A Diego Curubeto, factótum de “La urna”
Y de pronto todos estábamos dentro de un grupo de WhatsApp llamado "¿Quién le cree a David Lynch?”. El culpable no era otro que el anfitrión, nuestro amigo de las revelaciones literarias. Se hallaba en Capilla del Monte y por eso, en esta ocasión, apeló a la tecnología para reunirnos y preguntarnos: “¿Conocen a Gregory Tree?”
No, respondió uno. Negativo sumó otro. Ni idea, anotó otro más, hasta que alguien tiró: ¿No es el nombre de una reserva en Australia? Exacto. Sir Augustus Charles Gregory fue un viajero inglés que hizo expediciones en el norte de Australia, y en una de ellas, para no perderse, grabó la fecha (2 de julio de 1856) en el tronco de un boab gigante. Luego, al pie del árbol, enterró una carta para recordar por qué razón había ido a ese sitio. Temía perder la memoria. El lugar se conoce como Gregory's Tree. El árbol es muy feo, la memoria también puede ser un árbol feo.
--¿Y?, escribió uno del chat.
En 1954 se publicó la novela 111 de Séptimo Círculo titulada Una mortaja para la abuela. La historia arranca con un transeúnte que recibe un golpecito en la cabeza. El objeto que lo golpea es un bollito de papel que envuelve a un anillo de bodas y además tiene escrito un mensaje: “Necesito socorro. Ven rápido”. Autor: Gregory Tree. ¿Les suena? A Borges y a Bioy parece que tampoco porque escribieron: “Nada concreto hemos podido averiguar sobre el misterioso novelista. La crítica ha sospechado que detrás del seudónimo se oculta un escritor famoso. Cabe agregar que ese escritor tiene un vivo sentido del absurdo, de lo enigmático y de lo macabro”. Bien. Un año después, en 1955, aparece el título 40 de la colección Evasión conducida por Rodolfo Walsh: Muy joven para morir. Sí, también del novelista misterioso. Anotó Walsh en contratapa: “Gregory Tree ha construido una magnífica novela. El autor, cuyos dotes de psicólogo se ponen de manifiesto en el delineamiento de sus personajes, en su mayoría adolescentes, traza un cuadro insospechadamente fiel y sugestivo de la juventud norteamericana”. Efectivamente, en ella se narran las alternativas del crimen de una popular estudiante de 17 años llamada Betty Lou: “Era atractiva de un modo animal, exactamente la clase de jovencitas por las que los hombres mayores se vuelven locos”, dicen las mujeres casadas del extraño pueblo de Ludlow poco antes de que salte una trama de abusos e intrigas políticas. La novela está inspirada en el crimen no resuelto de la joven Hazel Irene Drew asesinada en 1908 en un estanque de Sand Lake. Ustedes preguntarán otra vez ¿Y? La respuesta es la siguiente:
A los 29 años John Franklin Bardin sintió el poder de la fiebre. Fue una mañana de noviembre de 1945 en Nueva York. Se sentó frente a su máquina de escribir y empezó a teclear. Durante meses todo el barrio de Greenwich Village escuchó el rumor de su Underwood. Cuando terminó --como le pasó a Edgar Lee Master con su Spoon River, como le pasó a Coleridge con su Kubla Khan-- durmió una semana entera. Al despertar, se dio cuenta de que había dejado atrás su infancia en Cincinnati; había enterrado a su hermana, a su padre, y había firmado la admisión para internar a su madre por un cuadro de esquizofrenia. En su mesa de trabajo sólo había novelas policiales y de misterio, porque precisamente Bardin se había alimentado de ese tipo de literatura, aunque las tres novelas que acababa de escribir no encajaban ni en uno ni en otro género.
La primera se llamó El percherón mortal, relato de un médico psiquiatra que un día recibe en su consultorio a un hombre que asegura trabajar para unos enanos que le pagan por tareas increíbles: usar una florcita en el pelo, regalar monedas a la gente; silbar una dulce canción por la calle y, en ocasiones, llevar a un caballo a domicilios donde luego sucederá un crimen. En pocas páginas, el psiquiatra se da cuenta de que su paciente no está loco: él mismo conversa con los enanos. Pero de pronto ocurre un accidente y el médico deja de recordar su propia vida y los hechos que lo involucran con el crimen de una bailarina. Se desata un espiral de locura, terror y dolor, mientras los enanos se ríen como dicen los irlandeses que ríen los leprechaun. La segunda se llamó El final de Philip Banter y es la historia de un publicista que no recuerda haber escrito hechos atroces que, en el futuro inmediato, se cumplen al pie de la letra. Y la tercera, Al salir del infierno (elogiada por Patricia Highsmith), narra las pesadillas esquizofrénicas de una concertista con pulsión de matar. “Tengo una edición --agrega el anfitrión-- donde un lector anotó con caligrafía temblorosa: “¡No lea, aquí hay verdadero terror, pero terror terrible!”.
La trilogía se publicó a finales de los 40s, pero la crítica ni se enteró. Bardin se fue a Chicago a trabajar en una revista de abogados y dejó de escribir. Luego de un tiempo, como el explorador inglés, empezó a tener él también miedo de perder la memoria. Volvió a la Underwood y firmó novelas como Gregory Tree queriendo recordar que alguna vez fue John Franklin Bardin.
El Percherón Mortal se tradujo en Argentina por primera vez en 1948. La versión fue del gran León Mirlas para el inhallable sello Club del Misterio -no confundir con la colección de Bruguera. Se llamó Dónde estaba el percherón. Pero nadie advirtió que esa rareza (entre los límites del policial negro y los cuentos asfixiantes de Poe) hacía su aparición en los estantes de la literatura traducida del país. En 1976 se editaron en EE.UU. las tres novelas en esas ediciones que los yanquis llaman Ómnibus. Y un día César Aira leyó a Bardin. Y en 1983 tradujo la primera para el sello Riesa (Río Inmóvil Editora Sociedad Anónima) y la tituló Otra vez los caballos. El anfitrión copió el mail que le envió para esta crónica el mismo Aira:
“Sí, fui yo el que recomendó la del Percherón. Tenía un J. F. B. Ómnibus, con sus tres novelas, que se van haciendo cada vez más raras, la tercera, la de la mosca azul, ya es pura alucinación. Recuerdo que en la del Percherón encontré por primera vez la palabra leprechaun, que volví a encontrar en la canción de Snakefinger “Jesus was a leprechaun”. El sello Riesa lo creó un miembro de la familia Kapelusz como proyecto personal. El directorio de la empresa le dio carta blanca (hasta cierto punto) porque estaba enfermo, y efectivamente la editorial existió sólo hasta su muerte, no creo que haya durado más de dos o tres años. Los asesores y traductores éramos dos. Yo tuve una relación muy afectuosa con ese hombre, aunque debía andar con cuidado en mis recomendaciones por el catolicismo de la familia. Después leí las que Bardin firmó como Gregory Tree”.
--¿Y Lynch qué? --preguntó un ansioso.
--La novela Muy joven para morir y la serie Twin Peaks remiten al caso real de 1908. Pero más allá de esa coincidencia, lo que sorprende es que al conectar la obra de Tree con la de Lynch (¿la mujer del tronco será un guiño?) salta el universo literario de John Franklin Bardin, es decir, su cruda descripción acerca del deterioro mental y de lo que sucede cuando la memoria estalla en pedazos como los vidrios de una ventana detrás de la cual se ve la habitación roja del miedo llena de enanos y de sombras de gigantes. ¿Importa si Lynch se olvidó de decirnos que leyó a Bardin? No. Acaso lo que interesa es que al hurgar en la historia de las traducciones argentinas se revelan algunas de las claves necesarias para entender el porqué del saludable desplazamiento de la literatura nacional en los últimos años hacia géneros populares como el terror.