Litto Nebbia cumple 75. Una cifra que, más allá de la celebración de un músico entrañable, resuena en el corazón musical de la cultura argentina, que este protagonista ha marcado desafiando convenciones y corriendo límites. Ligado a los albores de lo que se llamaría Rock Nacional, en la segunda mitad de los ’60, la parábola creativa de Nebbia es la de un músico inquieto e irredento, único en muchos sentidos; un artista que en el afán de “decir cosas” a través de la canción atravesó géneros, aproximó mundos, estableció diálogos con el folklore, el tango y las variables del jazz, entre otras cosas. Puso a punto su propia tradición. Desde Los Gatos hasta acá, las canciones de Nebbia contribuyeron a la educación social y sentimental de generaciones de argentinas y argentinos, santo y seña de una manera de estar en el mundo.
Sin tortas de varios pisos, velitas chispeantes, juiciosos homenajes ni coartadas mediáticas, Nebbia prefiere festejar su cumpleaños tocando. Este viernes actuará en la Sala Lavardén de Rosario, la ciudad que lo vio nacer en el amanecer de un día como hoy de hace 75 inviernos. Litto dice que el mejor regalo que se podía hacer para el aniversario es la edición, con su sello Melopea, de los 21 discos que tiene listos para este año, del que ya publicó Silbando en el amanecer, la primera parte de Litto Nebbia – Temporada 75, un díptico con canciones nuevas, que se completará en noviembre con Serenidad.
Pruebas de locura
“Posiblemente esta sea la prueba de que estoy loco. Pero qué querés, hacer canciones y editar discos es lo que me nutre y me reconforta, es lo que siempre hice y no veo por qué tendría que dejar de hacer”, sonríe Nebbia. Y empieza a contar. Habla de Los archivos Nebbia, un boxset de 12 discos con 208 registros en vivo de conciertos en distintos lugares del mundo, desde Amsterdam y Moscú en 1986, hasta México DF en 1979 y 2002, Madrid en 2004 y París en 2009, pasando por Santiago de Chile, Mendoza, Resistencia, Córdoba y Buenos Aires en distintas épocas, además de actuaciones que van de 1973 a 2008 con el histórico trío que mantuvo con Jorge “Negro” González y Néstor Astarita. “Ahí aparecen temas inéditos, versiones nuevas, improvisaciones y otras rarezas”, adelanta.
La edición remasterizada del legendario Muerte en la catedral, más un disco con el registro en vivo de las versiones de los temas del álbum que con distintas formaciones se hicieron en 2013. Archivo Bacharach, un homenaje al gran Burt Bacharach, con Silvina Garré y la participación entre otros de Daniel Homer. La edición en dos CD y un DVD de Don juan Tenorio, el clásico de José Zorilla, musicalizado por Waldo de los Ríos y el mismo Nebbia. Un concierto en la Sala Zitarrosa de Montevideo en 2016. Todo eso suma el proyecto editorial de Melopea, un sello de espíritu amplio, curiosidad atávica y carácter temerario, acaso imagen y semejanza de su creador. “Es que me puse a acomodar los archivos y fueron apareciendo grabaciones. Viste cómo es, una cosa trae a la otra y se fue armando una propuesta de la que estoy muy satisfecho. Hacer música y poder editarla. Eso es lo que me mantiene en forma”, se alegra Nebbia.
“Melopea sigue siendo una empresa pequeña y lo mejor que nos pasa hoy es que estamos cumpliendo 40 años y no tenemos un mango de deuda. Tenemos un catálogo de unos 600 álbumes, que en gran parte son los que en otros lugares consideraban que no se podía hacer. Y sin embargo acá logramos hacerlos, incluso muchos se venden en Japón y Europa. No hipotequé mi casa, no me llené de guita, sigue siendo una experiencia artística invalorable y vivo con la inmensa satisfacción de haberlo hecho”, resume su logro.
–¿Cuándo empezó a darte vueltas la idea de armar un sello independiente?
–Siempre tuve la idea, porque siempre me dio mucha bronca la manera en que se manejaban empresas discográficas grandes con los artistas, además de la falta de posibilidades que te daban para hacer cosas distintas, alternativas, más creativas. Melopea me permite ser fiel a una vocación, que es contribuir de alguna manera a la circulación de música de calidad. En realidad fue la psicoanalista quien me aconsejó: “Pongase un sello discográfico antes de que mate a alguien” (risas).
El que cumple feliz
En el bar de la esquina de Melopea, en esa parte de Villa Urquiza en la que la identidad barrial todavía le gana a la especulación edilicia, Nebbia toma café y conversa con Página/12. Habla de la felicidad que le produce festejar su cumpleaños tocando en su Rosario, donde nació y desde hace años es además Ciudadano Ilustre. “Imaginate, el vínculo emocional es muy fuerte. En Rosario, de la mano de mis viejos, maduró mi vocación artística. Siempre en mi casa circulaba el arte y desde entonces aprendí a vivir con mi música, mis libros, mis películas”, dice Litto y enseguida evoca a Martha, su madre, profesora de música y pianista de la Orquesta Típica de Señoritas Los Colonos, y a su padre, que con el nombre artístico de Félix Ocampo supo actuar como “Primer cantor melódico”, llegando incluso a cantar en Radio Belgrano y a grabar con la orquesta de Miguel Caló.
“La noche anterior al día de mi nacimiento mis viejos habían ido al cine y en medio de la película yo empecé a dar señales de querer salir. De ahí se fueron a la Maternidad Martí, donde nací a las seis de la mañana de lo que mi madre recordaba siempre como el día más frío del año”, cuenta Litto. La película que Martha y Félix habían ido a ver era Madre, donde el gran tenor Beniamino Gigli temperaba emociones cantando “Mamma”, la célebre canción de Cesare Bixio. Ahí se empezaban a ordenar las grandes pasiones de Nebbia: la música, el cine. “No puedo dejar de pensar en esa raíz, que me definió como artista”, reflexiona el compositor.
–¿Cómo se arma la lista de temas de un concierto como este?
–Es muy difícil seleccionar, porque se juntan muchas cosas, más allá de la celebración. Primero que no voy a dejar de ser el rompebolas que siempre quiere mostrar cosas nuevas, aunque soy consciente de que hay cierta expectativa respecto a temas que ya son clásicos y que por supuesto me gusta tocar. También por otro lado se da que hay otros temas que por ahí no son tan clásicos, pero que son viejos. Eso me sirve de excusa para hablar de tal disco o de tal época. Qué se yo... Voy probando distintas estrategias.
–¿Hasta qué punto el público te puede condicionar en la elección del repertorio?
–Depende del lugar. Hay lugares que te permiten un ida y vuelta más intenso con el público y otros menos. Por ejemplo para setiembre tengo una fecha armada para volver a Café Berlín, donde hay un buen sonido y se arma un lindo clima. Ahí me despacho con la mano “Songbook”, me voy inventando un guión. Estoy preparando “Mis mejores canciones con guitarra”, y ahí toco solo la viola, con temas que nacieron con la guitarra y tienen que ver con eso, qué se yo, “Vals de mi hogar, “Vamos negro”, “El bohemio”, “Solo se trata de vivir” y otras que son guitarreras, pero que no son muy conocidas. Ahí mismo, a principios de año toqué entero el primer disco de Los Gatos, donde había cinco o seis canciones que no tocaba nunca en vivo. Después volví para hacer el volumen dos y después me armé uno que se llamó “Doce canciones raras”, que más que raras eran poco difundidas. Esas canciones que si tal vez hubiesen tenido un poco más de difusión podrían haber quedado entre los clásicos. Eso me daba pie para hablar un poco de la composición, de la cocina de los temas y de esa cosa que no deja de ser misteriosa, que tiene que ver con su destino comercial.
–O sea, equilibrar lo nuevo con lo viejo…
–Sí, pero pensando sobre todo en hacer un paseo por la composición y el estilo. Le doy mucha bolilla al tema del estilo, que no tiene que ver sólo con cómo componés, sino además con cómo tocás, cómo improvisás. En el mundo hay muchos tipos que tocan super bien, pero no necesariamente quiere decir que tengan estilo. Ni hablar del rock que se hace hoy en día, tan mezclado con el tema del negocio. Todo parece igual.
–"El rompebolas que siempre quiere mostrar cosas nuevas” tiene una buena relación con su pasado…
–Totalmente. Vivo cambiando el repertorio, descubriéndome a mí mismo, recuperando canciones que muchas veces me sorprenden por ciertas formas complejas que usé, incluso cuando era muy chico. Mirá, contra el pensamiento predominante de esta época, en la que todo debe ser fácil, yo hice cosas distintas y sin embargo logré llegar a muchos con mis canciones. Todo es cuestión de salir de la esclavitud de la propaganda, de la dictadura comercial que nos condicional el gusto. Si las radios pasasen todo el día música de Keith Jarret, a mucha más gente le gustaría los pianistas que improvisan.
–En este sentido, vos siempre te rodeaste de buenos músicos...
–Es que había química con ciertos músicos. Me juntaba con los que venían del jazz, del folklore, del tango, con los más abiertos. Me cazaron la onda y pudimos así compartir el gusto por ciertas cosas, más allá de los géneros. Esto permitió que nos convidáramos unos a otros y de pronto de esos encuentros salía una tercera cosa, porque yo no me hacía ni el tanguero ni el jazzista y ellos no se hacían los rockeros.
–¿Vos sos rockero?
–La verdad que no, pero cuando empecé a componer canciones tenía 14 años, ¿qué querés que hiciera? No podía componer tangos, las circunstancias planteaban otro panorama. De todas maneras, el tema siempre es materia de discusión. Viste que por ejemplo hay gente que dice que yo soy el padre del rock en castellano.
–¿No sos el padre del rock en castellano?
–Yo no soy el padre de nada. Si te digo que sí, enseguida viene otro que dice “qué va a ser el padre del rock, este, que es un blando…”. Como si para ser el padre del rock tuviera que ser indispensable ser un duro, un tipo que se esté vomitando encima o una especie de héroe maldito, qué se yo. Pero no me interesa esa discusión. Yo tuve la suerte de poder abrirme y aprender otras cosas, que mezclo continuamente. Tuve encuentros de los más variados como músico, más todavía cuando empecé a producir.
–¿Cuándo empezaste a producir a otros artistas?
–Mientras viví en México, entre el 78 y el 81, grabé varios discos y ahí comenzó la idea de tener un sello. Allá estaba más madura la idea de música independiente, que más tarde se desarrolló también acá. Armé una etiqueta muy informal, que llamé Melopea Records y comenzó con dos discos míos. Después hicimos de Rodolfo Alchourrón, Manolo Juárez, Alejandro del Prado, discos que vendíamos muy artesanalmente a través de algunas tiendas culturales.
–¿En qué momento decidiste irte de Argentina?
–Fue durante la última dictadura, claro. Me fui cuando ya no daba más de los nervios. Hacía un año y medio que estaba prohibido. Pero prohibido de una manera no declarada. “Una orden de arriba”, me decían y de hecho mi música no salía por las radios, no podía actuar en televisión y nadie te quería producir un concierto. Además de la tortura psicológica de sentirte perseguido. Era una época jodida y un tipo jetón como yo corría peligro. Así que fui vendiendo los instrumentos que tenía y después del Mundial ’78 me fui con 100 dólares en el bolsillo.
–¿Por qué a México?
-Nada en particular. Pensé en un lugar donde pudiera seguir haciendo lo que siempre hice, escribir y cantar canciones en castellano. Hubiese podido ir a Estados Unidos para trabajar escribiendo música de películas, pero el tema del idioma me desconcertaba. Entonces elegí México, donde me encontré con gente muy solidaria. Por entonces el rock argentino no se conocía allá, eso vino después. Pero pude mostrar mis cosas, sobre todo en el circuito de las universidades. Viajé mucho tocando y eso me permitió conocer el país, su idiosincrasia y me calmó la cabeza, me salvó de la depre, cómo le pasó a tanta gente. Siempre me acuerdo de Zitarrosa, lo triste que estaba. Yo siempre pensaba: me echaron diez tipos, no un país. Esto no puede durar mucho. Eso me hizo aguantar.
De regreso
“Me decidí a volver poco antes de Malvinas, cuando desde acá me decían que la cosa estaba más tranquila”, cuenta Nebbia. “Habían pasado más de tres años de un viaje en el que fue importante poder seguir trabajando y componiendo. Cuando volví, después de ver a mi vieja, caminaba por el barrio y me parecía que nunca me había ido”.
De regreso en Argentina, en el 82, uno de los proyectos más trascendentes fue con Los Músicos del Centro, la banda cordobesa que integraban los hermanos Juan Carlos y Mingui Ingaramo, Chacho Ruiz Guiñazú, César Franov y Oscar Feldman. “Los conocía de mis viajes a Córdoba a tocar. Sonaban bárbaro, pero les faltaba un formato artístico. Les propuse unirme a ellos para hacer algunas giras y grabar. Hicimos alrededor de 100 conciertos juntos, por todo el país, y editamos dos discos, Llegamos de los barcos y En vivo en Obras. Después retomé mi camino, como hago más o menos cada dos años. Otras búsquedas me fueron llevando hacia otros lugares”, cuenta el músico. “Periódicamente necesito cambiar, probar químicas musicales distintas. Hacer eso me ha ayudado mucho, me ha hecho un músico más dúctil”.
Los discos de Nebbia de los ’70 fueron la raíz de lo que florecería en distintas direcciones en los años siguientes. Si en trabajos como Nebbia’s Band (1971), Huinca –publicado por el sello Trova, sin nombrar a Nebbia en la tapa porque todavía estaba ligado por contrato a RCA, Despertemos en América (1972), Muerte en la catedral (1973), Melopea (1974), Bazar de los milagros (1976), se escucha la energía creativa desbordante y urgente de un perseguidor, la madurez del artista quedaría expresada en un discografía caudalosa y variada, a la que el término “independiente” se ajusta en toda su dimensión. Algo así como mil doscientas obras, contenidas con amoroso cuidado en más de cien álbumes propios. Y eso sin contar sus trabajos como productor.
“Cuando volví de México volví a trabajar con las grandes compañías discográficas. Pero enseguida me rompí las pelotas y retomé la idea de un sello”, sigue Nebbia. La historia conduce a la casona de Villa Urquiza donde vivía su madre. “Era una de esas casas chorizo, donde mi vieja tenía sus pianos, su gatos y perros. Me ofreció el local de la zapatillería, que había adelante. ‘Pongan una alfombrita y úsenlo para ensayar’, me dijo. De a poco, con un ingeniero amigo, fuimos acondicionándolo como estudio. Cada vez que se acababa la plata yo salía a hacer unos conciertos por ahí y volvía con unos mangos para seguir. Tardamos cuatro años”.
Enésimo café y la charla deriva en Mi banda sonora, el libro de memorias que publicó Aguilar. “No es más que eso: recuerdos, anécdotas, pensamientos. Cosas que tienen que ver con mi vida de artista. Pero lo hice muy comprometido, me empeñé en escribirlo bien, desde la sintaxis hasta el ritmo, para que sea entretenido de leer.
–Ahí decís cosas como que ni los Beatles son mejores que Duke Ellington, ni Duke es mejor que The Beatles. ¿Cómo es eso?
–Hablo de las etiquetas. La música está hecha de tantas cosas que es inútil tratar de establecer categorías. Los que pusieron esas categorías no son músicos. ¿Por qué deberíamos darles bola? En mi casa tengo los discos de Martha Argerich y de María Callas y pegados los de Bob Dylan y enseguida están los de Troilo. Ese es el mapa de mi disfrute de la música. Después está mi música, que de alguna manera, no sé bien cuál, también está hecha de esos disfrutes. Con el cine me pasa lo mismo: hay tipos como (Ingmar) Bergman o (Akira) Kurosawa que me llevaron a buscar otras lecturas para entender mejor su obra.
En Villa Urquiza comienza a caer la tarde. El bar cierra y la charla continua por la vereda, rumbo a Melopea. “Me siento bien, haciendo lo que hice toda mi vida. Me cuido, sin dejar de tomarme unos vinos y comer las porquerías que nos ofrece el mercado”, dice Nebbia. “Y sigo, con los pulmones de un pibe y las rodillas de la época de Los Gatos”, bromea.
–¿Alguna vez pensaste que podías ser otra cosa que músico?
–No, no tuve tiempo.
Naufragar con Moris
El disco más reciente de Nebbia es Silbando en el amanecer, la primera parte de Litto Nebbia – Temporada 75, un díptico con canciones nuevas, que se completará en noviembre con Serenidad. Ahí, entre otros, está “Amigos en el bar”, tema que dedica a Moris, compinche de aquellas épocas de alumbramiento de una nueva forma de canción. “Moris es un tipo que aprecio mucho, desde cuando compartíamos aventuras en los comienzos de todo esto. Nos la pasábamos trasnochando, tocando la viola en los cafés hasta que nos echaban. Era la época en la que te metían adentro por el pelo largo, poco antes de que salieran Los Gatos, yo todavía dormía en las plazas”, recuerda Nebbia. “Con Moris compartíamos la idea de hacer un repertorio con nuestras músicas, pero en castellano, cosa que nadie hacía porque había algunos boludos que decían que nuestro idioma no servía para una música como el rock. Y sin embargo ya teníamos nuestras canciones. Yo tenía 'El rey lloró' y él 'El oso' o 'Ayer nomás', por ejemplo”.
“¿Sabés qué hacíamos? Nos juntábamos en el centro y de ahí decidíamos ir, qué se yo… a Caballito. Y ahí salíamos como en plan cultural hacia Caballito. Nos sentábamos en algún cordón de la vereda con la viola y empezábamos a cantar nuestros temas, sin pedir nada. Y pasaba de todo. Había quien aplaudía y quien llamaba a la policía porque había dos tipos haciendo escándalo. Esas cosas hacíamos con Moris. Creíamos en nuestras canciones, queríamos decir cosas que hicieran pensar un poco. Esa era nuestra ‘provocación’. Pensar que por eso nos tildaban de comunistas. Justo a mí, que desde chico tenía la simpatía por Evita y por Perón que me transmitió mi vieja”.