Carpas de camping; carritos de supermercado que atesoran bollos de ropa y botellas con agua; frazadas que envuelven a quienes dormitan en los largos bancos instalados en la vereda de ingreso al Aeroparque metropolitano. Son personas sin hogar que han vuelto a vivir alrededor del aeropuerto Jorge Newbery, en la Ciudad de Buenos Aires, del que fueron desalojadas el 30 de junio. Fueron expulsados del interior del edificio. Han vuelto a sus veredas. O quizá nunca se fueron de la zona que --a falta de políticas públicas de contención ante tamaño desamparo-- es hoy “su lugar en el mundo”. Y en este mediodía de mediados de julio, esta postal de una sociedad indolente se superpone a la de los viajeros que entran y salen del aeropuerto para vacacionar.

Cerca de las puertas de Arribo hay una mujer sola que mastica algo frío y seco y mira sin ver a su alrededor, aunque quisiera “una sopa caliente” dice luego, ante la consulta de Página/12. Y agrega: "Yo leo ese diario, es el que trae los recordatorios de los desaparecidos”. Lola es de "los que quieren estar ahí", dice. Hay muchos otros, que ansían poder irse, pero no saben cómo, ni a dónde, ni con qué.   

Lola vive ahí hace cuatro años dice. La historia cuenta que antes de la pandemia, algunas pocas personas sin hogar pernoctaban en la zona de pre-embarque. Luego se instalaron más, hasta que algunos llegaron con niños y otros incluso con algún perro fiel. Y dormían en el piso contra un gran ventanal con vista al gran río.

Sandra Cartasso

Se extraña el calor del sol en este mediodía. Aun así, un hombre en la vereda se lava los pies en un tacho con agua que trae de una canilla de la calle. Es Javier, vendedor ambulante y hace siete meses vive ahí. Duerme, come y se asea en el rincón que logró entre una pared y el carrito del súper. Vive con Paula, a quien conoció “en el segundo piso”. Otros, como David, deambulan entre las hamburgueserías y las filas de taxis que esperan pasajeros. Otros, como Osvaldo y Roberto, miran, simplemente, el trajinar de la avenida costanera, como esperando que algo suceda, pero inmutables ante el ronroneo del mundo alrededor de sus carros con frazadas, sus tachos con agua, su comida fría.

Las puertas del edificio están cerradas desde que se realizó el operativo de desalojo de las 160 personas que pernoctaban dentro del edificio. Y salvo una entrada y una salida ninguna puerta corrediza se desliza. “Es para controlar que solo ingresen los viajeros” dice un guardia de seguridad a Página/12. Ni siquiera los familiares pueden entrar a despedir a quienes viajan y tampoco hay recibimientos afectuosos dentro de la nave.

Es que luego del desalojo, realizado en la noche en un operativo conjunto del Ministerio de Desarrollo Humano de CABA, junto a la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) y a personal de la firma concesionaria Aeropuertos Argentina 2000, los sin techo han vuelto a sus veredas, rearman sus carpas y estacionan sus carritos entre los trailers de comida rápida. Y toda la sociabilidad de los viajes, que aumenta en período vacacional, ocurre fuera del edificio. Al costado de los refugios, fugaces e improvisados, de quienes han vuelto a vivir a la intemperie, allí, en la costa porteña del Río de la Plata.

Vivir a la intemperie

Javier alquilaba en Quilmes, cuenta mientras se lava los pies con el agua con la que luego lava sus zapatillas. “Hasta que me robaron la mercadería y ya no pude pagar el alquiler”, recuerda. Vende en la calle “medias, bombachas, ropa interior para damas y caballeros”. Y lamenta que ya no tiene nada: “Acá, ni ratas tengo”, ironiza. Pero se cuida dice. No quiere “oler mal, por la gente”. Pide “que alguien nos donde una carpa, usada”. A su lado, Paula asiente. “Hace frío y esto no alcanza” advierte la mujer mientras señala las frazadas que les trajeron del BAP --Buenos Aires Presente--. Esta “ayuda”, alterna con los grupos de las iglesias y de las fundaciones que se acercan a colaborar. Nada alcanza.

Paula vivía en Chacarita hasta que vino aquí, en febrero. También es ambulante, vende “pañuelitos”. Toda su familia murió dice, y ella que siempre alquiló, cuando se vio sola fue vendiendo lo que tenía, para poder vivir. Hasta que ya no tuvo nada. Reclama que el desalojo haya sido de noche y que no los dejaron volver a sacar sus cosas. Que en los paradores ya no hay lugar para parejas. “Por eso no nos llevan", aclara. "Y nos tienen acá pasando vergüenza... Si somos pocos... podrían conseguirnos un lugar” razona.

Para los trabajadores del aeropuerto, estas presencias ya son parte del paisaje. La parte incómoda, claro. Las empleadas de limpieza barren la vereda y descargan en los tachos de residuos externos, sin mirarlos. “Había mucho olor cuando estaban adentro y los pasajeros se quejaban”, comparte una de las trabajadoras. “Pero te soy sincera --añade--, había de todo: gente molesta y gente muy respetuosa”.

Sandra CArtasso


Los que quieren irse

Osvaldo y Roberto quieren irse de ahí. Están sentados frente a la puerta de Partidas, donde ingresan quienes se van de viaje. Entre los trailers de comida, tienen un termo. Han hecho mate. Roberto es misionero, se vino a dedo con la ilusión de trabajar en la ciudad. “Pero está complicado, durmiendo en la calle es difícil conseguir trabajo”, razona. La falta de descanso se lee en sus ojos rojos. Quisiera “bañarse y trabajar”, sostiene. Es gastronómico. Y les huye a los paradores porque “ahí se vive como en un sistema carcelario, y la gente se pone violenta”.

A Osvaldo tampoco le gustan los paradores, aunque estuvo ahí cuatro meses. “Son para renegar” describe. Osvaldo es paraguayo y trabajaba en una textil cuando vivía en Ciudadela --donde está su mujer con sus cuatro hijos-- y para él todo comenzó cuando “se venció” su DNI. Perdió el trabajo. Y fue difícil quedarse en la casa familiar “porque se meten en todo”.

Roberto no estuvo la noche del operativo. Osvaldo sí, estaba durmiendo y aceptó salir. “Me despertaron, me trataron lo más bien y no les pude decir que no --comparte--, vinieron con café y medialunas --se ríe--, porque me confundieron ¡con un turista!”. Sus compañeros la pelearon, cuenta, pero igual tuvieron que salir. Y da su número de celular, pide ayuda con la tramitación de su DNI extranjero. Quiere volver a trabajar en la textil, y a estar con su familia en Ciudadela. "Pero sin trabajo es dificil compartir, todo se pone dificil, la familia se mete, y uno no sabe con qué van a salir, por eso estoy acá, aunque me gustaría estar con ellos ahí".     

Los que eligen quedarse

Lola es devota de San Patricio. “La coraza de la fe es una oración para fortalecerte” explica, con buen ánimo. “A veces leo Página/12, la primera vez que me puse en contacto creo que me lo encontré tirado, y ahí vi el recordatorio de los desaparecidos --sorprende a esta cronista su relato--, yo no sabía nada de eso y lo conocí ahí”. Lola dice que “compraba Clarín por los clasificados”. Que “La Nación ya no", porque es muy caro. "Acá leo Diario Popular”, aunque le gusta más Crónica. "Porque habla de los fenómenos paranormales, pero acá no lo traen”, se resigna.

Tuvo cáncer, dice Lola. Se entregó a “la oración” y dejó todo. “Pero salvé mi vida, porque elegí rezar". Incluso tenía un celular "y lo dejé como ofrenda a la virgen, por eso me salvé --insiste-- y estoy viva”, es lo que más le importa. “Soy maestra” dice. Y entiende que el desalojo fue necesario porque había mucha gente “muy mal, desnutridos, con piojos, ir al baño era una tortura porque quedan lejos de donde estábamos”. 

David se acerca y saluda, da la mano. Algo extraño entre la gente que vive en la vereda. “Los Mutantes” se define a sí mismo y a sus compañeros. Así se llaman entre ellos, “porque estamos excluidos, somos los que quedamos afuera”, explica. Muestra su DNI, donde se lo ve con más peso. “Pesaba 105 kilos, pero murió mi mujer y todo se vino abajo” detalla. Su madre murió de covid, su esposa “por neumonía”. Ahora “dame un vino y una pipa, quiero drogarme y tomar, para no tener tanto rencor, para no llorar todo el día” dice. Sus ojos brillan. Hay dolor en sus palabras. No hay asado entre “los mutantes”, aunque lo anuncia, ironiza. Hay un ardor que lo enceguece pero pide “sin fotos, por mis hijos”. No quiere que lo vean así. “No quiero que me vean acá”, explica.

Lola no piensa en nadie, dice. “Yo elegí estar acá, hay seguridad, inspectores, policías, parece una base militar. Yo ya tuve una casa --cuenta--, ahora, solo me gustaría una sopa caliente cuando hace frío, nada más”. Aunque a ella le gusta el aire libre dice. “Adentro no se podía estar porque las empresa de limpieza --enumera cuatro-- usan un kerosene secuestrante” que le hace mal a los pulmones. 

Y encima “vienen los del 108 --la línea de atención social de CABA-- y me quieren dar una frazada --agrega-- ¡pero es pesada y no puedo moverme con una frazada de dos plazas! Además, no es por criticar --continúa--, pero... podría ser más amable la gente del 108”, evalúa, seriamente. Lola quiere un celular para llamar a la Cruz Roja “y que traiga medicamentos”. Y repasa los nombres de todas las organizaciones solidarias que se acercan a colaborar. Tiene buena memoria. Y antes de despedirse pregunta: "¿Cómo está Wanda Nara?".