¿Y si no fuera esto, Manuel? ¿Si después de mí, nada, y después de vos, nada, y después de nada la oscuridad? De qué nos habrán servido los libros que son tus libros, y los discos que son tus discos, y esta ciudad que es tu ciudad, y mis recuerdos donde también sos vos; pero esto sí es mío, Manuel, esto sí y se pierde en una atroz sensación de olvido. Ay, Manuel, Manuel, me olvido hasta de los fantasmas, de la tierra que se movía cuando el subte pasaba y yo lo creía un gemido de las bestias y era nada. Ay, Manuel, vos también pronto serás nada; más que una sospecha, pronto seremos nunca, seremos nadie, seremos nada.

Mi cabeza, la veo. Es mi cabeza y yo soy otra que la mira. Es Delia perdida asomando al ras del piso; su cuerpo ha sido devorado por la arena; es la hora del sol cayendo a plomo, la ausencia de sombras, nada impide que el círculo de manos provistas de piedras se alcen hipócritas y deseosas de muerte, nadie pregunta si alguno de mis verdugos se halla libre de culpas. Soy yo, Manuel, y quien sostiene la roca más grande sos vos. Veo una gota que corre en mi mejilla; no alcanzo a distinguir si es lágrima o sudor; es sal, es fuego para mis labios, para mi cabeza debajo de ese otro fuego que me llama, me pide que lo siga y yo sin alas, yo pesada e increíblemente sola. Por qué, entonces, este deseo de soltar mis manos y liberar mi pecho para que todo el mundo presencie el flagelo mientras grito ¡por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa! ¿Serviría, Manuel, este arrepentimiento postrero? No sé, porque ahora lo veo como algo inútil, la desesperación de alguien que sabe que ya nada podrá ser subsanado. Morir por sí. Morir por no. Morir de todas formas. Y vos que aparentás saber las respuestas, por qué no me susurrás ésta que persigo. Por qué no te busco en el río, por qué yo hacia el poniente cuando vos allá, en al agua elemental, en el regazo de la madre, yo madre, vos padre, y si me negara ninguno nada, de todas formas la muerte, Manuel; las piedras y la culpa, el abandono, el saber que soy esto y nada más. Una madre, Manuel, ¿para quién? Apenas lo sospecho y no lo deseo. Y yo sin ser, y vos sin ser.

Tememe.

Regresaré, retomaré los pasos olvidados; me detendré en vidrieras que jamás miro, extenderé la agonía tanto como sea necesario; me atendré más a la espera que a la incertidumbre y al temor de no encontrarte, otra vez no. O de encontrarte, esta vez sí. Y la decepción si uno, y el fastidio si el otro, pero jamás conforme, jamás vos conmigo, porque yo no soy, no estoy, ni allá, ni acá, ni en las vidrieras que ignoro; no vivo, Manuel, y yo deseo la vida, deseo tanto un instante de vida, que me consuelo con la idea de que sólo con ella, al fin, podré algún día morir. Morir como se muere en el fondo, allí donde las opciones son últimas y son únicas.

¿Y si fuera esto, Manuel? ¿Y si yo dijera que sí, Manuel? ¿Vos dirías que sí, también? ¿Emprenderías el desarrollo de esta obra? ¿O te conformarías con una mísera nota al margen?

Cada mirada de esta gente extraña es un estiletazo de conciencia, debería agradecerles por darme sustancia, debería extender mi mano y saludar al dueño de los ojos que fijan el límite de su mirada en mí, ojos que no me atraviesan pero que no me ignoran, no se cristalizan sino que se funden en la escasa lógica de mi ser. Gracias, señor, gracias por esos ojos que me devuelven un respiro. Gracias, señor, gracias por este instante de vida.

Señorita - tal vez me diría este señor- yo no sería tan necesario para su instante si acaso usted fijara su atención en esa sombra que se extiende como una marioneta flaca y de patas largas que parece un triángulo delgado culminando en cabeza de alfiler. Esa es su sombra señorita.

El señor se marcharía, colocándose un sombrero gris que habría sacado de la nada, al igual que un bastón de ébano, y lo vería alejarse con dignidad, agitando los faldones de su chaqueta, haciendo crepitar apenas la suela de sus zapatos sobre la alfombra de hojas secas que repentinamente se extendería debajo de una alameda otoñal. Y no se detendría hasta perderse entre grises, rojos y verdeamarillos; se iría caminando y yo sentiría la incongruencia de ese ángel imposibilitado de volar. O tal vez no sabría, o quién sabe, pero yo perpleja, y casi feliz, pues aquél sería el paraíso, y me sentiría viva, segura de mi muerte, pasada o futura, pero no presente, jamás ahora, jamás como ahora.

Es que, Manuel, deberías comprenderme; o debería yo explicarme con mayor claridad, pero cómo hacer, cómo hablarte, cómo decirte que llevando vida no siento mi vida, y que habiendo esta carga tampoco siento la cruz. Cómo decirte que deseo alguna vez morir, pero no estar muerta; ni pretender la no vida de este algo que te llenará de pánico, te hará abrir la boca tan grande que podré ver en el fondo de tu garganta esa cueva desde donde pugnará por salir una palabra huera. Pero sólo será posible un hálito sin aromas ni contornos; nada, Manuel, no serías capaz de decirme nada, y yo me hundiré otra vez en la desesperación, porque, me diré: ¿cómo puede ser que vos, capaz de estar acá y allá, de ser el río y el opuesto de mi sol, de ser un espejo más real que aquellos mudos ante mis ojos, cómo puede ser, Manuel, que no me puedas hablar?

Verdes, celestes. Si supieras, Manuel, cómo pulsan los colores cuando pienso en tu rechazo, en tu silencio reconcentrado sobre un libro trinchera, sobre un disco excusa. Y te veré rayar las páginas con lágrimas de mis ojos, y te veré dentro de un walkman con mi voluntad encerrada en tus puños. Estarás pensando en la novedad, en la increíble novedad, en tu circunstancia, en la vida nueva, ella nueva, y yo estaré allí, mirando, envejeciendo mientras espero por fin tener fuerzas para gritarte ¡Y yo, Manuel? ¿Qué hay de mí? ¿Qué hay de Delia, este nombre que no me representa porque yo soy nadie?

Yo soy nada y soy nadie, pero pude haber sido, ¿sabés? Yo quería ser. No esto, ni aquello, simplemente ser. Ser sin estigmas, sin clasificaciones, ser como vos, universal.

Y ahora. Ahora algo, alguien me dice que yo puedo dar, que soy yo quien puede extender esa búsqueda de ser, y en el fondo sé que es injusto; para mí, para vos, Manuel, y para el núcleo de esta sospecha que de ser cierta se materializaría con semejante carga: la responsabilidad que le ataría al cuello; que sea ella la que actúe por mí, Manuel, que sea ella quien descubra la esencia que para mí está velada. Pero Dios existe, ¿no, Manuel? Sí, Manuel, Dios existe, debe existir.

Dios existe y perdona todo, ¿no, Manuel? ¿Vos serías capaz de perdonar mi negligencia? ¿Serías capaz de perdonar mi cobardía? Manuel, Dios podría no ser cierto, pero también podría ser verdad. Y de ser verdad, podría aceptarlo y exponerme a las piedras, pero también podría negarme y cagarme en su Divina Voluntad. ¿Sabría Él perdonarme? Cómo quisiera recibir la visita del arcángel, o al menos una señal, una mano que se posara sobre la mía para darme un consuelo, para decirme que mi decisión es la correcta y que siempre lo será.