Dadas las recurrentes crisis económicas por las que pasó el país,  los argentinos están muy familiarizados con la discusión económica. Merced al impacto que tienen en la vida cotidiana conceptos como inflación, tipo de cambio, devaluación o emisión monetaria, son incorporados en muchas conversaciones cotidianas, hecho que no resulta tan habitual en otras latitudes. Pero, la pregunta es: ¿De qué hablamos cuándo hablamos de economía?

En el marco de la ciencia económica, existen definiciones y leyes fundamentales que conforman el profuso, amplio e incluso contradictorio andamiaje teórico que esta ciencia social ha desarrollado a lo largo de muchos años de historia. Sin embargo, existe una primera definición cuya correcta exposición y comprensión resulta imprescindible para un adecuado abordaje de toda discusión económica. Aquella que especifica en qué consiste la economía. Aunque en primera instancia esto parece una obviedad, se pueden observar desde la primera definición las contradicciones y los conflictos que subyacen en esta materia.

La definición más difundida es aquella que caracteriza a la economía como la ciencia que estudia la administración de recursos escasos para la satisfacción de las múltiples necesidades humanas. Sin embargo, esta conceptualización no permite abarcar todo el terreno de estudio ni la complejidad de esta disciplina.

El hecho de que la definición más difundida incurra en ciertas inexactitudes no es casual y tampoco inocuo. Su vigencia se debe a la hegemonía de la ortodoxia económica en la formación de economistas, que promueve el divorcio de la economía y la política, con la pretensión de presentar su discurso y su acción como si fueran neutrales.

En primera instancia, el problema de la definición antes detallada radica en que los bienes de este mundo no son escasos. Si bien es cierto que no son infinitos, los recursos con los que el planeta cuenta resultan más que abundantes para garantizar una vida plena a todos sus habitantes. Además, el ser humano posee una capacidad asombrosa para transformar su entorno y, a través de ello, incrementar la producción de nuevos bienes mediante el trabajo, la ciencia y la tecnología. Complementariamente, si bien las necesidades de los seres humanos son diversas, no son infinitas, como la sociedad de consumo intenta establecer.

Por lo tanto, el escenario que la tradicional definición de economía presenta parece invitar a la resignación de quienes no tuvieran una suficiente dotación de recursos, ya que estos son exhibidos como escasos e insuficientes para todos desde un primer momento. En la misma dirección, esta escuela de pensamiento económico recurre frecuentemente a la metáfora de la manta corta para explicar los problemas en economía. Sin embargo, la manta no es tan corta y cada día se hace más grande a partir del trabajo, la producción y la innovación. De lo cual se desprende que el verdadero inconveniente no se circunscribe a la escasez, sino en torno a cómo se distribuye la posibilidad de cobijarse con esa manta. Lo cual resulta de vital importancia ya que mientras algunos tienen una fracción de la manta mucho mayor a la que necesitan para abrigarse, otros se mueren de frío.

La economía es siempre política, por lo cual su campo de estudio no se circunscribe únicamente a los detalles técnicos de producción, sino que abarca también las relaciones sociales que se desprenden del propio proceso de producción y del modo en que la acumulación se despliega.

El hecho de que la economía se encuentre permanentemente atravesada por la dimensión política no implica que no existan en esta ciencia social un conjunto de conocimientos comprobables y de capacidad predictiva. La cuestión relevante aquí es que, como la política es el ámbito donde se enfrentan los intereses de los distintos sectores que conforman la sociedad moderna, en esa discusión la metodología propia de la ciencia queda absolutamente desdibujada por la polvareda propia de la confrontación. Es justamente esto lo que complejiza el debate y los acuerdos en torno a las leyes fundamentales de la economía.

Más allá de esta relación dialéctica entre el método científico y los intereses políticos inmanentes a todo abordaje económico, la síntesis de esta contradicción avanza sistemáticamente en la construcción de leyes generales debidamente estructuradas y con sus correspondientes características de comprobación empírica y facultad predictiva.

Lo que distingue al método científico es ciertamente su potencia transformadora hacia el progreso y es por ello que los sectores de poder concentrado se ven amenazados frente a la posibilidad de todo cambio que pudiera surgir de dicho procedimiento. Los sectores de poder tienen absolutamente claro que, en el marco de la discusión política, la ciencia y los argumentos que de ella se desprenden debilitan sus posiciones de privilegio. Por eso intentan desterrarla del ámbito de debate público.

Esta degradación del discurso no es solo un fenómeno local, la política hegemónica en el mundo se encuentra eximida de aportar pruebas que respalden sus postulados, o lo que es aún peor, se encuentra exonerada en la exigencia de la más mínima coherencia argumental. Pueden decir cualquier cosa sin encontrar objeción o repregunta.

El avance de los medios de comunicación y de las redes sociales ha impulsado un vaciamiento en el contenido del discurso económico. Esta banalización favorece lo ya establecido atentando contra la posibilidad de una transformación superadora.

La sistemática difusión de este mensaje neoclásico, obsoleto y carente de toda rigurosidad científica no es casual, sino que la construcción de subjetividades que impulsa, se encuentra debidamente direccionada y orquestada por aquellos sectores que se benefician con estos proyectos reproduciendo los esquemas de poder vigentes.

La pugna por la hegemonía

Jacques Derrida, el filósofo francófono de origen argelino, aseguraba que “no hay nada por fuera del texto”. Todo es lenguaje, nada existe por fuera del lenguaje, lo que no se nombra, no puede ser percibido. Esta idea puede resultar un tanto perturbadora pero resulta indispensable para comprender la disputa por la construcción de un discurso dominante.

Tal como sostenía el pensador italiano Antonio Gramsci, “cada grupo social, al nacer sobre la base original de una función esencial en el mundo de la producción económica, crea al mismo tiempo, orgánicamente, una o más capas de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función”. En el modo de producción capitalista, la organización social está dada en términos de clases, cuyos rasgos distintivos están determinados por la posición que ocupan cada una de ellas en el proceso de producción y reproducción material de la sociedad, posición que además las encuentra enfrentadas entre sí. Es por ello que permanentemente las clases y fracciones sociales impulsan la participación de determinados actores que, mediante la construcción de una estructura de sentidos (creencias, explicaciones, percepciones, instituciones, valores, costumbres), legitime y racionalice su función dentro de la reproducción material de la sociedad, con el fin último de fortalecer su posición.

De tal forma, estos cuerpos de profesionales se inmiscuyen en una batalla por la construcción de sentidos y la dirección ideológica de una comunidad, que pretende de esa forma modelar un determinado esquema de reproducción social. Es, ni más ni menos, que la pugna por la hegemonía. En suma, más allá del grado de precisión y rigurosidad que cada consultora o centro de estudios muestre en sus recomendaciones económicas, no debemos olvidar que a fin de cuentas representan intereses concretos de determinados actores sociales. Distinguir esto es vital para lograr una comprensión global de los discursos que circulan en nuestra sociedad.

Es por eso que hay que ser absolutamente conscientes de que la política y, por ende, la distribución, resultan centrales en el abordaje de toda discusión económica, para evitar así que quienes buscan erigirse como sumos sacerdotes de la técnica económica nos vendan sus recetas como verdades ineludibles y desinteresadas.

Pero al mismo tiempo la construcción de un discurso sólido, extendido, sencillo, persuasivo y especialmente dirigido a los sectores populares, que focalice en la necesidad de construir una matriz productiva más diversificada que incremente su capacidad de exportación, en base a más y mejor educación, ciencia y tecnología, que permita dar lugar a una distribución progresiva del ingreso sustentable, resulta ineludible para un armado político que busque sinceramente impulsar el desarrollo económico inclusivo.

El discurso político constituye una herramienta indispensable para la transformación y el progreso. De tal forma, si no se construyen las condiciones estructurales para el desarrollo económico desde lo discursivo en primera instancia, será imposible luego desplegar las condiciones materiales que lo concreten políticamente. Y para ello, resulta fundamental tener en cuenta la potencia transformadora del método científico, usufructuando todas sus posibilidades y recurriendo a él sistemáticamente, no sólo desde una perspectiva particular, sino fundamentalmente como una estrategia de construcción política sin incurrir en explicaciones pedantes ni maniqueistas.

El trabajo para deconstruir el discurso económico dominante resulta imperioso, ya que los límites del discurso, son los límites de nuestro mundo.

*Economista UBA. @caramelo_pablo