar la cuestión racial y a jugar al monopolio del sufrimiento como siempre. Suelen llamar a la dictadura “la peor tragedia de la Argentina”. Por supuesto que fue una tragedia, ahora, ¿cómo es que fue peor que el genocidio que pensó, planificó, financió y ejecutó el Estado argentino, con la ayuda de fusiles Winchester, para matar a cientos de miles de indígenas? ¿Cómo establecen que una fue peor que la otra? Este sesgo racista en el análisis de las tragedias nos dice que puede volver a pasar. La única garantía de que no se repita es que sintamos todas las tragedias por igual. Para eso debemos trabajar en la memoria viva y romper la espiral de silencio en torno al dolor de las mayorías racializadas.