Germán Abdala nació el 12 de febrero de 1955, en Santa Teresita y falleció el 13 de julio de 1993 en un hospital porteño. Su familia decidió que sus restos fueron lanzados al mar que amó, desde la playa de la ciudad que lo viera nacer. Fue dirigente de la Asociación Trabajadores del Estado, desde el 6 de noviembre de 1984 hasta su deceso, como así también uno de los fundadores de la CTA. Fue elegido diputado nacional en 1989, cargo que también ejerció hasta 1993. Pero con decir esto nada se diría.
La vigencia y actualidad de Germán tampoco son hallables en la estatuaria ni en los monumentos autorreferenciales de quienes, so pretexto de hablar sobre él, te cuentan cómo lo conocieron, dónde estaban y por qué estaban ahí, justo en ese momento trascendental de la Historia en el que Germán se topó con ellos.
Lo cierto es que hay un Abdala que, a lo largo de estos treinta años, ha podido eludir la trampa de los panteones, la rigidez del bronce de las placas y la frialdad de los mármoles. Se trata de aquel dirigente sindical que en los albores de la restauración democrática consiguió entender, antes que nadie, que no bastaría con tener un sindicato democrático, combativo y memorioso de las luchas que lo precedían para poder defender los intereses de las y los trabajadores afiliados. Su concepción de la política arrancaba desde la asimilación de la derrota sufrida por el campo popular a partir de la dictadura cívico militar y eclesiástica y, precisamente por eso, hacía de la construcción colectiva una condición inexcusable para establecer el sentido de las alianzas.
Es a partir de ese principio que hoy es posible entender el abanico de representaciones políticas que logró constituir en ATE Capital para su primer mandato como secretario general. No le importó que a su izquierda confluyeran militantes que provenían de la lucha armada de los años 70 y que a su derecha se formaran los que provenían de un peronismo tradicional; para Germán lo decisivo había sido que cada uno manifestara su voluntad de arrancarle el gremio a la burocracia prodictatorial que encabezaba Horvarth. La determinación de unir en un colectivo a todas esas voluntades dispersas y carentes de conducción política hizo que él, mucho antes del triunfo en las decisivas elecciones del 6 de noviembre de 1984, se convirtiera en un dirigente natural de los estatales porteños.
Los conflictos laborales que fueron escalonándose durante el gobierno de Raúl Alfonsín y la seguidilla de los trece paros nacionales convocados por la CGT dirigida por Saúl Ubaldini, lo llevaron a la conclusión de que esas luchas no alcanzarían sus objetivos, ni frenarían la hiperinflación desatada por los grandes grupos económicos, si el movimiento obrero no atinaba a entender que no debía resignar su representación política a manos de los profesionales de la rosca. Fue por eso que en 1988, cuando ATE aún era un gremio con poco más de 60.000 afiliados en todo el país, Germán se alineó en la interna del PJ con el sector de la Renovación que encabezaba Antonio Cafiero quien, al cabo, fue derrotado por Carlos Menem. Pero esa decisión temprana, tomada antes de que finalizara su primer mandato como secretario general de ATE Capital, lo situó como candidato a diputado nacional.
Tenía apenas 34 años cuando asumió la banca y ya contaba con la certeza de que Menem traicionaría los postulados de la campaña electoral. Esta convicción lo proyectó más allá de las fronteras del recinto parlamentario porque desde un primer momento no hubo conflicto o reclamo laboral que no lo viera acudir en su condición de legislador. Los principales debates en la Cámara también lo contaron como protagonista. La suya fue una banca al servicio de la clase trabajadora y toda su actividad parlamentaria giró en torno al protagonismo colectivo antes que a la figuración personal. Dijo sin titubear: “La política del imperio para nuestro país, no solo fue matarnos a los mejores compañeros, no solo fue perseguir a los mejores compañeros, intervenirnos las organizaciones sindicales, prohibir la política, saquear el país con la deuda externa, sino que fue cambiar las conductas humanas, quebrarnos a nosotros en eso tan íntimo como es la voluntad de lo colectivo.” Para Germán Abdala se había pasado “del decir si nos juntamos solidaria y colectivamente, vamos a ser más que la voluntad individual” a esto otro de “hacer valer el reino éste de si cuerpeo, le meto el codazo en la cara al otro, hago mérito, delato, hago buena letra, no transgredo, me mimetizo dentro de las posibilidades del sistema, a lo mejor tengo la suerte de ser uno de los 8 millones de argentinos que se salve.”
En poco tiempo confrontó con el menemato y creó y lideró el Grupo de los Ocho, pero supo comprender que aquello no bastaría si no se era capaz de organizar al movimiento obrero sobre un cimiento antagónico al del colaboracionismo sindical que primaba en la fracción antiubaldinista de la CGT: "Mi visión hoy es que el Grupo de los Ocho y el peronismo disidente han cumplido una etapa, de la cual queda como autocrítica que no fuimos capaces de construir una oposición al modelo liberal menemista desde adentro. Nosotros quisimos ser la conducción del verdadero peronismo, pero en esto hay que ser sinceros: hemos perdido (...) Hay que construir una nueva alternativa popular en la Argentina que sintetice a todos los sectores. Un nuevo partido o frente que rompa con el bipartidismo". Allí, en esas definiciones, anidaban tanto la inminente fundación de la CTA, como los fundamentos estratégicos para la creación de una herramienta política que sacara a la democracia de sus cepos burgueses.
Está claro que Germán no se refería a ninguna clase de tercer movimiento histórico, esa quimera del alfonsinismo que se desintegró con la hiperinflación y las elecciones anticipadas; tampoco aludía al experimento progresista que, tras su muerte en 1993, sería encabezado por Carlos Chacho Álvarez y que terminaría como aliado de los radicales en la Alianza con Fernando de la Rúa y Domingo Cavallo. Por el contrario, la idea de romper con el bipartidismo remitía a un tipo de representación y práctica política que ensancharan y profundizasen los estrechos límites de la democracia formal.
Nadie mejor que Abdala para explicar eso: “Es el principio de algo que tiene que lograr salir de la resistencia para poder plantear a esta sociedad, que no sólo está el discurso de la derecha para evitar la crisis política, sino que también los sectores populares tenemos una propuesta, un planteo para explicar por qué hoy las dirigencias políticas, sociales, forman parte todas del mismo esquema de prebenda y prostitución que han hecho que el conjunto de las masas dejen de creer que es posible un país distinto.” Cuando uno ve los increíbles porcentajes del abstencionismo que se registran en las actuales PASO, a treinta años de la partida de Germán, no puede menos que afirmar que sus palabras de entonces tienen una vigencia dramática.
“Los restaurantes están llenos, los cines están llenos, pero cuando uno empieza a discutir en cada una de las provincias las realidades de las economías regionales, la integración económica, vivimos en un mundo feudal. Vivimos en un mundo donde todo está por hacerse. Toda la gente nos dice: “¿Por qué no se dan créditos a la pequeña y mediana industria en vez de estar favoreciendo a Bunge y Born para que exporte 7000 millones de granos?”. Aquí uno piensa en el fiasco de Vicentín, en las ganancias fabulosas de los bancos mientras cada vez más personas deben dormir en la calle, en las facilidades cambiarias para el agronegocio mientras se aduce la falta de fondos para otorgarles a los estatales un bono compensatorio de todo lo que han perdido en este tiempo.
El Abdala final, el de Parque Sarmiento, casi sin fuerzas ni voz porque la enfermedad lo ha consumido y ya ni caminar puede, lanza su último desafío histórico en aquel noviembre de 1992: “No me va a doblegar el cáncer, pero me mataría, eso sí, la tristeza, si no logramos dar forma organizativa y presencia a este maravilloso fervor militante.” Aquel Abdala no hablaba de colonizar el aparato del Estado con adeptos obedientes y ubicuos; tampoco creía que la militancia pasaba por escalar cargos, ni sumar minutos en las pantallas televisivas, ni que la hegemonía política era tan solo una sumatoria de los propios ni, mucho menos, que había que fundar un partidito de morondonga.
Germán, aquel último que habla para el futuro desde la fragilidad de su figura en la silla de ruedas, es más vigente que nunca porque la estrategia de poder popular que él supo diseñar está cada vez más lejos de ser refutada por nadie. Y menos hoy, a treinta años de su muerte.