Durante un partido de fútbol amateur, un joven de 24 años golpeó con sus puños y luego un puntapié en la cabeza al árbitro que instantes antes había expulsado a un compañero de equipo del agresor.
De inmediato, el árbitro, con pérdida de conocimiento, fue trasladado a un centro asistencial.
El joven, cuya conducta es por cierto reprochable, fue sancionado con una expulsión “de por vida” para concurrir a espectáculos deportivos y se estudiaba otra sanción que le impidiera volver a jugar fútbol amateur, también de por vida.
Dichas sanciones, jamás aplicadas a jugadores profesionales que incurrieron en agresiones tremendas, lesionando gravemente a rivales, o pateando a los espectadores (recordemos la célebre patada de Eric Cantoná a un hooligan), cayeron con dureza sobre un joven que cometió un gravísimo error, pero al que se le transmitió un mensaje: que su acto merecía una condena eterna y que no admitía reparación alguna.
A la vez, se viralizó el video en el que se veía al jugador aplicar los tremendos golpes al árbitro. Una y otra vez, por distintos medios, la imagen se repitió, sometiendo a todos, agresor, agredido y público, a una reiteración del impacto traumático con consecuencias sobre el psiquismo de todos.
Pocas horas después, y tras enviar mensajes a su familia en los que llorando les manifestaba su imposibilidad de soportar más la situación, el joven fue hallado sin vida, con un disparo en la cabeza, culminando de este trágico modo el recorrido pulsional, con un retorno contra sí mismo.
Hasta aquí el relato y una sucinta lectura de los hechos. La pregunta que me formulo es: ¿cuánta responsabilidad tienen en el suicidio del joven quienes lo lapidaron públicamente, quienes desde un lugar de almas bellas (para decirlo brevemente, el sujeto en posición de alma bella se sitúa como una especie de víctima ante el desorden del mundo, del cual no se siente partícipe), llevaron a cabo un escarnio mediático, con una virulencia que no les vimos ni frente a los más terribles genocidas?
La imputación de la justicia (“homicidio agravado por alevosía en grado de tentativa en el contexto de un espectáculo deportivo”) lo había puesto en las puertas de una condena que podía significarle muchos años de prisión.
Condena deportiva, escarnio y condena mediática, expectativa de condena judicial y prisión, parecen haber sido un triple impacto en el psiquismo de un joven, que en su agresión misma hacia el árbitro evidenció una desregulación de sus impulsos que ameritaba cuanto menos la intervención de profesionales de la salud mental.
¿Acaso su muerte satisface el clamor de venganza? ¿Es el pueblo el que pide condenas o son los medios de comunicación que alejados de su originaria función informativa trabajan para determinados espacios políticos (especialmente de derecha)?
El punitivismo mediático y judicial como ideal de determinado sector no hace más que dañar irreparablemente las vidas de quienes por uno u otro motivo caen bajo sus garras. Justicia no es sinónimo de sadismo, de penas crueles, de escarnio o lapidación.
Justicia “por mano propia” no es justicia.
Que alguien, después de cometer un terrible hecho, acosado por la presión mediática se quite la vida, no es justicia.
Venganza no es justicia. Es nuestro propio goce sádico encontrando un “objeto – excusa” para desplegarse sin límite.
La muerte por suicidio de este pibe, y de tantos otros pibes privados de su libertad con condenas eternas, no nos cura de nada, no nos convierte en sociedades más sanas, no nos limpia de nuestras propias e íntimas atrocidades.
Andrea Homene es psicoanalista.