Cuando Greta Gerwig se paseaba por las calles y salas marplatenses, invitada por el festival de cine de la ciudad balnearia como jurado de una de las competencias oficiales, sólo un reducido grupo de cinéfilos empedernidos llegaba a reconocer su rostro entre la multitud. Corría el año 2008 y la actriz, dramaturga, guionista y realizadora debutante presentaba en esa edición del festival su ópera prima como directora en codirección con Joe Swanberg, Noches y fines de semana, además del film de los hermanos Jay y Mark Duplass Baghead, que la tenía como protagonista. La filmografía de Gerwig hasta ese momento incluía apenas un puñado de títulos más, como Hannah Takes the Stairs y LOL, ambas también de Swanberg, y todas ellas exponentes de lo que el periodismo especializado bautizó rápidamente como mumblecore. Relatos realistas enmarcados en producciones de bajo presupuesto, un subgénero específico del cine indie estadounidense que, siguiendo la simplificada definición de Wikipedia, suele “poner el énfasis en los diálogos más que en la trama, haciendo foco en las relaciones personales de personajes que suelen tener entre veinte y treinta años de edad”, antes de citar a realizadores como Andrew Bujalski, Lynn Shelton, Aaron Katz y, desde luego, a Swanberg y los Duplass como sus cultores mayores.

Luego del acercamiento creativo, profesional y personal (es su pareja desde 2013) con el cineasta Noah Baumbach, con Gerwig protagonizando o coprotagonizando títulos como Frances Ha, Greenberg y Damsels in Distress, el título de Reina del Mumblecore le fue adjudicado de manera casi unánime e indiscutible. De cómo esta joven actriz de ascendencia alemana, nacida Greta Celeste Gerwig en 1983 en la ciudad de Sacramento, California, dejó de ser un ícono del cine independiente y se transformó en la directora de cine capaz de maniobrar con inteligencia y sensibilidad en el siempre complejo terreno del mainstream industrial, da cuenta su último largometraje, que acaba de ser estrenado a nivel global con bombos, platillos y mucho color rosa en la pantalla. Un camino que se inició con las cinco nominaciones a los premios Oscar obtenidos por Lady Bird (2017), todavía en el terreno de los presupuestos nada holgados, continuó dos años más tarde con la nueva adaptación del clásico literario Mujercitas y tiene su pináculo ahora con Barbie, la imprevisible versión cinematográfica de la celebérrima muñeca homónima. Una película feliz pero extraña, ciertamente autoconsciente y diferente de lo que sin duda muchos espectadores esperan de ella.

Coescrita por Gerwig y Baumbach, Barbie comienza con un homenaje/parodia a 2001, odisea del espacio. La misma secuencia, aunque un poco más extensa, que puede apreciarse en uno de los adelantos, antes de que la caída del embargo periodístico y crítico pudiera dar cuenta del contenido y los modos narrativos de la película, mantenidos en secreto de forma excepcionalmente rigurosa. La voz en off de Helen Mirren describe con humor la prehistoria del universo privado de las niñas y sus muñecos y muñecas, siempre bajo el formato del bebote y el mandato del juego de rol maternal. Hasta que, en 1959, Ruth Handler inventó a Barbie y su empresa Mattel (que aparece de manera explícita en el film, con una mirada ciertamente irónica) se llenó los bolsillos con un diseño de muñeca nunca antes visto. Una joven hermosa, rubia y de piernas infinitas, perfectamente vestida y peinada, que se transformaría en modelo imposible de belleza estandarizada. El mismo estándar que, signo de los tiempos, Barbie, la película, pone en tensión y discusión, internaliza, subvierte ligeramente y expone como producto al tiempo que lo desacraliza y “deconstruye”.

El rasgo mayor de la inteligencia y sensibilidad del largometraje de Gerwig no pasa tanto por su discurso de empoderamiento femenino, que ocupa con fuerza el tercer acto narrativo, sino por el hecho de lograr enfrentar distintas visiones en conflicto sin abandonar la simpatía y la ligereza. En principio, el hecho de ser un producto cinematográfico oficial, diseñado para potenciar la marca, que se ríe todo el tiempo de sí mismo. No, desde luego que Gerwig no dinamita la fuente de su relato, pero tampoco se abandona a la pleitesía ante la franquicia de plástico pintado. Cuando Barbie, que vive en su propio mundo de Barbies, se enfrenta por primera vez al mundo real, este en el cual vivimos, responde a los piropos de un grupo de trabajadores con un “atención, que no tengo vagina; y él no tiene pene”, señalando a su eterno compañero Ken. La historia señala así, diáfanamente, hacia el componente fantástico de toda la empresa. Un poco como ocurría con la estupenda La gran aventura Lego, con la cual Barbie comparte varios elementos dramáticos, además de la presencia de Will Ferrell, nuevamente como un Hombre de Arriba, aunque en este caso no se trata de un coleccionista de piezas de encastre sino del mismísimo CEO de la compañía Mattel.

LAS RUBIAS

Érase una vez Barbieland, un universo paralelo en el cual todas las Barbies en existencia pasan los días y las noches haciendo sus cosas. Hay Barbies presidentas, Barbies azafatas, Barbies científicas, Barbies empresarias y las especies y variedades siguen hasta el infinito, abarcando todas las profesiones, escalas sociales y etnias. Hay incluso una Barbie embarazada, que la compañía Mattel discontinuó velozmente luego de lanzarla al mercado. Entre ellas está la protagonista, encarnada por Margot Robbie (¿acaso otra actriz contemporánea podía considerarse ideal para ese rol?). Ella es la Barbie Estereotípica. La Barbie original. Pura belleza americana de medidas imposibles. La Barbie que prefiguró a todas las demás Barbies por venir, antes de que los cambios sociales y la corrección política la transformaran también en metáfora de rubia tonta, superficial y pueril. En ese mundo ideal Barbie se despierta y, en su casa de plástico rosa, desayuna, se peina y cepilla sus dientes, antes de salir a la calle en su automóvil rosa, disfrutar de una jornada playera y terminar el día con una súper fiesta y una noche de chicas. Todos los días lo mismo, siempre con una sonrisa dibujada en el rostro, sin cambios ni alteraciones en una sucesión de rutinas ideales. Ken (perfecto Ryan Gosling, como Arnold Schwarzenegger lo fue en Terminator) también hace su rutinaria aparición como elemento secundario, objeto de consumo como Barbie pero, a diferencia de ella, actor secundario. Un adorno más en la selección intercambiable de vestidos, zapatos, sombreros y demás artículos desmontables. Hasta que un fatídico día todo cambia: Barbie se despierta con halitosis, la tostada sale disparada con un color carbón en la superficie, sus piernas comienzan a mostrar señales de celulitis (¡horror de horrores!) y, lo peor de todo, un potente sentimiento ligado a la condición de la propia mortalidad la golpea de frente, alterando por completo la insustancialmente feliz vida de la muñeca perfecta, idealizada e idolatrada por varias generaciones de niñas. Y, desde luego, sometida al estricto escrutinio de las miradas menos cariñosas para con los estereotipos femeninos de ayer y hoy.

“Cuando acepté el desafío sentí un terror extremo. No es como el caso de un superhéroe, que ya trae consigo una historia”. En la entrevista de portada publicada en estos días por la revista del periódico The Observer, Greta Gerwig confirmó que el proyecto fue una propuesta de Margot Robbie, quien ya había firmado para interpretar al personaje antes de que el concepto central de la película (mucho menos su historia) existiera. “Era claro que se trataba de una adaptación, sólo que en este caso lo que adaptaríamos era una muñeca. Un ícono del siglo XX. El proceso se sintió como algo complicado, extraño, pero estaba la sensación de que podía haber algo interesante a descubrir. Luego de escribir el guion, tuve dos pensamientos. El primero: esto me encanta y no toleraría que nadie más lo hiciera. Dos: Nunca nos dejarán hacer esta película”. El guion fue escrito durante el año más duro de la pandemia, y Gerwig recuerda que el sentimiento preponderante era “hacer algo anárquico y salvaje. La idea era que, si alguna vez las salas de cine volvían a abrir, por qué no crear algo completamente desquiciado. La anarquía de la película proviene del aislamiento pandémico, esa sensación de estar encerrados, cada uno de nosotros en nuestra pequeña caja”.

Las idas y vueltas para obtener la luz verde se adivinan enrevesadas, y antes del comienzo de la preproducción los sentimientos encontrados alrededor del ícono dijeron presente. “Siempre me llamó la atención Barbie”, afirmó la actriz y realizadora, “ya que si bien en mi casa no estaba prohibida, tampoco nos alentaban a jugar con ella. Las razones tenían que ver con las críticas usuales. Si fuera una mujer real, ni siquiera podría mantenerse parada, no podría sostener su cabeza erguida. Mi mamá era hija de los años 60, y solía decir ‘¿llegamos tan lejos para esto?’ Pero al final me compró una Barbie, nueva y reluciente”. ¿Y cómo logró Gerwig que Mattel y Warner Brothers la dejaran hacer exactamente lo que quería, esa película anárquica y salvaje que, a priori, resulta poco apropiada para vender un producto? La crítica cinematográfica Willa Paskin responde a esa pregunta en su reseña/entrevista, publicada en The New York Times Magazine: “Para que ocurriera exactamente lo que está ocurriendo. Para que Mattel pudiera lanzar al espacio sus ambiciones de convertirse en un proto-Disney y devolver al zeitgeist ese pedazo de plástico con edad para retirarse. Para que los agnósticos de Barbie fueran bombardeados por retratos de Margot Robbie como Barbie y Ryan Gosling como Ken (…) y para que Gerwig, con sus credenciales indie y feministas, y sus múltiples nominaciones al Oscar, le diera credibilidad a este proyecto platinado y multimillonario”. Para dejar en claro que esas palabras no conjuran sarcasmo alguno ni, mucho menos, menosprecio, Paskin afirma sobre el final del largo texto que el elemento más subversivo de la película es el hecho de que esta Barbie cinematográfica tiene pecados que expiar, y que, sobre el final, “como las feministas de los 70, no desea ser una muñeca de plástico perfecta, por más difícil que sea vivir afuera de la caja”.

UN MUNDO COLOR DE ROSA

La angustia existencial de Barbie Estereotípica lleva a la heroína a visitar a Barbie Rara (Kate McKinnon), el espejo en Barbieland de todas esas muñecas “intervenidas” por sus dueñas: el pelo chamuscado con un encendedor, la cara pintarrajeada con marcadores indelebles, las piernas torcidas hasta su límite físico. En la conversación que sigue se plantea el hecho inesperado de la existencia de un portal que comunica ese universo plástico con el real, el mundo donde Barbie fue creada. Y así la protagonista –acompañada por Ken, colado en la aventura– utiliza varios medios de transporte diseñados a la manera de una escenografía teatral de fantasía para aterrizar en una playa de Los Ángeles. Apunte: el artificio literal de Barbieland se extiende a todo el relato, jugado por completo al absurdo, incluida la rotura de la cuarta pared en un momento particularmente sorpresivo. Gerwig bebe de fuentes poderosas del pasado cinematográfico, en particular el musical de Hollywood de los años 50, con su apuesta constante a la creación de un cosmos en el cual el canto y el baile forman parte de la cotidianeidad de los personajes, disponible en cualquier momento y lugar. Es allí, en la soleada California, vestida primero con una calza flúo y luego con un imposible atuendo vaquero, que Barbie descubre el origen de su malestar y creciente alienación: una adolescente que ha dejado de jugar con su Barbie (ecos evidentes de la saga Toy Story) y una madre que aún disfruta de diseñar vestidos para la famosa muñeca). Mientras tanto, Ken abre los ojos a una estructura social inimaginable en su lugar de origen: el patriarcado. ¿Podrá el joven musculoso regresar a Barbieland, tomar por asalto el poder femenino y trastocar por completo el statu quo, convirtiendo a todas esas Barbies seguras de sí mismas en simples acompañantes de los Ken, transformando el mansplaining en ley y encerrando a las mujeres en una nube de incomprensión de las complejidades de la vida? Por ese lado van las ambiciones del blondo muñeco, convertido de pronto en líder, absolutamente convencido de las bondades del machismo. 

 

“Realmente pensé en la historia como un viaje espiritual”, reflexionó Gerwig en la mencionada entrevista con The New York Times Magazine. “Las Barbie viven en un mundo que ofrece el confort del fundamentalismo: la muerte no existe, tampoco la vejez o la vergüenza, y nunca es necesario plantearse qué se supone que debe hacerse. Entonces, la celulitis entra en el paraíso, y la idea que una no va a seguir un camino que le fue preparado e impuesto de antemano llega acompañada por una sensación de terror. El concepto de Barbieland está ligado a la idea de que Barbie está constreñida por las multitudes. El ser está dispersado en un montón de personas: todas esas mujeres son Barbie y Barbie es todas esas mujeres. Y ella es parte de un continuo con el ambiente. No hay vida interior, en absoluto. Porque no hay ninguna necesidad de tenerla”. Barbie, la película, más allá de todas las referencias culturales y cinematográficas (no olvidar a Jacques Demy, otra influencia nada menor), reconvierte la clásica historia de Carlo Collodi: si la rubia plástica quiere dejar de serlo para transformarse en una mujer, las complejidades, dudas y dolores del mundo deben ingresar en su torrente sanguíneo. La aparición de una actriz que interpreta a su creadora, Ruth Handler (“el fantasma de una anciana que vive en el piso 17”, en palabras del empresario encarnado por Ferrell), cuya vida post Mattel incluyó el desarrollo de mamas artificiales luego de vivir en carne propia una mastectomía, introduce en el relato una suerte de Gepetto entre las sombras. Una mujer condenada al ostracismo por esa manada de ejecutivos, todos hombres, que definen entre risas apagadas “la agenda femenina” de las próximas versiones del producto. Barbie, película imperfecta pero osada, fuerza un poco esa misma agenda durante el último tercio de proyección. Pero no es tanto un pecado de origen como la consecuencia inevitable de los riesgos que Gerwig ha decidido tomar: jugar con Barbie como si fuera una niña despreocupada y, al mismo tiempo, tomársela muy en serio, como un símbolo perfecto de los cambios sociales a lo largo de más de seis décadas de existencia.